jueves, 29 de septiembre de 2016

A bocinazos

Movilización del SUATT contra Uber, ayer, en 18 de Julio y Ejido Montevideo. 

“Martínez cómplice de Uber”, escribieron y pintaron unas manos en letras grandes y rojas en una pancarta que durante unos minutos contaminó el paisaje visual en la explanada de la intendencia (como lo hacen las mil y una de las publicidades de marcas y productos en la ciudad). En la calle, decenas de gargantas de empleados, afiliados al Sindicato del Taxi, de exigían cambios y la supresión de Uber. Las bocinas aturdieron contra el fuerte viento que se desató en la tarde primaveral que también hizo lo suyo. Y cada loco con su tema.  

martes, 27 de septiembre de 2016

Montevideo rural





Fotos: La Expo Prado  en su 111ª edición de Exposición Internacional de Ganadería y Muestra Internacional Agro Industrial y Comercial. Montevideo. Setiembre, 2016. 


**Entrada relacionada:


domingo, 25 de septiembre de 2016

de Postales Orientales

“Soñar soñar
que vamos transitando el porvenir
que el hombre seguirá
por siempre seguirá…”

Vera Sienra



Pinar, Canelones. Febrero, 2014.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

lunes, 19 de septiembre de 2016

Saltimbanqui

Ayer fue una tarde diferente. En el marco del Festival Internacional de Circo, los españoles Kanbahiota Trup presentaron La coquette, un espectáculo de acrobacias aéreas con rutinas de trapecio, en la plaza Líber Seregni






domingo, 18 de septiembre de 2016

sábado, 17 de septiembre de 2016

martes, 13 de septiembre de 2016

La expo

El miércoles comenzó la 111ª Exposición Internacional de Ganadería y Muestra Internacional Agro Industrial y Comercial: La Expo Prado.






lunes, 12 de septiembre de 2016

Ocho letras a dúo

“…Allí donde te gritan que no podrás
los cerrojos del miedo y la crueldad
Allí donde te imponen guardar silencio
silencian tu boca con sufrimiento

Sobre el féretro sucio de la injusticia
la breve ternura de una caricia…

Larbanois & Carrero, el sábado, en la Expo Prado. 

O en la historia se queda y los hombres pasan
es la historia del hombre casa por casa.
Ocho letras de guerra, ocho letras de paz
Ocho letras tan solo,
Libertad”.

Con esa se despidieron.

domingo, 11 de septiembre de 2016

de Postales Orientales

“Es tiempo, es tiempo ahora
de voces entre voces apoyadas”.


Circe Maia


Bello Horizonte, Canelones. Octubre, 2015.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Tu ruta no es mi ruta

