Subte. Buenos Aires, Argentina. 2016.
Decía Cartier Bresson: “La fotografía es una forma de gritar lo que sientes”. Y sí. Ella es huella de la realidad, ésa que captan mis ojos. A través de la imagen, y con mi sensibilidad mediante, intento expresar la vida cotidiana, sus momentos, sus personajes, sus gestos y el instante preciso e inolvidable, grabado en la memoria, por siempre.
martes, 29 de noviembre de 2016
lunes, 28 de noviembre de 2016
Carlitos
Estación
de subte Carlos Gardel. Buenos Aires, Argentina. 2016.
“Hoy que la suerte quiere que te vuelva a ver,
ciudad porteña de mi único querer,
oigo la queja de un bandoneón,
dentro del pecho pide rienda el corazón.
(…)
Mi buenos aires querido....
Cuando yo te vuelva a ver...
No habrá más penas ni olvido”.
Gardel
domingo, 27 de noviembre de 2016
de Postales Orientales
"Uno
piensa que los días de un árbol son todos
iguales.
Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un
día de
un viejo árbol es un día del mundo".
Haroldo
Conti
viernes, 25 de noviembre de 2016
La cita de los viernes
No se paga entrada alguna. Uno va, entra y consume lo que quiere. Y los escucha. Decenas de músicos se juntan
cada viernes a tocar jazz. Jazz moderno, jazz de fusión, bossa y
blues. El Hot Club de Montevideo nació en 1950 por el simple capricho y el interés
de varios músicos de hacer lo que les apasiona. Y uno va, además, y
conoce de estilos e historias del jazz estadounidense que algunos cuentan. El
Rolo es especialista en contar historias, sobre las letras, las bandas, el
origen del jazz. Y en el piano, la rompe. Lo descose.
Rodolfo “Rolo” Suzac en el Hot
Club. Kalima Boliche, Montevideo. noviembre, 2016.
domingo, 20 de noviembre de 2016
de Postales Orientales
Llenarme
la boca de pájaros
para
que los persiga por la pieza
a punto
de encerrarlos
en la O
del asombro.
Horacio
Cavallo
Plaza Virgilio, Montevideo. Octubre, 214.
viernes, 18 de noviembre de 2016
La niña encantada
Hacen cola. Son ocho, nueve,
10, 12… Algunos son tan pequeñitos que no alcanzan a la altura de la cámara.
Esa que, en realidad, es como un cajón de madera hecho, seguramente, por las
manos del hombre, de no más de un metro sesenta y casi calvo, que se las ingenia para llevarse unos
pesos a la casa y hacer divertir a los pibes. Se enchufan los auriculares para
escuchar el espectáculo, una obra de teatro, dicen. Y todos quedan encantados
de ese mundo que es pura fantasía y roba sonrisas y gestos de asombro y
algarabía.
Parque Jacksonville, Montevideo. Noviembre, 2016. |
miércoles, 16 de noviembre de 2016
De nuestra tierra III
martes, 15 de noviembre de 2016
De nuestra tierra II
Liliana Herrero y Edu Pitufo Lombardo
en el VI Festival Música de la Tierra, el domingo.
Parque Jacksonville. Montevideo, 2016.
en el VI Festival Música de la Tierra, el domingo.
Parque Jacksonville. Montevideo, 2016.
lunes, 14 de noviembre de 2016
De nuestra tierra
Quedaban pocos minutos de la luz
del sol cuando la plaza donde está ubicado el escenario principal, estaba
repleto. 6.30. Ella salió a una de las galerías. Miraba aquel enjambre de gente,
algunos mate y termo bajo el brazo, acomodándose en las sillas para verla y
escucharla a ella arriba del escenario. Ella esperaba, paciente, a los hermanos
Ibarburu –Nicolás y Martín– que terminaran su espectáculo en el otro escenario
para arrancar juntos. 19.00. Los aplausos del público no tardaron. Querían
verla a ella. Al Pitufo Lombardo también. Pero sobre todo a ella. Entonces
subió, saludó con el brazo extendido, se prendió del micrófono, agradeció a los
presentes, a los organizadores, a los músicos que la acompañaron y al Pitufo,
por esa “hermosísima amistad” que los une. Y la rompió. El VI Festival Música
de la Tierra, en el Parque Jacksonville, dejó, en su último día, entre otros
cantantes e intérpretes, a esta cantante de la vecina orilla. Una monstrua.
Liliana Herrero, ayer, previo a comenzar su espectáculo en el VI Festival Música de la Tierra en el Parque Jacksonville. Montevideo, 2016.
domingo, 13 de noviembre de 2016
viernes, 11 de noviembre de 2016
Los que lo miran por TV
Afuera las mesas están casi
llenas. Faltan 10 minutos para que la bola empiece a rodar en el césped del
Estadio Centenario en la 11ª. fecha de las Eliminatorias. El mozo me acerca una
mesa justo cuando cae la primera gota. Yo que vos me voy para adentro y agarro
la mejor, me dice. Y me convence. No llego a estar sola ni dos minutos. El
boliche se llena. Se levanta viento y los jugadores están por entrar en la
cancha. Un veterano de ojos celestes, barba blanca y pelo gris me pregunta algo
que de antemano no entiendo. Quiere asegurarse que el partido está a punto de
empezar. Es brasilero y aliado nuestro. Los brasileros nos quieren a los
uruguayos.
