viernes, 30 de diciembre de 2016

Martes, otro

Cuenta. Le sobra un dedo de una mano para caer en la cuenta que en apenas unos días entra un nuevo año. Se va, se fue. Suspira. Y usa tres dedos más para seguir cayendo en la cuenta, ahora, de que hace ocho de la desaparición de ese ser que tantas huellas le dejó. Ese rostro, esa imagen y otras tantas se le vienen encima pero no, prefiere evitarlas, pensar en otra cosa. Entonces sus ojos se detienen en la morocha de capelina que seguro se le quedó el auto, la flaca que va al gimnasio con una colchoneta envuelta en velcros y unas calzas y un top que no dan aire a su cuerpo y el contador, escribano u oficinista de camisa desaliñada y la corbata en el bolsillo abultado, la milica que habla por un celular pasadísimo de moda, el hippie que intenta vencer el sueño, el guarda que pide a gritos una botella de agua y una cama y un buen baño, algo, aunque sea algo que lo saque de ese estado en el que ni él mismo se aguanta, la de rulos que a simple vista no se sabe si es una mina o no, y le sede el asiento a esa futura madre tan joven y tan bella y primeriza, al parecer, que acaba de subir, esperemos que a no romper bolsa, se le cruza, seguro, por la cabeza a la veterana de su derecha que abre hasta más no poder sus bochones, saltones como sapo, cuando ve esa panza a punto de explotar. Y son varios los que suspiran. Los 28, 29 o 30 grados hacen resoplar a cualquiera y a unos cuantos les pega la ropa al cuerpo. Pero contra las ventanillas del 121, la brisa que trae el viento deja respirar, y le vuela los pocos pelos al rubio que va de pie, prendido del barrote y con una agenda de cuero debajo del brazo izquierdo. Esa agenda que debe tener, a esta altura, apenas unos días sin tachar.

Orlando Pettinatti suena en los parlantes. Otra vez, maldice, y los auriculares –para evitar el chusmerío barato al que miles de pelotudos se prenden por tardes enteras–no los encuentra. Un bolsillo, dos, tres, el espacio mayor de la mochila, nada y la puta madre. Envidia al canoso pero joven que tiene unos blancos tapándole los oídos, y lee un libro y ni se entera que Orlando llamó a la fulana para deschabar el engañó del mengano del que todo el mundo ahora sabe porque ya no hay nada privado y todo necesita ser mostrado y conquistado por la mayor cantidad de deditos levantados. Y el flaco que va a su lado, tambaleándose en el asiento del medio y al centro, lee otro libro, de esos que con apretar un botón alcanza para ver una página de esas que se pasan con el índice por la pantalla y no largan olor a tinta y pesa menos que una pluma. Ese flaco que seguro jamás escuchó música en un casette, en un walkman ni supo sacar fotos en una cámara de rollo, y cuánta revolución piensa ella cuando cae en la cuenta, que no hace tanto se armaban álbumes familiares con la foto impresa, y uno salía avisando que volvía en una hora o a la noche porque una vez que pasaba la puerta de su casa ya no había teléfono a mano. Y cuántos cambios sociales y culturales y aquellas costumbres en que el mercado mandaba menos. Ahora uno puede ahorrarse colas y colas y malestares y hasta la dejadez del empleado público, en algunos casos, porque sentaditos desde casa pagamos las facturas, como la de antel que espera a ser paga, o no (lo mismo da) y sobresale de esa agenda, la del rubio de pocos pelos que ahora cierra los ojos y asoma la nariz a la ventana como para que no se le escape esa brisa. Esa brisa. Esa agenda que, a esta altura, tiene más tachones que días libres, piensa de nuevo, y tal vez, a lo mejor, quién sabe, serán arrojados al viento por una ventanal de oficina o consultorio en la mañana o al mediodía o pasado el mediodía (lo mismo da), del último día del año, con una sonrisa ancha, anchísima, y el placer de que ya se fue el año, otro, y esa noche es noche de copas y brindis y chupe y cuetes y fuegos artificiales y el comienzo por qué no de las vacaciones. 