Lunes de agosto. Llovía. Y hacía frío. Hacía poco más de un mes que la nona había pedido turno en el hospital para sacarse sangre y hacerse ese maldito examen que la tenía perturbada. Madrugó más de la cuenta para asistir, esperar el turno, ver cómo las enfermeras van y vienen por los pasillos, los rostros “moribundos” de los pacientes, casi todos viejos a esa hora, que esperan varias vueltas de las agujas del reloj para ser atendidos, los que llegan ensangrentados a la emergencia, los olores de hospital que le revuelven el estómago a cualquiera y a la nona le revientan, pero no hay otra, dice con una caída de ojos, resignada.
Salió a la calle en busca de un taxi. No estaba para caminar seis cuadras. La llovizna empapaba. Le hizo señas al primero que paso.
– Al Maciel, le dijo al tachero.
– Ah, pero son seis cuadras– le contestó al tachero en un tono quejoso y chirriando los dientes.
– Sí. ¿Y? Tengo que ir al hospital– dijo ella asombrada por esa respuesta.
El tipo chirrió los dientes, revoleó los ojos y la miró por el espejo, durante las seis cuadras.  
***
Jueves de agosto. De la semana siguiente. La nona va al bolichito que una de sus nietas abrió hace poco más de un año. Le lleva una torta para que venda, para ayudarla aunque sea con algo. Una excusa, también, para verla, para estar un rato con ella. Salió a la calle en busca de un taxi. Imposible viajar en ómnibus con la torta a cuestas, imposible subir los escalones tan altos de los ómnibus que, a veces, hasta el más joven de los jóvenes le cuesta subir. Laura le dice a dónde va, pero no le especifica el recorrido, las calles por las que prefiere ir. El tachero toma la avenida principal y aminora la marcha. La nona se percata que lo hace para llegar al semáforo en rojo. Todos. Entonces le pide, por favor, que doble a la derecha para ir por donde hay menos tránsito y semáforos.
–Ah, pero va a ser lo mismo señora porque a esta hora el tránsito está igual en todos lados– soltó el tachero en un tono arrogante.
El camino que la nona quería era más directo. Y no había semáforos cada tres cuadras. Le pidió de nuevo, con un por favor, ya irritado en ella. El tipo dobló, chirrió los dientes, y recién ahí apretó un poco el acelerador, solo un poco. El viaje terminó saliendo tres cuartas partes más de los anteriores. La nona no era la primera vez que hacía el mismo viaje. Lo supo desde que tachero había tomado la avenida principal. Y tuvo suerte el tachero, porque la nona llevaba un poco más de billetes, pero ya no le alcanza para volver.
***
La nona nunca viajó en Uber. No tiene la aplicación ni un celular moderno para ese servicio, pero sabe que uno llama y los tipos llegan a los tres minutos exactos, que al cliente lo saludan amablemente, que hasta se bajan del auto, lustrado y con un aroma a algún desodorante agradable, y le guardan los bolsos en la valija si es que el cliente lo lleva, y toma por el camino que indica. Se lo contó una amiga que vino a visitarla hace unos meses cuando se fue de la casa de ella hacia Tres Cruces para volver a su pueblo del interior. Y los tacheros se quejan, dice la nona, de Uber y las empresas multinacionales, hacen manifestaciones, marchas e instalan una carpa en la explanada de la Intendencia con grandes carteles y volantes. Esa que estuvo hasta hace unos días. Se quejan, menea la cabeza la nona, pero a uno siempre lo atienden igual. Todos, dice. Es que la nona no ha tenido suerte en que le toque uno “como la gente”. Seguramente, piensa, porque se aprovechan de que uno es mayor, y por eso piensan que tienen derecho hacer lo que quieran, o que nosotros los mayores, somos estúpidos, dice la nona. ¡Estúpidos!, chirria los dientes. Ahora es ella la que chirria los dientes. Pero con razón.      

Manifestación del Sindicato de Taxis contra Uber, frente a la Intendencia, Montevideo. Mayo, 2016. 

jueves, 8 de septiembre de 2016

Rock e pop

Maria Gadú es de San Pablo, Brasil. Empezó a tocar en bares en su ciudad natal como jugueteando. Al parecer, fue Caetano Veloso quien la descubrió. En una fusión de rock y pop, anoche, tocó por primera vez en Uruguay, en el Museo del Carnaval que se llenó de fans que la aplaudieron y se emocionaron tanto como ella que no paró de agradecer, entre canción y canción (en las últimas), por tanto cariño.

 
Maria Gadú, anoche, en el Museo del Carnaval. Montevideo, 2016.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Las gotas como llanto

“La lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma”.


Luis Alberto Spinetta

Piriápolis, Maldonado. Agosto, 2014.

domingo, 4 de septiembre de 2016

viernes, 2 de septiembre de 2016

Ana, y su sonrisa

Historias simples: Fortín Olmos

Tres pibes juegan a la bolita en el patio de una casa que está a pasos de la ruta, cruzándola, hacia el norte. En Olmos hay pibes que juegan a la bolita. Sarita les da un beso, les conversa, y a uno le pregunta por su madre. “Está adentro”, contesta él señalando la casa. Pero Sarita, no alcanza a golpear las manos. Ana aparece con un repasador entre las suyas y esa sonrisa que hasta el más desconfiado del pueblo tiene estampada en el rostro.
–Pasen, pasen–insiste con la amabilidad pueblerina y su voz dócil que lamenta no haber sabido de nuestra visita para esperarnos con algo rico, pero que intenta recompensar con un mate, un café, un té. Sarita agradece y niega por las dos. Es que en 40 minutos tenemos una actividad con los chicos del albergue del liceo que aloja a los estudiantes que viven en los parajes.

–Así que te vamos a robar poco tiempo– le dice la más veterana de las monjas que está empecinada en que yo conozca a esta mujer y su historia. Es que Ana conoce Fortín Olmos como la palma de su mano. De chiripa nomás, porque nació en Vera, una de las ciudades más grandes cercana a Olmos. Hace 32 años fue a pasar unos días y se fue quedando, quedando, repite estirando la mano como dibujando una línea imaginaria, sin poder creer aún que su vida, dedicada a la enseñanza y la gente, iba a terminar allí. Ana es la profesora de música del pueblo. Aunque no tiene diploma ni título que lo demuestre. Es que antes no había una carrera de música. Uno se hacía como podía, afinando el oído y dedicándole horas al instrumento, leyendo partituras como lo hizo Luis Alberto, su padre. Un guitarrista rabioso. Ana eligió el piano pero le fascina cantar. Hace unos meses se jubiló, intercepta Sarita en el dialogo en el que yo solo escucho y casi que ni meto pregunta porque la monja me gana de mano. Pero los alumnos de la escuela la siguen extrañando. Siempre que la ven le preguntan cuándo va a volver. Es que a Ana se la extraña, justifica Sarita, porque es de esas personas que da hasta lo que no tiene por los demás.