“Maravilloso, emocionante,
conmovedor”, no deja de adjetivar Alberto Sonsol por la 890. Donde haya un
uruguayo, seguro hay emoción, continúa más exaltado que muchos que lo escuchan.
Pero contagia. ¡Marchen dos Patricia!, le grita uno de los mozos al que está
detrás de la barra cuando el juez pita y la pelota gira. El mozo aplaude.
¡Vamo’ Uruguay, vamo!, le sale de las entrañas. Eduardo Mateo sonríe desde el
fondo en un inmenso cuadro, pintado a mano, que ocupa media pared. Y las gotas
amagan en caer más fuerte. Lo olores se entremezclan: el aire a lluvia, las
pizzas a punto en el horno y el aceite hirviendo para esas milanesas de carne y
las papas fritas que esperan más de uno. El calor del horno es potente. De a
ratos una brisa corre y el viento, tímidamente, empieza a hacer lo suyo.
El Estadio está repleto,
cuentan los comentaristas y la televisión lo muestra y al boliche le quedan
sólo dos mesas vacías. Los jugadores se acomodan, sortean el arco y rezan para sus adentros para que Dios y la suerte no los abandone. El brasilero se ríe. El
yanqui también. A mí se me eriza la piel y me tomo el primer trago helado de mi Pato.
La adrenalina es contagiosa y la esperanza de ganar crece. Una amiga me avisa
por whatsap que intenta conectar el partido por internet y que en la rambla de
Pocitos ya llueve. En Ciudad Vieja el agua es puro cuento. Levanto la jarra y
brindo sola. Por Uruguay.
El Matador la roba, apenas
empieza y el mozo entra el pizarrón, que recuerda las promociones, porque la
lluvia sigue amagando. Una pareja entra y se acomoda y los platos se entreveran
y el kétchup chorrea esa carne roja que ya fue partida por el yanqui, y al
boliche, ahora, tampoco le entra un alfiler. En apenas unos minutos dos jugadas
instantáneas. No marcamos como debemos, comenta Martín Charquero, y en el fondo
cinco pibes abren las cervezas. Full contra Ronal. Caen unos gringos y el
boliche no da abasto. Y los mozos también.
La doña del barrio que es pura
arruga se levanta, se mueve, mira a un lado y otro y lo saca de quicio al tipo
que está detrás que se muerde la lengua para decirle ‘señora quédese quietita,
el partido ya empezó’. El rubio del fondo, uno de los cinco pibes que fueron en
barra, suspira, menea la cabeza. La arrugada estorba, el mozo va y viene con
las manos hasta las manos y en la cancha Uruguay mete huevo.
El calor es potente y salen
pizzas y fainas y más fritas. Y córner. Pura adrenalina. 12 minutos. Llega el
Seba Coates que la mete de cabeza y ¡Goooll! La garganta de Sonsol explota y la
barra de pibes del fondo también. Esa pelota, esa pelota, me dice el brasilero
que mueve las manos, levanta los brazos y me dice algo que no entiendo porque
Alberto me taladra los oídos, y al veterano de barba blanca le hago que sí con
la cabeza como los locos y la moza se cruza con dos jarras congeladas y dos
Patos más para alguien que acaba de llegar y uno de la barra quiere abrir otra
antes de terminar la primera rubia.
El yanqui registra ese momento
para el recuerdo y El Matador de dientes filosos putea, hace gestos en el medio
de la cancha. La barra del fondo está hipnotizada frente a la pantalla. Uruguay
juega más decidido que Ecuador, opina ahora Charquero. La veterana, pura
arruga, muestra los dientes que le faltan porque algo le causa gracia y señala
el televisor, algo le dice a la morena, también del barrio, que me había dicho
‘saca fotos, saca fotos’. La hinchada del Estadio grita. En la Olímpica,
parece, no entra más nadie. Ecuador no está cómodo ni ha podido hacer el juego
que vino a hacer, dice el comentarista, y Suárez sigue siendo un peligro y le hace
agarrarse la cabeza a medio boliche. Y buen arranque de Coates que sale y se la
pasa a Suárez que va por la izquierda y la doña queda como congelada con la mandíbula abierta a más no poder, el mozo revolea los ojos y quiere
cortarle el tubo al pelotudo que del otro lado pide muzzarella y fainá y
cerveza, calculo, y por favor que el delivery se apure.
El fuego del horno arde contra
la pared y hace transpirar al pizzero que tampoco saca los ojos del televisor. Y que no se quemen las pizzas, por favor. El papel del menú sobre mi mesa vuela por la brisa que otra vez trae
el viento que ahora es más fuerte y nos hace poner el saquito a más de una.
