Historia de vida VI
Esperé a que el ascensor bajara para llevarme al segundo piso. Era un
frío mediodía de julio de 2013. Especialistas del Ministerio de Salud Pública
brindaban una conferencia a la prensa, a organizaciones que trabajan en el tema
y a muchos interesados o tocados por esa realidad. La del suicidio. Más allá de
los datos estadísticos mi cabeza daba vueltas. Cómo encontrar un testimonio
familiar, cercano; cómo contarlo, qué preguntar y cómo sin revolver tanto la
herida. Si el
ascensor hubiera demorado un par de segundos menos, si ella hubiera tardado
diez más, la historia hubiera sido otra. O no. La nota también. Le propuse
citarla como anónimo o con un nombre ficticio si prefería cuando soltó detalles.
Iba al mismo piso. Tenía la historia frente a mí. Una enternecedora historia. No
hay por qué hacerlo, respondió. Se la ve fuerte, de gran espíritu. Y con una
entereza inimaginable al escucharla.
Para Nora la vida no tenía sentido después de aquella llamada que
cambió su vida.
La memoria la sorprende, dos por tres, con recuerdos felices de su
familia como nos pasa a todos. Pero hubiera querido otra niñez. Una menos
“traumática” por tantas epilepsias y esquizofrenias que, al principio, no
entendía. Así fue su madre. La conoció en el piso con un corte en la cabeza, me contó
con los ojos llenos de tristeza. Su padre jamás quiso dejarla
al cuidado de nadie a pesar de las recomendaciones médicas. Era un hombre vital, luchador. Y compañero. De esos que siempre están
dispuestos a “hacerte un asadito”.
815.000 personas morían a causa de
suicidio en el mundo entero en el 2000, confirmaron los especialistas en la ponencia.
En nuestro país, en 2014, según registros, se suicidaron 601 personas, siendo
“la principal causa de muerte violenta”**.
Cuando ya la madre no tuvo otra opción que una casa de salud “lo veíamos
cansado”. “Muy cansado”, repitió Nora moviendo la cabeza y sumergida entre el
humo del café, como recordando aquel rostro. El de su padre. Ése al que muchas
veces le restó importancia cuando ella, también, sufrió lo suyo (un trasplante
de hígado). Su “viejo” había perdido peso. Fue ahí cuando la idea de una posible
enfermedad giró en el entorno familiar. Pero qué cápsula puede con la tristeza y
el dolor de ver a un ser querido con esa vida, tan trastornada. La atención a su padre “no fue suficiente”. Y
eso es lo que a Nora le taladró la cabeza. Semanas, meses, años.
El secreto es descifrar lo que el ser humano expresa en determinados
momentos, el mensaje y el contenido de cada comportamiento. La persona que se
suicida nunca lo hace de un día para el otro, es un proceso, me había dicho
aquella vez, Silvia Peláez, referente de la ONG Último Recurso que trabaja en
la prevención del suicidio. Tampoco hay una receta, cada situación es singular,
única. Pero “nadie quiere lo que no conoce”, aseguró refiriéndose a la muerte.
Fue una mañana de enero. De 2006. Del otro lado del
teléfono su hermano le dio la triste e inesperada noticia. Su padre se había
quitado la vida. Tantas señales, maldijo Nora. Ni siquiera tomó pastillas para
llamar la atención, simplemente tomó la decisión. Ahí le cayó la ficha. Y no
paró de mortificarse por el inmenso sentimiento de culpa que le recuerda, una y otra vez, lo que pudo haber hecho para evitarlo. “Por qué a mí” se preguntó ciento
de veces antes de las ganas malditas de, también, quitarse la vida. Es que es
inevitable, me confesó. Pero lo peor ya pasó, se convenció cuando la
taza de café ya estaba vacía. Porque Último Recurso la rescató de esa mochila
que durante años le peso kilos, miles de kilos. “Hay que hacerse tiempo para
verse las caras, dejar los celulares y escucharse”, siguió con voz pausada y
mirándome fijamente como una madre que aconseja a su hijo.
El viernes se celebró otro Día Nacional de
Prevención contra el Suicidio. La escuché fuerte, resistente. Me llamó. Y la
llamé con el pensamiento. Pensaba
reencontrarme en la actividad que se hacía ése día. Me era imposible
estar ahí. Ella sabía de mi blog, no sé cómo, tampoco importa. Entonces me
pidió dar a conocer su historia nuevamente. Es que Nora se empecina en
trasmitirle a la sociedad que “hay que escuchar al
otro porque si no la humanidad se va a la miércoles”. Me lo había dicho aquella
tarde de 2013 con el índice en alto. Nora lo sabe. Lo
sabe bien. Sabe que la vida tiene, también, momentos lindos. Esos que disfruta cuando
baila tango, cuando escucha a Troilo y a D’ Arienzo o cuando al abrirse las puertas de su hogar, sus nietos
corren hacia ella de brazos abiertos y le gritan: “‘¡Abuela, abuela!’”.
**la diaria. 17 de julio de
2015. Página 5.