***
Luis Alberto tocaba folklore y música clásica. Y el pericón nacional, suelta Ana orgullosa previo a estancar los ojos en un espacio sobre la mesa como hipnotizada por la imagen de su padre. “Me parece que lo escucho”, dice sin perder de vista ese punto en el aire que sólo ella contempla, y tararea el pericón y sonríe y lo ve. Ve a su padre con la guitarra sobre una pierna y los dedos deslizándose entre las cuerdas. Lo tiene ahí, en la sien a donde se lleva el índice, y los ojos le brillan.

–Él siempre me decía: ‘Estudia, estudia’. Y yo estudié, pero nunca imaginé que iba a ser maestra de música– desliza con la misma risa pícara del pibe que juega a la bolita en el patio que tiene casi su misma cara. Ana sonríe casi como respira. Y gesticula. Las manos, de dedos largos y finos, ideales para hacer sonar las teclas de cualquier piano, van y vienen en el aire mientras habla. Enseguida me di cuenta que eso era lo mío, sigue. Y Sarita la interrumpe para contarme, y recalcarle a Ana (porque ya se lo ha dicho muchas veces), los dones que tiene.

–Ana–valora la monja con los lentes que le apoyan en la punta de la nariz, cose, teje de maravilla, escribe poesías y obras de teatro y le encanta la actuación.
–Pero no actuar–aclara ella enseguida. Es que detesta subir al escenario. Ana está hecha para llevar la batuta, para enseñar, para dedicarles tiempo a los demás. Ana es como la parte de un todo, como la raíz, la flor o una rama de un árbol se me ocurre (y se lo digo) al mencionar su infancia en el campo rodeada de árboles, como si fuera el Árbol de la Vida que se mueve, desvive y vive para hacer florecer y revivir a los demás. Para que aprendan, remata mordiéndose los labios. Eso la hace feliz. Ana ríe. Siempre ríe.

Y la imagen de su padre persiste en su cerebro. Lo piensa, lo admira. Entonces se va para atrás en el tiempo y empieza el cuento como los de Walt Disney: “Había una vez una familia numerosa…”, desde la generación anterior, la de su abuelo Matias, el padre de su padre. Los Armas eran 14 hermanos criados en el campo. Ocho, partieron en busca de nuevos horizontes sin saber mucho a dónde, más que a algún  lugar de América, en un barco que venía cargado de cientos de europeos que huían de las guerras.  Allí es que Matías conoce a Eugenia della Torre, la tana que le partió la cabeza. Se pusieron de novios ahí, en el barco –ríe Ana– y bajan en Uruguay. Uruguay recalca abriendo bien los ojos porque sabe que soy de allí;  y ahí mismo se casaron y tuvieron 4 hijos, continúa. “El más chiquito era mi papá, Luis Alberto. Cuando él tenía 4 años decidieron cruzar el charco –como dicen ustedes, los uruguayos, me apunta con el índice– y terminaron en Román una localidad de Reconquista, donde forma la primera familia agrícola de esa ciudad”.

Para cuando nació Ana, Luis Alberto hacía años que estaba instalado en Vera, en el campo,  con 15 hijos (como para no perder la costumbre de las familias que se multiplican). Pero papá no tenía experiencia en trabajo de campo, se hizo nomás, dice con el repasador que ahora sus manos doblan primero en dos, después en cuatro. Un campo lleno de vacas. Ana ríe ahora por verse a ella misma ordeñando las vacas a los seis años a la sombra de un árbol gigantesco.

–Nos levantábamos con mis hermanos a las 4.30 y no nos quejábamos Ahora si un nene hace eso, dicen ¡hay pobrecito! Ana calla, menea la cabeza, se ríe. Y sigue con el cuento. Tres de mis hermanos le daban de mamar al ternero y otros tres ordeñábamos las vacas, y  para nosotros era normal. Después papá iba al pueblo con uno de los hijos y vendían la leche. A Ana le tocaba también lavar cada tacho mientras otra de sus hermanas barría la casa que era grandísima –dice estirando la “a” para que me haga una idea de lo grande que era– al tiempo que su mamá lavaba la ropa y otra de sus hermanas cocinaba. Cada uno tenía su trabajo.

