sábado, 29 de abril de 2017

No están crazy

Melina* se sube a un tacho, que en algún momento tuvo diez litros de pintura, para llegar al royal y la harina en el placard que tiene dos puertas y no es muy grande. Pero está a una altura que no llega con los brazos estirados ni en puntitas de pie. Patricia* también tiene que subirse al tacho. Y usa un cucharón negro de plástico para alcanzar el paquete de dos rollos de papel, aún sin abrir, que está encima del armario. Las dos llevan un delantal que cubre la parte delantera de sus cuerpos y sobrepasa sus rodillas. Una de ellas revuelve dos ollas: la del relleno de carne picada y la de leche con harina que será salsa blanca para esos canelones que van llenando una asadera de buen tamaño y son el menú de ese día, uno de febrero no tan caluroso. Tienen buena pinta. La otra tiene las manos en la masa. La que estira en una asadera, también de buen tamaño, para hacer la base de una tarta de verdura. El menú varía

En una de las paredes un papel arrancado de una cuadernola, pegado con cinta marrón de embalaje, despliega una lista con precios escrita por alguno de esos puños. Una letra imprenta, prolija, azul. Milanesas con guarnición, milanesas en uno y dos panes, zapallitos, tortillas, hamburguesa común y completa, tartas, pastas, pastel de carne, empanadas, pizzas. Hay para todos los gustos. De postre: Ensalada de fruta, flan y gelatina.

En ese mismo espacio hace unos cinco meses, iban a parar las reclusas que se mandaban un moco, una grosa. Era el calabozo del castigo. Ese lugar que en ese entonces no le entraba ni una rendija de luz, ahora, le entra una cocina, un frezzer, una heladera y una mesada, una mesa chica donde se envuelve la comida, otra en la que se apoya una cortadora de fiambre, y por la ventana, por donde las reclusas atienden a todo aquel que se acerca y compra, entra el sol de la mañana y el de la tarde.

Fueron cuatro las presas que un día, pensando cómo zafar de estar entre rejas y saldar las penas y tener la cabeza ocupada y no tener al milico (o la milica) entre ceja y ceja, presentaron el proyecto de crear una rotisería. Era el negocio perfecto. La comida es indispensable. Quién no gasta en comida, dice la del tatuaje en el hombro. Y si no se vende, se come. Además, estando ahí se hace algo productivo –valora la que tiene la mitad de la cabeza rapada– que les servirá como herramienta cuando recuperen la libertad. Eso que sueñan siempre. Todos los días. Desde que se levantan hasta que se acuestan. Cuando no se les vienen las maldades encima. Es que vivís pensando en eso, dice la morocha de pelo largo y cuerpo grande, cuando estas encerrado en cuatro paredes y no tenés posibilidades de estudiar ni trabajar. Cuando te levantas y lo único que ves al mirar para adelante son barrotes de hierro, rejas. Ahora la rutina es otra. Es más llevadera. Cocinar es otra cosa, les cambia las costumbres. Y las hace sonreír.  

Peor no fue fácil. Tuvieron que cargar pilas y cambiar hábitos.  Había que transformar el calabozo en un espacio habitable para pasar varias horas, trabajar, cocinar. Revocar, picar paredes, pintar, instalar una mesada, una pileta y un extractor. Conseguir materiales y donaciones, comprar mercadería y tratar con proveedores. Negociar. Todo en treinta días. Lograron la habilitación de un proyecto que jamás había sido viable en esa Cárcel de Mujeres, la N°5, en la calle Cno. Carlos A. López. La que está a un kilómetro –un poco más, un poco menos– de la principal avenida de Colón, donde tiene parada el G con destino a La Paz. Las puertas de la “Roti” se abrieron a mediados del pasado diciembre. En ese entonces y en febrero de este año, les estaba yendo bien. Pero ninguna de ellas piensa bajar los brazos y quedarse en esa. La idea es que Roticrazy se expanda y llegue a otra parte del edificio donde están las madres con los hijos, las reclusas de la ex cárcel El Molino. Después, pasarle la posta a otras presas, cuando ellas ya estén instaladas en la Roticrazy de cada barrio, los suyos. En libertad.

*Nombres ficticios.


 Centro de Rehabilitación Femenino N°5, Cárcel de Mujeres. Colón. Febrero, 2017. 

viernes, 28 de abril de 2017

Un silencio de lluvia

A Idea, a 8 años de su muerte

Punta Colorada, Maldonado. Abril, 2014. 