Muslera se defiende con los puños y la bola queda entre sus brazos. Suárez
protesta de nuevo porque los ecuatorianos no lo dejan en paz y el pibe de la
barra del fondo que tiene la camiseta de Peñarol se muerde los labios. El flaco
de al lado putea y el nene de no más de 2 años que le cincha la camiseta al
padre y lo mira desde abajo, llorisquea del susto (o porque nadie le da bola).
Llega Rolan y queda ahí nomás y lo de Suárez es de no creer, dice Sonsol que
lo deja sin palabras y a la barra del fondo largar un !Ahhhh! en coro. Hay
una sensación de que todo lo que hace lo hace perfecto, se mete ahora
Charquero, y el Estadio grita porque le roban la pelota a nuestro goleador que
muerde cuando lo buscan, pero el periodista deportivo refuta que el ecuatoriano
se la sacó bien, que no hubo falta, pero en el bar alguien se acuerda de la
madre que lo parió y hasta la concha de la madre del ecuatoriano. Suárez es un
demonio y el yanqui, que no dejó ni el pan rallado de la milanesa, se ríe y ni
se toca. Le dice algo a su mujer que no llego a entender por el barullo y por Sonsol, pero también, su inglés es imposible para mí castellano.
Pumba, revienta Uruguay. A
Suárez le falta alguien para dialogar en el pase justo, comenta Charquero. Muchos extrañan a Cavani. El
mozo no aguanta más y se clava una muzzarella, la flaca del barrio se muerde
las uñas y la morena tampoco saca los ojos de la pantalla. Torres García
observa con rostro apenado desde otro cuadro más grande que el de Mateo.
Ecuador busca el empate pero con Muslera en el arco para los negros de camiseta
amarilla es como sacarse la lotería. Uruguay sigue dominando y el mozo se
atraviesa medio boliche con dos platos de fritas. ¡Marchen las fritas! El
partido es celeste, Uruguay presiona. Rolan no está preciso ni fino en los
pases y Ecuador, para nuestra suerte, no defiende bien, aunque nosotros tampoco
hemos tenido muchas chances de gol. Amarilla para Fidel Martínez porque le
entra duro al Matador, y ¡vamos pibes que se puede!, gritan del fondo, y el
horno no da abasto y salen más pizzas. Y Paraguay le gana a Perú 1 a 0 en los
43 minutos de Uruguay-Ecuador y un ¡Nooooo! deja casi muerto el bar porque Felipe
Caicedo nos clavó la bola en el arco en el minuto 44. Golazo. Silencio.
La flaca me mira con consuelo,
el brasilero de ojos lindos menea la cabeza y el mozo tiene la puteada en el
alma pero la aguanta. La aguanta solo por un ratito. Es que enseguida, enseguidita,
se convierte en un suspiro y los nervios se aplacan y los gritos renacen y el
niño vuelve a llorar y el yanqui hace la foto de la barra del fondo con los
brazos abiertos y se la muestra a la mujer y la boca con la “o” que se estanca
unos segundos porque todos gritan el segundo que mete Diego Roland que no
estaba siendo preciso. El Estadio aplaude, el boliche también y los jugadores
se van al vestuario y ¡vamo’ uruguay, vamo! que el partido es nuestro y medio
boliche aprovecha a tomar aire y fumar un pucho para calmar los nervios, y yo
le escribo a mi amiga "cómo está esto por Dios".
***
Brasil hace un gol y el segundo
tiempo de Uruguay se pone tenso. A Suárez, otra vez, no lo dejan avanzar. El
juez se calienta pero no saca tarjeta. En la mesa de los yanquis ahora una
pareja uruguaya se clava una napolitana completa en unos platos que no pueden
más. El brasilero y la doña pura arruga se hicieron amigos y, ahora, conversan
en la misma mesa. A mí me entran las ganas del pichi y me queda media rubia, pero
ni en pedo voy al baño porque si me levanto seguro Suárez la mete y me la
pierdo. Mi amiga me escribe de nuevo, dice que La Pasiva de Pocitos está hasta
las manos y se ríe: Sos como los viejos que escuchan la radio mientras mira la
televisión me manda por whatsap, pero ella también se prende de alguna radio
porque ahora no tiene donde verlo. Y la imagen del Maestro Tabárez es un poema, y
full para el Cacha que trancó lo que pudo haber sido gol. Ecuador busca el
empate como sea y presiona más. Uruguay los revienta y el partido está más
parejo y ¡vamo’ uruguay, vamo’ descarga el de Peñarol que no suelta la jarra ni
por jodete y el boliche está paralizado y la muzzarella es puro aceite pero se
deja comer. Ecuador llega más al arco. Muslera no se rinde.