Otro año. Qué año, piensa ella. Se va, se fue. Suspira. Y son varios los que suspiran. El que habla por el ihpone, el que manda un mensaje, la que contesta el whatsap o el messenjer o el correo electrónico, el que mira un partido de fútbol del Barcelona o el Manschesteer o vaya a saber qué, y que importa (lo mismo da), pero mirá si antes ibas a viajar en un bondi y mirar un partido en una pequeña pantalla de un mini aparato, se dice y sus ojos se desvían por la brisa, otra vez la brisa que, esta vez, le sopló la oreja y la hizo mirar hacia afuera y ver al pobre tipo de la calle entre medio de cartones durmiendo con Bob Marley, y otra vez esa imagen que hace sentir pobre a cualquiera que tenga alma, maldice, y media cuadra más adelante, los pies colgando y medio cuerpo de otro tipo dentro de un contenedor, intentando rescatar algo, aunque sea algo para engañar ese vacío estomacal inmenso pero ya acostumbrado como el de su vida. Esa pobre –pobrísima–  y tan triste vida. Otra vez, otra vez esa imagen, aprieta los dientes, cuando ni siquiera recorrió la mitad del camino, la de ciento de mujeres y niños y ancianos sin techo y pura calle que, sin embargo, no le quita el sueño a otros tantos miles. No como ese sueño con el que intenta vencer el hippie de unos veintipoco que otra vez se tambalea y se agarra del fierro y de la cabeza que lleva un pañuelo que le cubre los rulos largos, y saca del bolsillo una caja de puchos que simulan ser Marlboro y sin embargo son Cerrito, y se pone uno en los labios para pitar ni bien ponga el pie en el asfalto porque no se aguanta, y con esos lentes oscuros y ese rostro de corte fino y esa piel que le falta sol, lo mira bien ahora, le trae la imagen de Fito por aquellos años en que el amor después del amor sonaba cinco, seis, siete, diez veces por día en las FM y “tal vez, se parezca a este rayo de sol”, canta para adentro y se le eriza la piel, otra vez entre medio de la brisa –¡la brisa!– que viene desde afuera, por ese día, el de hace pocos, cae en la cuenta, en que Fito disparó miles de aplausos y risas y emociones, solo, al piano, y ella estaba allí, y qué momento, y qué año, suspira, y cuántos recuerdos piensa y  tararea “y ahora que busqué y ahora que encontré el perfume que lleva al dolor”, en el instante en que el hippie se desprende del asiento y tambalea ahora porque el bondi pego la vuelta y lo agarró con las manos en el aire mientras en la vereda son varios los que buscan una sombra a la espera de otro bondi, y en la esquina otros tantos de detienen al antojo del semáforo justo cuando ella se percata  que esa mujer de espalda ancha y blusa blanca sentada en el medio del bondi es quien parece ser, la que le aguantó la cabeza más de una vez este año, y otro año se va, se fue, suspira,  entonces se le acerca, la sorprende y se la lleva al asiento del fondo porque hay uno vacío al lado de ella y porque esa brisa, esa brisa. 