“Esperando, esperando.
Temblores de paloma 
y tensiones magníficas.
Como un caer de hojas,
 como un vaso de fuego
 bebido lentamente.

Un silencio de lluvia,
una paz de redoma,
una ansiedad cerrada
alargada hasta dónde
y un desear la música
apasionadamente.

Las más pesadas gotas
indecisas hundiendo
el corazón, golpeando
dolorosas, terribles,
repentinas, pausadas,
cayendo largamente.
Como un ramo de flores oscuras
en el pecho”. 

Idea Vilariño



miércoles, 26 de abril de 2017

Al paso de ese tango

“Si supieras,
que aún dentro de mi alma,
conservo aquel cariño
que tuve para ti.
Quién sabe si supieras
que nunca te he olvidado,
volviendo a tu pasado
te acordarás de mí…”

Carlos Gardel
“La Cumparsita”

Barrio La Boca. Buenos Aires, Argentina. Noviembre, 2016. 

martes, 25 de abril de 2017

Bien de abajo

Los 100 años de La Cumparsita fue la excusa para juntarse, tocar y ensayar. Pero la composición centenaria fue lo que menos sonó. Es que Néstor [Vaz] se hartó de tocarla. Tres veces la noche anterior, esa noche dos veces más (por los festejos que seguían) y al día siguiente. Hasta la médula de Cumparsita estaba este bandoneonista que en los últimos años se ha dedicado a la docencia. Es por eso que formó la Orquesta Típica Escuela Bien de Abajo con pibes –no tan pibes– instrumentistas, de Montevideo y el interior. El ensayo, que sonó como un verdadero espectáculo en sí, fue abierto al público. A sala llena, en el Museo de Artes Visuales, el sábado, arrancando la mañana. Sonaron Piazzolla, Troilo, Pugliese, entre otros grandes valores del tango. La Orquesta Bien de Abajo fue presentada oficialmente en diciembre del 2016, y es un emprendimiento autogestionado e independiente. El proyecto es realizado por amor al arte. Ninguno de sus integrantes cobra un peso, pero tocan desde el alma, bien de abajo. Y la rompen.11

Julieta Garrido, violinista, integrante de la Orquesta Típica Escuela Bien de Abajo, en el Museo de Artes Visuales, en el marco de los 100 años de La Cumparsita. Montevideo. Abril, 2017.

domingo, 23 de abril de 2017

Si Reconquista me conquista, Olmos me enamora

Me cogió desprevenida. El Pulqui se detuvo. Levanté la vista. Campo a la derecha, campo a la izquierda. Campo hacia adelante, campo hacia atrás. Una casa allá, otra más acá. Vacas, caballos. Una ferretería inmensa como sacada del primer mundo para este pueblo que sobrevive de la agricultura y el carbón a leña y no tiene cadenas de supermercados. Apenas divisé el cartel verde con el nombre del pueblo en letras blancas, comido por el tiempo. Había pasado una hora y media de viaje en el que miré por la ventana apenas dos veces. Necesitaba registrar en mi diario digital mi paso por Reconquista, bajo agua, relámpagos y rayos (1). De ahí venía. No fue fácil escribir sobre los fierros de este bondi que para los argentinos es un micro. Me pare a los saltos y me acerqué al chofer para confirmar la primera parada.  Si no llego te bajas ahí, me había dicho Jimena. Después doblas a la derecha y caminas una cuadra por Juan Domingo Perón, supe después. Allí las calles tienen nombre pero no hay cartel ni flechas ni señalización. Iba a ver la Iglesia. Atrás, la casa de las Hermanas del Sagrado Corazón. En Fortín Olmos no hay chance de perderse.

Cuando el archivo de texto guardaba los cambios y la pantalla se ennegrecía, el Pulqui llegaba a la segunda parada. Dos cuadras por ruta. Sentí veinte ojos sobre mi nuca y alguna risa. Fue como aterrizar en el medio del desierto. En la nada. Venía escapando de la tormenta que había sacudido a Reconquista y prometía lo mismo en Olmos. Caminé con la mochila y un bolso, más pesado que mi cuerpo, hacia atrás por la ruta Arturo di Paoli  –la única calle asfaltada– que divide al pueblo en dos. Y es que hoy, justo hoy, al Pulqui se le dio por venir más rápido que nunca, sorprendí a Jimena al pasar el portón y con Luna encima. Una perra sin raza que le hace fiesta a todo el que entra. La mascota de las monjas.