Como está esto por Dios, me
sale ahora de adentro en voz alta para aliviar el grito que no descargo y un
remate del mordedor que se fue por arriba a la izquierda paralizó al boliche
entero. La doña no puede creerlo y se lleva las manos a la cara y yo aprieto las piernas para aguantar el
pichi que ahora se agudiza por el frío que entra y de atrás un veterano golpea
la mesa y me hace saltar con un ¡arriba uruguaaaaaay! Ecuador la lucha y quiere
el empate y la celeste la pelea hasta la muerte y los corazones laten y más de
uno quiere que esto se termine ya. El boliche se llena de pelotudos que pasan,
entran y se paran frente a la tele que seguro recién se percatan del partido.
Se amontonan en la puerta estirando el cuello cuando mi amiga recién tomó el
bondi, y el 15 de Ecuador se liga una amarilla y, ahora, los negros de camiseta amarilla juegan
mejor y meten huevo.
Dale, dale, le grita la doña a
Coates y las arrugas de ese rostro que tiene más historia que el del Maestro, le
resaltan. Mi amiga me avisa que hay otro
corner de Ecuador y me río porque le recuerdo que yo sí tengo una pantalla
enfrente y me manda otro mensaje: “muy poco fútbol esta noche”, escribe y me
hace largar la carcajada y la puta madre que se me escapa el pichi, y le
contesto que se parece a Charquero. Y Brasil metió el segundo y a Argentina lo
está dejando chatito y que cada uno atienda su juego, dice Sonsol, cuando ya
vamos en los casi 30 minutos del segundo tiempo. Los pibes en la cancha dejan
todo, los del boliche se aprietan los dientes y yo las piernas. A mi
botella le queda un cuarto y sigo aguantando el pichi. Suárez la gana, el Mono
Pereira arranca una carrera pero lo frenan, el mozo no lo cree y revolea la
cabeza, la moza va y viene con envases vacíos y más Patricias.
La morena me mira, pendiente más de mis fotos que del partido, la doña y el brasilero están de cháchara y el morenito que ligó una
muzzarella, también me mira de reojo. Algo me va a pedir. Uruguay aguanta,
ahora a duras penas, el 2 a 1 como yo el pichi y vamos que queda menos. Quedan
15. Sólo 15 pero una eternidad. Mi amiga se caga de risa del otro lado y me
insiste en que vaya al baño, pero no porque seguro Suárez la mete y me la
pierdo, le copio el mismo mensaje. Seguro la mete y me la pierdo. Y
atravesar el boliche hasta el fondo sería una odisea. Y Muslera nos salva de
nuevo, y el morenito está chocho con esa muzzarella, pero algo me va a pedir.
Perú le empata a Paraguay y la arrugada y el brasilero siguen dándole a la
lengua y en el Estadio la gente chilla por el full que le hacen, ahora, a
Stuani y en varios puntos del país renacen las puteadas.
Peligro. Escapó, giró, Vecino
la pasó y Suárez que la agarra y no la suelta y en el boliche más de uno se
come las uñas y otro corner para Ecuador y el peligro aumenta. Y a Sosnol no le
da la garganta, la saca el Cacha y el mozo, otra vez, se agarra la cabeza, el
Estadio entero protesta y yo me aguanto el pichi. Uruguay se defiende con esa
garra charrúa y Novoa la pone otra vez en peligro y la puta madre que los parió
y los jugadores se chocan y de nuevo full. Y otra vez las arrugas de la doña que
es como si quisieran salirse de su rostro y los pibes del fondo ya se prenden
del pico de la botella y Mateo sonríe desde el cuadro. Y esto está cada vez más
peleado y los minutos pareciera que no pasan nunca y sigo aguantando el pichi y
la adrenalina del boliche explota y la garganta de Sonsol pide basta.
Y el Mono que ahora la pierde, y la rey de la
mierda se le escapa al veterano y la flaca del barrio se está quedando sin
dedos y mi amiga me escribe que ya le queda menos para llegar. Y al partido le
quedan 4 minutos, más los de descuentos, y el Mono otra vez que la pierde, y
vamos Mono, vamo, grita el veterano y el de la camiseta de Peñarol que se
prende del pico de vuelta y el nene que ya no llora pero pide que alguien le dé
bola, y Uruguay lucha y lucha y patea y marca y los pibes dejan hasta lo que no
tienen en la cancha y los ecuatorianos que la pelean. Godín que la saca y
Muslera se cae y por Dios. El mozo pregunta si hay más fainá, y alguien desde
adentro le responde que sí cuando yo me tomo el último trago, ya caliente, de
mi rubia. El morenito me fija la vista, me pide una coca cola (sabía que algo
me iba a pedir) y quedo paraliza porque el Estadio explota aplaude y el boliche
también. El juez pita por fin. ¡Uruguay nomás!, sueltan en coro los del fondo. La doña y la flaca festejan de brazos levantados y se abrazan, la morena busca mi mirada y mi cámara, el
brasilero sonríe. Uruguay llegó a los 23 puntos, mi amiga por fin a su casa y
Eduardo Mateo sigue sonriendo. Y yo corro, ahora sí, a soltar el pichi. ¡Uruguay
nomá!