–Qué educador tu papá– interrumpe de nuevo Sarita. Cómo les trasmitió el sentido del trabajo, y por eso, le asegura, a vos te gusta tanto educar.
–Él nos sentaba alrededor de la mesa a todos y nos enseñaba a interpretar el evangelio porque ir a misa nos quedaba muy lejos– sigue con el cuento y el mismo repasador entre manos que dobla en dos, en cuatro, y ahora, hasta en ocho. Sabíamos la vida de Jesucristo como la palma de la mano, agrega para justificar que una de las hermanas se hizo monja. Y cuando faltábamos a la escuela por las temporadas de lluvia –es que vivíamos en una zona inundable –nos sentábamos todos alrededor de él en unas sillas petizas y nos enseñaba las reglas ortográficas para recuperar las clases perdidas. Y después tocaba la guitarra.

Ana se ríe. Ríe también porque después de unos días cuando el sol secaba el barro de las calles y los Armas volvían a la escuela, los compañeros los miraban como bichos raros. Y siempre había uno que le decía a la maestra: ‘Señorita llegaron los Armas’. Era como extraño que llegáramos nosotros… Lo recuerdo como si fuera hoy, dice sin abandonar la sonrisa en su rostro de piel blanca y suave. Ana hacía 22 kilómetros en bicicleta para ir a la escuela (11 para ir y 11 para volver). Para colmo por la ruta, donde pasaban los camiones enormes con el humo negro y más de una vez terminábamos en la banquina, relata. Y la risa se convierte en una carcajada.

Cuando la mamá murió, Ana pasó a ocupar el lugar de ella. Tenía 17 años. “Mi papá se apoyaba mucho en mí”. Ahí ya se habían instalado en Fortín Olmos. Pero fue unos meses antes que Lita Cuaroli –la directora de la escuela de ese pueblo del que Ana no sabía ni de su existencia– buscaba una profesora de música y le preguntó a Luis Alberto si no le quedaba un hijo músico. En ese entonces, Ana no sabía ni siquiera para qué lado quedaba Olmos, ni siquiera lo había sentido nombrar. Y él me dijo: ‘Anda y proba, anda unos días y después te venis’. Así llego Ana a este pueblo lleno de inmigrantes que hace unos años no tenía diseño de pueblo, ni la ruta asfaltada. “Te pones a sacar la cuenta y es como dice el chamamé: ‘somos un embolleré’ que en guaraní quiere decir un enredo”, y contagia su risa; hay tantas razas que se mezclaron que no sabemos qué origen tienen, sigue, y las familias se multiplican, pero es toda gente que hace amistad enseguida y que a uno le hablan como si lo conocerían de toda la vida, lo invitan, le abren las puertas con un mate en una mano y una torta frita en la otra. Por eso, Ana esta convencidísima que todos los extranjeros que visitamos Olmos, nos enamoramos del pueblo. Y ella, me invita a almorzar uno de esos días, de mi estadía.

–¡Pero no, pasado mañana se va!– se apresura a responder Sarita que no se le escapa una. Y  pasaron 40 minutos y nos vamos porque los chicos del albergue nos esperan. Me quedo con las ganas de probar un menú de esas manos que imagino, cocinan como los dioses. Pero me llevo el recuerdo. El de su risa, su cordialidad, su afecto, y ese dije que me deja de regalo unas horas antes de emprender mi regreso, en un sobrecito metalizado y plateado muy pequeño que lleva una moñita del mismo color. Una delicadeza como el mismo árbol, el de la Vida, que cuelga de una cadena. Para que te lleves de recuerdo, me dice esta mujer que en 40 minutos me abrió las puertas, me contó su historia y me invitó a almorzar. Cómo para no enamorarse uno de este pueblo, me sale entre un apretado abrazo y el agradecimiento infinito por tanto amor que me pone la piel de gallina. Y Ana se ríe.

Ana, en su casa.  Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016. 

jueves, 1 de septiembre de 2016

Ramblera


Kibon. Rambla de Pocitos, Montevideo. Agosto, 2016.

Las secuelas de Santa Rosa nos tiene entre lloviznas, humedad y nieblas hace días. Ayer, el sol se asomó un poco pasado el mediodía y le dio tregua a muchos para aprovechar el leve calorcito de la tarde y caminar por rambla, ese paseo que a los montevideanos nos encanta.