de Historia simple
“…y la fama es puro
cuento,
andando mal y sin vento
todo, todo se acabó.
Hoy sólo queda el
recuerdo
de pasadas alegrías..”
Los tacos no se sienten. Es que
los tambores hacen vibrar: el asfalto, las paredes, a las bailarinas de las
comparsas, al público que aplaude, chifla, alienta y grita desde las veredas, y
a ella: Stephanía Curbelo Mirza. A ésa que primero fue niño y nació en
Nicaragua y participó en la guerrilla, en un batallón y
fue adoptado por una pareja uruguaya, cuenta ahora, ella misma enfrentándose a
la cámara, mirándose a través de la pantalla, retratándose, revolviendo su
pasado, su infancia, su adolescencia. Ese “hombre nuevo” que conocimos por el director, de estas
tierras, Aldo Garay.
Los tacos, ahora, se sienten.
Viste unas botas de cuero marrón claro, casi beige. Una minifalda negra que contrasta
perfectamente con la camisa de un blanco impecable que deja ver su ombligo. Su
cabello es largo, rubio. Lo mueve para atrás y para adelante con coquetería,
con femineidad. Se peina, se mira al espejo. Se maquilla. Se vuelve a mirar. Sus
uñas son cortas, algo sucias y lucen un rojo que ya le queda poca vida. Se mira
en una foto. Se parece a Julia Roberts, dice (aquella Roberts del 2000, me
recuerda y se me ocurre, madre soltera con tres hijos, divorciada dos veces,
sin estudio ni empleo de Erin Brockovich),
o a una secretaria ejecutiva cuando el documental la muestra, en otra
fotografía, de trajecito verde. Verde agua.
Después camina por el medio de
la calle, como desafiante, por una feria. Y en otra calle, otra escena, se
levanta de la silla blanca para saludar a uno de sus clientes con un “buenas
tardes”, dirigir la salida de esas cuatro gomas –que sabe nunca tendrá–, hacer
señas, estirar la mano y agradecer por esas monedas que apenas le dan para la
pensión y el pan de cada día. Esas monedas con las que, de vincha blanca,
labios bien rojos y un chaleco anaranjado que lleva estampado el logo del BSE [Banco
de Seguros del Estado], se gana la vida como cuida coches en Barrio Sur.
En ese barrio, en esas calles que,
seguro, conoce de memoria y donde es recontra conocida (ahí vive), anduvo al
compás del chico, el piano y el repique cuando sonaron celebrando las llamadas de San Baltasar.
Caminaba como en una pasarela de alfombra roja –de minifalda de jeans, una camisa
blanca (otra), gorro de visera rosado y una carterita negra simulando ser de
cuero que le atravesaba el cuerpo al medio– y saludaba como una reina a sus
vecinos que ovacionaban su presencia, su taconeo, su rebolear de caderas y aquel
sorpresivo tropezón que intentó disimular como si nada hubiera pasado y, sin
embargo, terminó con las nalgas apoyadas en el pavimento recalcitrante y las
piernas cruzadas a lo indio, sin que nada de lo que llevaba debajo de la
minifalda se le notara. Se acomodó como en cámara lenta para mandar las sandalias
negras al diablo. Se inclinó como una diosa y siguió descalza desafiando el
hormigón ardiente. Sacó a bailar a uno, zarandeó con otro, se levantó la
camisa, se tocó la pansa plana, insinuó, coqueteó, posó para las cámaras de
decenas de fotógrafos con una sonrisa espléndida como orgullosa de sí misma, y
siguió. Siguió. Siguió para volver, al otro día, a la rutina de siempre. En las
mismas calles, en el mismo barrio.
Durazno y Zelmar Michelini. Por allí
andaba mi amigo una mañana. La vio, le pareció. Aquel rostro era igual al de la
pantalla. Solo que ahora que estaba en el piso, tirada, con apenas una frazada.
Desafiaba el sol, el tiempo. El hambre, quizás.
–Vos sos la de la película–le
preguntó mi amigo, sin titubear.
Ella cerró los ojos, movió la
cabeza para atrás y para adelante y con un gesto de resignación soltó un “sí” casi
silencioso. Entonces, a mi amigo se le vinieron a la mente aquellas imágenes, que
había visto no hacía mucho, de la rubia de pensión que voló a Nicaragua a
recuperar su pasado, sus vínculos, su familia, las tierras donde fue niño,
joven, hermano, hijo, amigo, vecino, y recordó que había leído en algún sitio, algún
diario, algún portal –no importa– que aquel documental había sido premiado en el
Festival Internacional de Cine de Berlín (Alemania) en febrero de 2015 como mejor largometraje homosexual y
que, también, fue la mejor película en el Festival Internacional de Cine LGBTIQ
(lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersexuales, queers) de Buenos Aires
(Argentina). Y, sin embargo, ella seguía allí, en Barrio Sur –pensó mi amigo– peleando
por la vida, rescatando unos vintenes y ahora, quizás, sin pensión, en el mismo
asfalto donde la encontró el director que le hizo fama. A mi amigo le gustó la
película, solo que ahora le revienta escuchar la propaganda, la promoción en
diferentes radios, en la televisión, en el cine. Le revienta ver cómo mucha
gente hace guita a sabiendas de un pobre tipo, que a pesar que sueña con una
vida mejor, vive en condiciones pésimas, miserables, con una fama que es puro
cuento.
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Stephanía Curbelo Mirza en las
Llamadas de San Baltasar. Barrio Sur, Montevideo.
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