Boliche en Ciudad Vieja, ayer, durante el partido de Uruguay-Ecuador. Montevideo, 2016. |
miércoles, 9 de noviembre de 2016
Diseño de interiores
“Necesito
renovar mi interior
dibujarse
es vivir, el presente es un proyecto anterior
se
agoto por aquí, necesito desarmar el taller
aprenderse
es vivir, raspar el empapelado de ayer
no
dejarse dormir…
Necesito
refrescar el renglón, remojarse es vivir
darme
fe, tener determinación, detenerse es morir…”.
Fernando
Cabrera
Los dedos de sus manos son
largos y finos. Su piel es suave. Suave como las lanas que mira, analiza, toca,
selecciona, elige y se le enredan entre los dedos cuando la terminan de
convencer y se convierten en una muestra. Ésa que primero fue apenas una idea y
después se le metió entre ceja y ceja y, finalmente, concretó en un modelo. Un
mantel, una manta, un centro de mesa, un amplio chal que cubre la espalda de
cualquier mujer, una alfombra, un individual para que el plato caliente no
toque la madera de la mesa, un cubre cama, un sweater, una bufanda… Y la lista
sigue. Es larga. Es que Estefanía –Piru para la familia y los más
queridos– es muy inquieta. No para
nunca. Su cabeza no para.
Economía, diseño, comunicación…
Como muchas pibas cuando llegan a 5to. de bachillerato, no sabía para dónde
agarrar. Los números siempre le atraparon. Los heredó de sangre: una hermana
economista, una tía contadora. Pero la creatividad le nace de adentro, la lleva
en el alma. Y contra eso no se puede. Si de algo le sirvió cursar un par de
años la Facultad de Economía, fue para descubrir que ése no era su camino. Piru
crea, inventa, sueña. Sueña mucho.
Tengo la confianza para
llamarla por ese sobrenombre que se fue achicando (primero fue Pirulita) con el
que la bautizó Pepi, su abuelo materno –mi tío– cuando ni siquiera daba sus
primeros pasos. Fui casi testigo de sus primeras palabras. La vi crecer, pasar
de la infancia a la adolescencia. La vi transformarse en una mujer. Una mujer
que ahora, dice con su sonrisa espontánea, está en busca de su propio camino,
reencontrándose consigo. Diseñando su interior. Y en esos sueños la inspiran
todo lo que ve, que no es poca cosa, y se palpitan más, acierta. Pero no fue
fácil tomar la decisión, piensa en voz alta, arriesgarse, dejar de lado cuánto
miedo aparece cuando la cuerda cincha fuerte para el lado de la meta tan anhelada,
tan soñada y a la vez temida, de la independencia que no se ata a un salario
nominal que paga un patrón o dueño de cualquier empresa, a marcar una tarjeta en un reloj con su nombre o el número de empleado que le toque o sencillamente
dejar la huella de su pulgar, y se sujeta a órdenes que gusten o no deben
cumplirse agachando la cabeza.
– Me daba miedo porque no tengo
mano fácil para el dibujo ni tampoco hice bachillerato artístico– vuelve a
soltar con la misma sonrisa espontánea pero ahora sutil, entre las palabras que
quiero sacarle, y cuesta. Los cachetes se le ponen colorados como el tomate que
acaba de comer. Pero a la hora de imaginarse en qué se veía, en su futuro, eso
pasaba a un segundo plano. La práctica lo arreglaría. Entonces llegó el día en
que no titubeó porque ya no existían dudas. La prueba de ingreso en el Centro
de Diseño Industrial –ahora Escuela Universitaria Centro de Diseño– le llevó un
mes. 30 días que le fascinaron y en los que se terminó de convencer.
Cuatro años más tarde, una
noche de otoño un tanto fría, le aplastaron decenas de huevos en su pelo lacio
y castaño oscuro y harina y yerba y polenta y engrudos que olían
feo. A podrido. Ese día, para ella inolvidable –el 13 de mayo de 2014– no tanto
por los huevos y la harina y la yerba y la polenta y los engrudos, Piru se
recibía de Diseñadora Industrial. Y era como de no creer. La nena, la más chica
de la familia que dudaba entre los números y las letras y el arte, creció e iba
abriendo su camino con el telar. Un telar transportable, chico, plegable y en
madera fue el producto que eligió para la tesis que le llevó días, semanas,
meses, por ese tozudo y empecinado interés por una de las materias primas de excelencia que tiene Uruguay.