Las sonrisas estiraron sus pómulos. En dos de ellas incluso sus arrugas. Las vi a través de la puerta mosquitero cuando aún no había puesto un pie adentro. En esa casa que me esperó durante meses y fue mía, también, durante 12 días. Quedé envuelta entre ocho brazos con ese abrazo que no esperaba y me hizo más chiquita. Como esos que uno le da a alguien que conoce de toda la vida pero ve poco o nada porque la distancia separa y el tiempo castiga. Sarita, Aída, Silvana. A las tres las conocía por los cuentos. Sólo por los cuentos. La más veterana de edad y en Olmos, la paraguaya, especialista en masajes (aunque no pude comprobarlo) y maestra de yoga,  la de Reconquista que anima cada fiesta y misa con su guitarra. Ahora tengo el rostro de cada una (esos rostros que no son como imaginaba), sus voces, sus acentos, sus risas, sus energías, sus expresiones, sus picardías. Hasta sus mañas. Y con los días sus vivencias. Aída me plantó dos besos. Uno en cada mejilla. Pensé que era una costumbre paraguaya, pero no. En Olmos se saluda como en España. Así que acostúmbrate, me dijeron.

Sobre la mesita de luz en la habitación de visitas, dos bombones me dieron la bienvenida. Y  un dibujo –como hecho por un niño– en colores. Un corazón, adentro: el pueblo.  “Junto a esta querida y entrañable tierra te abrimos el corazón…”, decían esas letras que conozco. Es que más que una prima Jimena, es una hermana de sangre (hubiéramos compartimos más infancia juntas si no hubiera sido por la distancia y el maldito tiempo). “¡Estás es tu casa!”, escribió en una imprenta perfecta y violeta. Algo me corrió por las venas. La emoción, la adrenalina del viaje, la gente y el pueblo que aún no conocía, ese pedacito diminuto del norte argentino. Todo.

Un estante en la pared con varias divisiones y una lámpara portátil, un placar con perchas y más estantes, la mesita de luz y otra para la computadora, un 3 en 1 para no ser devorada por los bichitos que no perdonan. Mejor que cualquier hotel. Del otro lado de la ventana, un ternero a menos de dos metros me clavó lo ojos. Mugió. Después me robó una sonrisa. Me dio la bienvenida, también, supongo. Un paisaje de campo de colores ocres, de tanto sorgo, cambiaba la tonalidad según los colores del cielo, la luz del día. Si hay tormenta los ocres son intensos. A la derecha dos árboles, uno pegadito al otro. Una tremenda postal de este pueblo donde el diablo perdió el poncho, dicen algunos de sus habitantes (2).
La casa de las monjas tiene tantos recovecos como habitaciones. Para llegar al estar donde el televisor y la computadora las distraen y se almuerza cuando hay visitas, hay que atravesar un patio que tiene más verde que hormigón. Más allá una enredadera da sombra y amortigua los 38 grados, pero no los bichitos que revolotean llenos de furia. Hay que embadurnase de repelente para zafar de las ronchas. Como la pobreza, en Olmos, los mosquitos no perdonan.

En esa casa, en la década del 60, vivieron los Hermanitos. Así llaman a los Hermanos de Jesús. Una congregación religiosa dedicada al trabajo social y comprometida con los pobres. Los que les abrieron los ojos a los habitantes y enseñaron de derechos laborales y leyes y organización obrera y conciencia sindical y salarios dignos y de la formación de la cooperativa de hacheros cuando los ingleses llegaron, se instalaron e hicieron y deshicieron a su gusto. De la fabricación y la explotación. De los habitantes, del quebracho. Del pueblo entero. Los ingleses tampoco perdonaron. Aunque gracias a ellos hubo trabajo, opina Carlos, uno de los reposteros de Olmos. Cuando no hubo más quebracho y vieron horizontes en otras tierras, deshicieron todo, levantaron las vías, dejaron al pueblo aislado y sin suficientes medios de subsistencia y se marcharon. Así nomás, de un día para el otro. Y Olmos quedó entre la pampa y la vía, dice Ana, la maestra de canto del pueblo que la dejé con un beso en el aire cuando nos presentaron.  Es que no me acostumbro a los dos besos.