Y que cómo estás, sueltan ambas y ríen y se dan un beso, y dónde subiste pregunta ella, es que no te vi cuando subiste hace soltar la risotada de su amiga, y qué adónde vas, y la alarma de un auto suena y las hace mirar hacia afuera y molesta, ya no como Pettinati que sigue saliendo de los parlantes del chofer, porque ya ni lo siente, y ellas repasan cómo estuvo la Navidad, entre sonrisas, la de ella apenas una mueca porque hubiera querido otra cosa, pero sí estuvo bárbaro, alucinante, y cómo será el año nuevo y que a dónde vas y con quién lo pasas, y otro año, otro año que se va, se fue, piensa ella de nuevo pera esta vez no suspira. Y le cuenta que se va a encontrar con sus parientas en uno de esos clásicos boliches de Pocitos que tienen mesas afuera y la bandera de Uruguay aún cuelgan de una pared –porque desde que quedamos cuartos en el mundial de Sudáfrica somos más uruguayos que nunca–, en ese boliche que le trae recuerdos y en que la cosa, piensa ahora, ya andaba mal, allí donde las pizzas y fainas salen de a dos pero se pagan de a una y los mozos no dan abasto cuando los de la otra punta de la ciudad suben de las playas de estos chetos. Y que hace meses están por juntarse y que los horarios de una y de la otra y qué mejor excusa que la de despedir el año, y levantar ese vaso o esa jarra de cerveza para brindar por los buenos momentos, porque también hubo de los buenos y muy buenos, y que por fin se va este año en que todo se le ha movido y le ha dejado huellas, más huellas, y le sigue dejando, piensa cuando la amiga ya llegó a su destino, y que pases lindo pero nos vemos mañana, caen en la cuenta, porque al otro día es la otra despedida, y en estos días todos se despiden como si no fuera a existir más nada. Y todo es despedido. Y que se vaya de una buena vez este martes, el último del año, y este año. Este año y para siempre.  

Av. 18 de Julio, frente a la Intendencia de Montevideo. Diciembre, 2016.

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miércoles, 28 de diciembre de 2016

El Amor

"Nunca amamos a nadie: 
amamos, sólo, la idea que tenemos de alguien. 
Lo que amamos es un concepto nuestro,
 es decir, a nosotros mismos".
Fernando Pessoa


Rambla de Montevideo. Octubre, 2016. 

domingo, 25 de diciembre de 2016

Qué cosa, la vida

"Qué gran cosa la vida
qué gran cosa que don
qué carga qué viaje
de arena gruesa 
qué roca de Sisifó
por emplear alguna
aunque mal acentuada
-la métrica la métrica-
metáfora elegante".

Idea Vilariño

Minas, Lavalleja. Abril, 2015. 

viernes, 23 de diciembre de 2016

El mar

“Imágenes de imágenes
luz filtrada y silencio”.

Circe Maia

Playa Ramírez, Montevideo. Setiembre, 2016. 

Las olas rompen en la orilla. Apenas. O no. Depende la playa –algunas son bravas, otras más calmas– o más bien los antojos del viento que mueven el agua. La brisa. La brisa suave que revolotea el aroma. El del mar. A veces más intenso, otras no tanto. Depende la playa, o más bien los antojos del viento. Si está del sur o del norte, del este o el oeste. Como sea, frente al mar, y casi a los pies de la orilla, allí uno se estanca, cierra los ojos, aprieta los puños, respira, una, dos, tres veces, y profundo, y se va. Se va al más allá, a ese interior con el que pocas veces se encuentra. Aprieta los ojos, siente. La brisa, el mar. Su olor. Ese olor. Los antojos del viento. Las olas que rompen  en la orilla. A veces con fuerza, otra no tanto. Y el canto de los pájaros. Los pájaros. A veces gaviotas, a veces teros. Depende la playa, depende el balneario, depende el hábitat de quienes gozan de tanta libertad  y vuelan. Vuelan. Alto. A veces, no tanto. A veces ahí no más. Y uno cierra los ojos, afloja el cuerpo, ya no aprieta los puños, se siente en el aire. Respira. Una, dos, tres veces. Y se deja llevar. Por esos aires, esa brisa. Y cuando abre los ojos, le rompe la vista la inmensidad del mar. El mar. Y esa luz. La del sol que se va poniendo, también a su antojo, más allá, a lo lejos, en el horizonte. A veces con más amarillos que naranjos, otras con más rojos. Y uno respira profundo, otra vez, y siente. La brisa, las olas romper en la orilla, el olor del mar. Su olor. Y uno tiene la suerte y el privilegio de estar allí. Frente al mar. El mar. Y quedarse con esa imagen. La del mar. El mar.