Junto a su amiga Sofía (con
quien realizó la tesis), emprendieron una investigación de la lana, los
distintos productos para su uso y las técnicas tradicionales, que las fue llevando al desarrollo de un telar que en
nuestro país se ven pocos, asegura, y tiene un máximo de tejido de 30 cm de
tafetán [un tipo de elaboración para trabajar el tejido, fuerte y resistente]. La lana es un material noble,
ecológico, sustentable, biodegradable, “calentito” y de larga duración. Razones
suficientes para que se inclinaran por ahí. En el medio de la investigación
observaron que el 90% de la lana en nuestro país se usa para exportación y sólo
un 10% para uso local. Entonces, argumenta Piru mientras mis ojos intentan
seguir los movimientos de sus dedos largos y finos en el aire, “tenemos un
material de excelencia y no lo explotamos”. Y encima “vivimos en una sociedad en que todo se consume y se tira”. Sus ojos color miel se agrandan como para refutar su argumento. Todo se consume y
se tira, repite casi indignada. La lana,
en cambio, se puede reciclar, los tejidos se pueden desarmar y volver a hacer,
valora y convence a cualquiera que la escuche.
Con los pies puestos en la
tierra, la tesis salvada, miles de ideas en la cabeza y el producto entre
manos, a Piru le faltaba sólo concretar los diseños y darle forma a su
proyecto. Un proyecto al que, además, había que encontrarle un nombre,
identificarlo con una imagen, una marca, que no sólo la identificara a ella,
sino que reflejara las propiedades del producto. Y buscó y buscó. Armó una
lista en la que se desplegaron cientos de nombres de plantas, países, y cuánto
se le ocurrió. Los combinó, los consultó, pidió opiniones. Es que Piru es de
esas pibas que no se conforma con lo primero que sale. Es perfeccionista y
estricta para consigo. Algo positivo para algunas cosas, reconoce, pero
para otras, quizás, le hace perder tiempo en los procesos y la elaboración
para llegar a un resultado final, piensa en voz alta con los ojos calvados en
la mesa, primero, en algún punto del aire después. Y fue como armar un puzzle de
1200 piezas. Las letras quedaron unidas y la palabra le sonó. Y le copó.
Jardana. “Todos simpatizaron con el nombre, y yo también”. Se ríe. La sonrisa
de Piru es más grande que su rostro. Y Jardana eso que tanto soñó.
Pero la cosa no terminó ahí.
Tenía que encontrar una tipografía y un símbolo que visualmente “pegara”, que
se viera. Compró telas de todos los tamaños y colores y agujas y experimentó un
montón de cosas para saber por dónde quería ir. Y piró.
– En esa búsqueda mamá y papá
me trajeron unos sellos de madera de la India para estampar telas. Y era como
darle una estampa. Y empecé a buscar tipografías más artesanales. Quería que el
nombre se viera claramente.
Entonces el sello quedó bien
artesanal como los propios productos que ella diseña en ese proceso que fue
puramente personal. Eso es Jardana: una transición en el que Piru se planteó
poder desarrollar su pasión. Sacar a la luz lo que lleva adentro, lo que es. Y
ahora lo mira, le cae la ficha, y piensa en todas las situaciones y desafíos
que atravesó –desde bajar a tierra las ideas, diseñarlas, conseguir el material,
contactarse con gente, trasladarse a cientos de lugares, conocer– para llegar a
los resultados que están a la vista. Y le llena el alma. Y los ojos le brillan
cuando lo dice: “Lo que más me llena es ver lo que se logra, ver el producto
terminado, y sobre todo, el proceso que lleva hacer ese producto”.
Piru hace enfásis en ese punto,
en ese viaje en el que no estuvo ni está sola. Es que las mantas, los manteles,
los centros de mesa, los ponchos, tienen miles de historias, tienen tensiones.
Historias y tensiones de 10 mujeres artesanas, maragatas y floridenses, que
tejen casi como respiran, que aceptaron su emprendimiento, le siguieron la cabeza y se colgaron casi o, incluso, más
que ella después que Piru googleó y googleó, levantó el tubo de línea, apoyó
el índice derecho en los números de la pantalla táctil de su Samsung para hablar con alguien
de un Municipio en algún departamento, incluso al Correo y preguntaba si
conocían a alguien que tejiera, y en esas se colgaba charlando y le decían
‘mira no conozco a nadie, pero sé que fulanita sí’, entonces le pasaban un
número y otro y otro. Y eso también le fascinó. El trato con la gente del
interior, la amabilidad que los caracteriza, dice. Y así fue dando con un
montón de tejedoras, por las que también tuvo que optar –otro desafío, dice– y con las que hizo una
especie de gran ovillo para emprender cuanto producto tenía en mente.
Piru se detiene de nuevo en ese
detalle de que en este viaje, en el que al principio se sintió como
en el medio de una nube, no está sola. Y ahí la detengo para que especifique cómo es eso de sentirse en el medio de una nube.
– Es que yo salí sin nada.
Tenía que buscar fábricas que acá en Uruguay es muy complicado porque con la
crisis de 2002 cerraron pila y, además, conseguir un buen precio, la confianza
que depositas en las tejedoras. Es un proceso un poco riesgoso, en el que tuve
varias reuniones para que ellas me mostraran sus productos, cuánto tiempo les llevaba trabajarlo y contaran sus
experiencias como tejedoras.
