El
tipo golpea las manos. Nada. Más fuerte. Nada. Atraviesa la chapa que se ve
desde varias cuadras y rechina a la vista de cualquier visitante.
–Buen
día– avisa de su presencia.
Nada.
–Buen
día– pega el grito, ahora.
A
lo lejos medio cuerpo de mameluco azul con manchas negras se asoma.
–Buen
día– responde ese cuerpo de voz poco entendible, sin abandonar la conversación
con la otra voz más ronca del cuerpo que el tipo no ve.
Ojea
el taller. No hay más que hacer mientras espera. Dos, tres, cuatro, cinco minas
en bolas lo intimidan desde las paredes blancas entre días y meses que fueron
historia. En la de enfrente al portón y de perfil, Chaplin y un niño señalan un
Chevrolet del 50 que espera ser atendido y se destaca –entre pinzas y tuercas y rulemanes
y motores colgados de un guinche– por ese verde agua chillón como el portón.
Otras máquinas, de los 90 y más modernas, esperan por sus dueños.
La
primera quincena de diciembre llegó a su fin. El taller está hasta las manos. El
balneario hippie, de dunas, buena pesca, callecitas apenas alumbradas y ranchos
sin electricidad y agua de pozo –de puro encanto para los gringos– lo hace muy tímidamente.
Las
voces ríen y prometen seguir haciéndolo.
El
tipo, que asusta a primera vista por su tamaño, mira su casio de agujas
heredado de su viejo. Pasaron ya más de diez minutos. Nada. Revolea los ojos.
Las chicas top siguen mirándolo
directamente. Otros diez. Nada. Camina de un lado a otro, cabeza gacha. Las
voces vuelven a reír y, por fin, se acercan. El visitante quiere meter unas
palabras pero no hay caso. Los cachetes se le inflan y el aire le sale por la
boca. Se iría si no fuera porque el
Tite, un viejo amigo pescador con el que se reencontró allí, le dijo la noche anterior (entre vinos y corvinas) que era el mejor
mecánico. Hay sólo dos. Los dos se llaman Cacho, pero éste, el mellado, sabe más de
fierros.
–Bueno–
contesta recién el cuerpo que hasta ahí había sido invisible para el tipo.
Por
primera vez el hombre de mameluco y medio rengo –se da cuenta después– lo mira
a los ojos. Y lo escucha. El grandote procede: el Renault le anda bien, pero
dos por tres se encapricha y le da por no arrancar. Hace dos o tres meses le
hizo un cambio de bomba cuando en el estacionamiento de un supermercado intentó
prenderlo durante más de media hora y no hubo forma, hasta que el flaco del
servicio automotor le dio un golpe seco con la mano al tanque de nafta y de una
arrancó. Cosa de mandinga, se ríe al recordar aquel momento después de horas de
trabajo. Si tuviera que cambiar de nuevo la bomba habría que llamar a la
capital, si hubiera esperar la encomienda, abrir, meter pinza, operar. En
cuatro días terminan sus vacaciones. Y
otra vez tres palos verdes, se muerde los labios. No seguramente cuatro o cinco
para un turista en plena temporada. Le suda la frente con sólo pensar
que es una posibilidad. Tampoco tiene guita encima para un gasto como ése. El
cajero más cercano está a 15 kilómetros, y si el Renault se emperra y lo deja
en el medio de la nada… Su mente es un mar de pensamientos.
–No,
no– mueve El Cacho la cabeza entre el chasquido de los dientes. Eso no ha de
ser la bomba– asegura con cierta certeza y la dificultad de su tono. Explica,
mueve las manos, dibuja un motor en el aire, gesticula. Sus palabras se pierden
entre el ruido de las motos que andan en la vuelta. El grandote se acerca,
afina el oído, frunce la frente y los ojos se le achican. Sigue las manos como
pelota de pin-pong. Cada tanto caza una palabra, una frase entrecortada. Apenas
alcanza a comprender que seguro es un falso contacto. Eso le basta para salir
en busca de unos mangos, implorando a Dios que la goma esta vez no lo deje tirado. Rutas del Sol no tiene tanta
frecuencia aún y esperarla sería una pérdida de tiempo, en el peor de los
casos.
A
110 km por la ruta 10 desierta, el sol de frente y 30 grados encima hilvana el
cuento del mellado sobre aquel Ford que también se había empecinado en no arrancar
y no le daba con la tecla. Pero el Cacho tiene experiencia. Se nota. Y si fuera así, entonces quizás no hubiera
sido necesario aquel cambio de bomba de hace unos meses. Es que a uno que no
entiende nada de fierros, te re cagan y ni cuenta te das, le había dicho al
Tite. Esta vez saldrá todo bien, se dice en voz alta.
Mientras
el auto pasa la tarde en el taller el tipo se hace una siesta, así no piensa. A
la 17.00, la hora señalada, vuelve medio resignado.
–Efectivamente
era un falso contacto– le dice Cacho. Y algo más que el grandote no entiende,
pero ya no importa. Sonríe y suspira.
–
¿Cuánto le debo?
–No, no es nada amigo. Vaya tranquilo.
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El Cacho.
Barra de Valizas, Rocha. Diciembre, 2015.
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