domingo, 18 de diciembre de 2016

de Postales Orientales

“Salir a perderse no es malo
vivir buscando es mejor.
Golondrina que bebe rocíos
despierta motivos de un rayo de sol.
Lentejuela que rompe las nubes
abierta de luces, el sueño de Dios…”


Ricardo Gigena


Parada 1, playa Mansa. Punta del Este, Maldonado. Mayo, 2016.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Solo, al piano

“Nada del mundo real
nada del mundo real
desaparecerá, desaparecerá...
nada en el mundo es real
nada en el mundo es real
…y es así
pasa la vida
solo la vida
única vida...
es nuestra vida
nada del mundo real”.


Así arranco, despacito, casi como susurrando, de pie con los dedos clavados, no en las teclas del piano, sino en las cuerdas. Y desde ese disco en el que homenajeó a Alberto Olmedo, Circo Beat, siguió para atrás en el tiempo con Cable a tierra, Carabelas nada, 11 y 6… Y le cantó a Cuba con una de Silvio y otra de Milanes, y galardoneó a Bob Dylan y su premio Nobel, y volvió a su repertorio con algunos de esos clásicos que sí o sí deben estar en un concierto: Un vestido y un amor, Mariposa technicolor. Y agradeció a la vida, que le ha dado tanto, recordando a Mercedes Sosa, y mencionó aquellos años tan difíciles en que cualquiera iba en cana, entonces, los acordes de Los Dinosaurios de Charly, su gran amigo, sonaron y muchos cuerpos se erizaron y el Sodre casi explota cuando, también, hizo apagar todas las luces y hacer al público prender las de los miles de celulares. Y fue imposible evitar esa emoción que deja hace correr un lagrimón por la mejilla y poner la piel de gallina por ese momento y por el recuerdo de los 90' cuando Fito sonaba en las radios después de vender millones de El Amor después del amor. Saludó y pegó la vuelta. Se fue. Pero sabiendo que volvería. Ya con otro saco. A rayas. Y la rompió con Dar es dar. Pero, increíblemente, habían pasado dos horas, en las que además de cantar y hacer partícipe a los miles de espectadores entre aplausos y letras, agradeció a esta ciudad que es como la suya, su casa. Y su gran repertorio quedó corto. Cortísimo. Y se fue diciendo: “Qué lindo es irse así, cantando como un susurro, casi en secreto”. Y las teclas largaron apenas unos acordes de Y dale alegría a mí corazón, porque la canción la cantamos todos, con Fito dirigiendo de pie desde el borde del escenario, de espaldas a su piano. Y otra vez más de una  piel, seguro, se puso como la de una gallina. 




“Y dale alegría, alegría a mi corazón
Es lo único que te pido al menos hoy
Y dale alegría, alegría a mi corazón
Afuera se irán la pena y el dolor”.


Fotos: Fito Páez, el miércoles, en el Sodre. Montevideo, 2016.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Una risa, un tesoro