No es moco de pavo. Había que
coordinar intereses, inquietudes de ambos lados, costumbres de trabajar un
material y con ciertas herramientas. Y en ese trabajo Piru se encontró con una
calidez en el trato que por eso se detiene en detallarlo. Y lo repite. Como un
punto de lana que ella misma empieza y las demás la siguen. Ella propone, pero
“ellas son las que las tejen”, recalca. Entonces “es ver juntas las técnicas,
ver juntas si conviene hacer una cosa u otra”. Y es eso lo que a Piru la
enriquece “pila”. Piru se empecina en dejar claro que
más allá de que Jardana es un reflejo de lo que ella es, es el proceso del
trabajo de todas las que se embarcaron en ese emprendimiento, es el reflejo de
la personalidad de las manos de esas mujeres que están detrás, meta aguja y
lana.
En ese proceso, como en todos,
surgen las imperfecciones, los desafíos que llevan a miles de aprendizajes en
donde “hay momentos que se teje con una tensión, después con otra, que es
propio del estado de un persona, y a veces
de repente estás tejiendo y te queda mal un punto”. “Es entender que eso
es parte de ese producto, de su proceso de elaboración”, sigue. Y si la manta,
por ejemplo, “quedó como ‘trancada’ y no está bien terminada se desarma, porque
ese punto mal hecho es parte del proceso de elaboración y es parte de cómo somos nosotros”. A eso se
refiere Piru cuando habla de la perfección y la imperfección, “de asumir que
cada ser humano tiene sus defectos”. Y ese trabajo, para nada rutinario y entre
lana y lana, Piru y las tejedoras prueban todo el tiempo. Discuten, opinan,
intercambian ideas. Porque si bien ella es la que diseña, también suplica,
exige que ellas le tiren ideas. Piru no se queda
quieta, le gusta aprender todo el tiempo, especialmente de quienes llevan años
en un viaje que ella viene soñando hace tiempo. Las tejedoras son quienes hacen
el trabajo, dice Piru de nuevo. Esas mujeres a las que no les
conozco el rostro pero sí su trabajo. Y me quedan rondando en la cabeza. Esa es
otra historia.
Jardana:
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lunes, 7 de noviembre de 2016
viernes, 4 de noviembre de 2016
Aquello que él no pensaba que fuera a ocurrir
Un disparate. Así consideró
Leonardo Padura, el reconocimiento que lo declaró como Ciudadano Ilustre. “Jamás
pensé que iba a estar sentado acá y mucho menos que iba a recibir semejante
reconocimiento”, confesó. “Uno no escribe para ganar estos premios, sino para
ser mejor escritor, pero quiero que sepan que éste es uno de los premios más
importantes que he recibido y recibiré”.
Agradeció a las autoridades, ya
todos los presentes, pero principalmente a quienes lo pararon en el hall del
edificio, a la entrada, para hacerle saber que eran sus lectores. Es que sin
ellos “esto no sería posible”. Tampoco pensó que se iba a quedar casi trancado
en el ascensor de la Intendencia, rodeado de siete mujeres, dos de ellas con
llos libros de él en mano, al subir al segundo piso del palacio, a la Sala de
los Acuerdos, donde el intendente Daniel Martínez le entregó la medalla, previo
a firmar autógrafos en decenas de sus libros que han sido traducido a 22
idiomas: Adiós, Hemingway, Aquello estaba deseando ocurrir, La cola de la
serpiente, Pasado perfecto.
Aterrizó en Montevideo, esta
ciudad que tanto se asemeja a Cuba, dijo, donde anoche [por el miércoles], en
un boliche, los uruguayos se preguntaban por qué en la televisión había un
partido de beisbol y no de fútbol. Es que Leonardo lo había pedido. El escritor
cubano, que nació en 1955 en Mantilla, un barrio periférico de Cuba, recalcó, dará
una charla hoy en la Biblioteca Nacional. Leer a Padura es pasear por las
calles de ese país latinoamericano tan conquistador, algo que cualquier lector
puede imaginarse de antemano, pero para él nada de aquello había pensado que
iba a ocurrir.
Leonardo Padura, ayer, en la
Intendencia de Montevideo.
jueves, 3 de noviembre de 2016
Por todos nuestros muertos
“…Ahora la veo y pienso
que no hay nada que
salvar,
no hay nada, no hay nada…”
Eduardo Darnauchans
El silencio sería perturbador
si no fuera por el viento que no da tregua y el canto de los pájaros. Está
gris. Bien gris. Un gato negro de ojos verdes y grandes, descansa en el sillón
de entrada y observa atentamente a todo el que entra y atraviesa la puerta del
Cementerio Central donde descansan los muertos. China, la de la televisión y el
teatro, Mario, el que nos dejó poemas, cuentos y novelas, Jorge, el que murió
hace apenas unos días y resultó, según unos pocos, uno de los mejores
presidentes que tuvo el país, el Coronel, el agente, los alumnos, Fernando,
Pilar, José, Javier, Arsenio, Beatriz, Casimiro, Mirta, Merceditas y millones
de nombres, estampados en las tumbas, conocidos sólo para sus familias. Y miles
de familias que también tienen sus tumbas: Tort, De Márquez, Sánchez y Sánches,
García, Dolores. Dolores. Todos esos muertos. Miles de muertos. Millones de
muertos.
Algunas
flores reviven en este Día de los Difuntos. Los muertos también tienen su día,
aunque no se enteren. O sí, porque antes de morirnos, todos sabemos que el 2 de
noviembre, seguro, alguien nos llevará flores. O no. Porque son muchos los que no
pisan un cementerio ni por jodete. Para qué revivir esa muerte, ese dolor, esa
ausencia, aquel velorio, aquella sepultura y tanto llanto y abrazo de consuelo.
La muerte lisa y llana. Y en eso pienso cuando me cruzo con un gato amarillo
que husmea y mea entre las tumbas y me topo contra la de Benedetti que en su homenaje dice que hay “defender la
alegría como una trinchera, defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria
y los miserables, de las ausencias transitorias y las definitivas…”, y los
visitantes son pocos, poquísimos, en ese inmenso terreno lleno de cruces,
cipreses, panteones de todo tipo, color y forma, placas, ángeles, Jesucristos,
macetas de mármol, palomas y gatos, rosas y claveles de todos los colores, flores
artificiales, muertas como sus muertos, flores naturales que simbolizan la vida
pero el tiempo las marchita y las deja casi muertas como sus muertos. Tela
arañas que dan cuenta del tiempo en que en esos huesos están deshuesados,
desintegrados, sin vida hace quién sabe cuántos años. Los años que ayudan a
quienes quedan en vida, a olvidar –aunque sea un poco– el dolor de esa
ausencia, de ese muerto al que se le rinde homenaje cuando viene a la memoria y
el recuerdo revive. Y miles de tumbas que hacen diferencia de clases entre los
muertos. “…Los Epson, los Moore o los Hughes pueden tener las tumbas más
costosas o estar enterrados en un pedazo modesto de tierra, lo mismo para los
Rodríguez, los Pérez o los Fernández. Eso habla de buen acierto social post mortem: en este país ha importado
el apellido, es claro, pero finalmente será la plata la que te dará la mejor
tumba… y eso nos recuerda que la muerte
también es un negocio: “Administración, información, ventas”, decía Apegé*. La
muerte es un negocio. Un negocio. Y que importa la tumba si el muerto está
muerto. Qué importa. Que importa la flor si el muerto no la ve, no la toca, no
la siente, no la olfatea. Que importa. Al salir me cruzo con una placa: Familia
Paz. Las flores rojas reviven esa tumba como el canto de los pájaros. Lo único
vivo allí. Y esas tumbas que por más mármol que contengan en algún momento nos
esperan. A todos, aunque no se esté preparado para ello. Nadie se salva de esa.
Nadie. Y es que “después de todo, la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida”,
escribió Mario en algún momento. Y todos nos quedamos con esas almas que ya no
están. O están en el cielo, en algún lugar. O en otra alma, que ya no se puede salvar.
Cementerio Central, ayer, en el Día de los Difuntos. Montevideo, 2016. |
Cementerio Central, ayer, en el Día de los Difuntos. Montevideo, 2016. |
miércoles, 2 de noviembre de 2016
Contra los brujos que tienen el poder
Las vitrinas de muchos
comercios lucían calaveras y arañas y máscaras, y las bolsas con caramelos para
regalarle a los niños que salen con sus calabazas, ya estaban prontas. Era Halloween,
la ahora, popular fiesta yanqui, que muchos uruguayos adoptaron y en la que los
supermercados facturan como locos, mientras miles de empleados cobran un poco
más de lo que sale alquilar un monoambiente o con suerte un apartamento con un
dormitorio, que al sumarle los servicios básicos que cualquier persona necesita
para vivir: luz, agua, teléfono, transporte, nos pasamos de la raya y esos
salarios ya quedan cortos, cortísimos y ahorcan hasta quien no tiene ni siquiera un hijo. Y eso siempre
fue así. Desde hace años los empleados de supermercados, integrantes de FUECYS
[Federación Uruguaya de Empleados de Comercio y Servicios], vienen luchando
contra sueldos miserables. El lunes, bajo la consigna “No queremos golosinas,
queremos salarios dignos”, se manifestaron decenas, cientos de empleados frente
a la Dirección Nacional de Trabajo, y en grandes centros comerciales, los
shopping, que tienen una (o más, en algunos casos) gran cadena de
supermercados. Los clientes que paseaban por Montevideo Shopping el lunes, se
toparon con una situación atípica: en la puerta de acceso a Tienda Inglesa,
decenas de empleados hicieron su propio ruido para no seguir cagándose de
hambre mientras los dueños y jefes con autoridad sigan haciendo millonarios.
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