Me despierto pensando en ella. En su sonrisa casi silenciosa y contagiosa, en las lágrimas que no puede contener de la tentación cuando en esos encuentros, los nuestros, los del trío –porque somos tres– ni siquiera alcanzan palabras para saber lo que a la otra se le cruza por la cabeza, lo que  piensa. Basta una mirada, esa mirada cómplice, para largar la carcajada que sale casi de la nada por ese chiste, de repente, tan boludo que nos tiene minutos, minutos y minutos, y hasta increíblemente casi una hora, a veces, con los abdominales duros y las cosquillas en la panza de la tentación incontenible porque esa pelotudez disparó otra y otra y otra y otra y, entonces, los recuerdos de aquel otro chiste, más pelotudo aún, se hilvana con este y las miradas se cruzan y las sonrisas se apoderan de los cuerpos al punto que alguna ya se olvida del chiste y se tienta por la forma de reírse de la otra, de ella, que no emite sonido alguno pero le hace soltar cientos de lágrimas y sostenerse la panza mientras la otra levanta la pierna y el pie derecho para darle un golpecito al piso porque ya no da más, y no aguanta la risa, esa que a la otra, a mí, o a las otras –a esa altura ya no damos más– nos hace agarrarnos la cabeza o llevarnos una mano a la frente y taparnos los ojos mientras la risa sigue y sigue y sigue. Y en cada encuentro, el de las tres, son infaltables esas risotadas que duran hasta que las panzas piden basta por favor. Y ella empieza. Ella es la que casi siempre empieza con esa sonrisa tan contagiosa como la de un perro pulgoso que se afloja cuando las lágrimas se secan. Y es que ella es así. Espontánea, sencilla, sensible y fuerte a la vez, militante, justiciera y luchadora.  Una Mujer –con mayúscula– con una energía poderosa que es capaz de dar hasta lo que no tiene por quien se le cruce en el viaje de la vida. Una AMIGA tan incondicional como increíble, tan de fierro como cómplice. Tan cómplice como escucha. Tan culpable –por suerte– de que este trío se formara y reviviera después de idas y venidas y mudanzas y distancias que no hicieron más que demostrarnos que los kilómetros no son impedimento para estar en las buenas, buenísimas y, más aún y especialmente en esas malas en que la vida nos pone a prueba, nos golpea y nos sacude para levantarnos nuevamente, entre mates, cerveceadas y risotadas. Esas risotadas que tanto nos despojan, al menos por un rato, de lo cotidiano, de las ocho horas diarias de laburo que a ellas en particular las deja desquiciadas por esas realidades imposibles de cambiar con las que su porfesión las enfrenta. Y entonces la pienso y la recuerdo tan flaquita y de apenas más que un metro y medio, como yo, con esos ojos a veces color miel, tan observadores con el mundo que los rodean, sentada en el penúltimo banco contra la pared en un salón en donde éramos más de 40 y un profesor enfrente y, años después a ambas, porque ahí empieza, medio sin querer queriendo, el trío, pedaleando de una punta de la ciudad a la otra, juntas, para aterrizar en los barrios periféricos y hacer las prácticas universitarias que las hacen ser quienes son más allá de sus padres y sus infancias y tanta historia, y los porrazos que el destino se emperra en ponernos dos por tres, porque de eso se trata dice ella cada tanto, para seguir adelante de brazos abiertos y la frente en alto y celebrar por esos 25 que tira en broma y que ya hace un buen rato pasó. Ella no es una hermana de sangre, por suerte, pienso, porque seguro si lo fuera no seríamos tan como gemelas, o sí. Al verla uno siente que se le llena el alma. Que ya está, que la vida no puede dar más porque no hay mejor tesoro que su amistad. Y con ella el trío. Y las risotadas. Y a quien le debo tanto. Tanto.

Sil. Agosto, 2016. 


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martes, 13 de diciembre de 2016

Ese gesto, y la luna

Miró esos ojos que la veían del otro lado del lente. O la observaban a través de la pantalla de un celular. Seguramente un celular. La brisa corría fuerte. Las olas se daban de lleno contra las rocas. El sol rompía la línea perfecta del horizonte, y del otro lado, la luna le ganaba altura al majestuoso Salvo y todos los edificios que posan a los pies de la rambla. La anchísima rambla que la dejó perpleja a ella –en su primera visita a la ciudad, se me ocurre por su aspecto turístico– que alzó los brazos lo más que pudo en ese gesto en que la libertad y la felicidad se conjugan para registrar ese momento (inolvidable para ella), ese lugar tan nuestro, tan montevideano y, a la vez, tan visitado por cuanto extranjero aterriza en estas tierras. Y la luna fue testigo.

 Rambla, Cuidad Vieja. Montevideo. Diciembre, 2016.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Por ti, Buenos Aires

Esos aires que se respiran. Esos aires. Allí, donde todo tiene un color diferente –a veces tan gris como lo nuestro–, un aroma distinto, un toque para cada cosa, cada paisaje, cada ritmo. Esos aires. Allí, donde Astor nació, se crio y demostró que el tango podía ser otra cosa, más allá de Gardel y Goyeneche y Julio Sosa y otro tantos. Y fue tan repudiado, porque mirá si eso iba a ser tango. Y entonces lo llamaron el "asesino" de esa música tan nuestra, tan de ellos, tan rioplatense, tan de las dos orillas. Y uno camina por esas calles, por esos aires, y lo ve estampado al tipo con su bandoneón, en una pintura gigantesca que ocupa parte de un puente por donde transitan miles y miles de autos, trenes, transeúntes (turistas, laburantes, vagabundos y de alta clase), y quedas ahí, congelado frente a esa imagen en el medio de una de las avenidas principales, literalmente en el medio, entre gomas que van y vienen y el tumulto, imposibles de esquivar porque al querer cruzar esa anchísima avenida, aunque esperes el semáforo, aunque esperes a cruzar por la cebra siempre hay algún boludo bonaerense que se quiere llevar el mundo por delante porque va en auto, porque la avenida es para los autos, entonces toca y toca meta bocina para que uno que está ahí congelado corra, se corra, y zigzaguee cuanto motor pasa a 60, 80, 90 km, y el tipo, el boludo, se calienta porque debe maniobrar y esquivar a uno que también es un boludo (¡una boluda!) por pararse en el medio de la ancha avenida, impresionado por esa imagen, la del rey del tango que hasta logra trasmitir cuanta melodía dejó si uno se la queda mirando apenas unos minutos o si se queda, simplemente, parado enfrente de ojos cerrados respirando esos aires., tan diferentes y, a la vez, tan como los nuestros. Esos aires bonaerenses que ahora le rinden tributo al rey del tango. Ese tango, ese ritmo. Esos aires.

Buenos Aires, Argentina. 2016.
"Canción maleva, canción de buenos aires
hay algo en tus entrañas que vivi y que perdura,

canción porteña lamento de amargura,

sonrisa de esperanza, solloso de pasión.

Ese es el tango canción de buenos aires
nacida en el suburbio que reina en todo el mundo,

este es el tango que llevo muy profundo

clavado en lo mas hondo del criollo corazón...
Tierra mia querida,
yo quisera poderte ofrendar

con al alma en un cantar,

y le pido a mi destino el favor
que si al fin de mi vida
oiga el llorar del bandoneón..."


Astor Piazzolla

sábado, 3 de diciembre de 2016

El día que sonaron los tambores

Dicen que un día como hoy de 1978, el piano, el chico y el repique sonaron en el Conventillo Mediomundo por última vez. Después desapareció. Los militares que gobernaban el país, en plena dictadura, lo hicieron mierda. En honor a ese último sonido de aquellos tambores es que desde el 2006, cada 3 de diciembre, se celebra el Día Nacional del Candombe, la Cultura Afrouruguaya y la Equidad Racial. Berequete, berequete berequete, cha cha. Berequete berequete berequete, cha cha…

Desfile de Llamadas en Barrio Sur y Palermo. Montevideo. Enero, 2015.

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viernes, 2 de diciembre de 2016

Geométrica

Pararse en un punto. Mirar detenidamente. Observar. Hacia arriba, hacia abajo, hacia los costados. Siempre hay líneas que se cruzan, formas, triángulos, cuadrados, círculos. Y en ese espacio donde lo geométrico está presente, naturalmente, esperar el momento preciso, el “instante decisivo”, al decir de Henri Cartier Bresson. Así me lo enseñó un profesor, fotógrafo (y fue uno de los tantos ejercicios), hablando justamente de ese monstruo francés, que pensaba que concentrarse en lo geométrico, era una forma de aplicar lo poético. Así la imagen es pura poesía. Y por eso era de suma importancia para él. Todo transcurre y trasciende, entonces, entre líneas y formas y texturas. Lo cotidiano. La vida. El instante preciso.

Ciudad Vieja, Montevideo. Agosto, 2014.