Cuando la dictadura hizo, también, lo suyo, los hermanitos tuvieron que marchar. Entonces el contexto comunitario que habían sembrado se fue yendo al diablo y cada cual sobrevivió como pudo. Años después llegaron las Hermanas del Sagrado Corazón que, de alguna manera, tomaron la posta y se integraron a la sociedad no sólo (y únicamente) desde lo religioso. Sarita, Aída, Jimena y Silvana  golpean puertas en casas y ranchos a ambos lados de la ruta, llevan la hostia cuando el cura no puede, preguntan por la familia, por el enfermo si es que hay alguien enfermo, por los gurises, los que tiene discapacidad y los que no, escuchan a la vecina que se rebusca con changas y tortas fritas para salvar la cena, construyen vínculos entre el vecindario, inventan y recrean propuestas para niños, no tan niños, adultos, viejos y no tan viejos. El pueblo sin ellas no sería lo mismo, dice Luisa hundiendo la bombilla en un mate muy pequeño, en el galpón inmenso donde los telares esperan por sus manos. En Olmos el mate es dulce; y todos abren sus puertas a cualquier visita. A Luisa también la dejo pagando con un beso. No hay caso, no me acostumbro y ella se ríe.

– Buenos días–me saluda con la mano una veterana que sale de Los Abuelos, la verdulería del pueblo. Aunque no muestren los dientes, allí hasta el más desconfiado del pueblo sonríe. Me pregunta de dónde vengo. Es que nadie anda con una cámara colgada al cuello. La doña no conoce Uruguay pero sabe que es el país del mate amargo y del dientudo que la rompe en el fútbol (Luisito, le sale el nombre después) y donde manda Tabaré.
­– Te estás quedando con las hermanas, adivina sin pista alguna ni bola de cristal entre manos. Es que los pocos extranjeros que visitan Olmos vienen por las monjas. Trabajadores sociales, voluntarios, amigos o parientes que se enamoran por los cuentos de ese rincón escondido y olvidado del norte de Santa Fe.

– Soy la prima de Jimena, la más joven de las hermanas alcancé a decirle. Pero la doña no precisa detalle. Sabe quién es cada una de ella y qué hacen. En el pueblo todos se conocen y las monjas son la referencia. Como Mariansu, la española que vivió 18 años en Olmos. La que me fue a buscar a Reconquista con una las botas de lluvia en una bolsa. Mariansu golpeaba puertas o sus manos sólo para ver cómo estaba la gente. Gloria la recuerda (yo también) en una de esas tardes en que la lluvia da de lleno contra las chapas de su techo. Todas dejan huellas en la gente, dice. Las monjas son uno más en el pueblo. No andan con vueltas ni con hábito que marque diferencias. Lo que pasa es que uno se encariña y después no las ve más, se lamenta esta mujer de cuerpo grande y corazón gigante que vive sola y adopta a cuánto niño caiga en su casa. Las hermanas van y vienen, chasque Gloria los dientes. De pueblo en pueblo. De misión en misión.

***

Los gallos cacarean. Los pájaros cantan. Las monjas se levantan. Le ganan al amanecer. A las 07.00 en punto se encuentran en la capilla. Rezan por el pueblo. Estrujan a Dios por sus familias, los niños con hambre, las mujeres maltratadas, los países en guerra. Celebran la palabra, agradecen. Se unen en espíritu, oración y alma. Cada mañana me uno al ritual. Allí uno respira otra cosa. Aunque no hable, ni opine, ni rece, ni crea (o crea poco) ni tenga fe. Allí hay paz. Después cada una a su tarea. De la cocina son todas dueñas. Un día le toca a una, otro a otra. Quien cocina hace los mandados y friega, es una de las reglas de la casa. También me uno a ese ritual. Un día la salvo a Jimena con unas lasañas que hasta Juan José, el cura, se prende; otro a Aída. Ah, la agarron pa’ cocinar, me dice el almacenero cuando voy en busca de los ingredientes para las lasañas. Y no puedo olvidarme del tinto. La copa de vino para Sarita es sagrada. Igual que el postre. Crema, gelatina, galletitas, un cucharón de dulce de leche igual. Algo dulce para Jimena. Silvana es de estómago débil. No toma alcohol ni refresco ni gaseosa con gas, no come harinas, la carne la evita. No es fácil pensar un menú para ella. Aída le prende a lo que venga. Y es mi aliada para las Quilmes bien frías. Sin espuma mejor. Y para Janet todo es un sabor nuevo al paladar. Es Hermana del Sagrado Corazón y, también, lleva siempre una cámara colgada al cuello. A ella se le nota más lo extranjero. Eligió Olmos para desarrollar su experiencia internacional. Su español es dificultoso, pero se entiende. Es inglesa como tantas huellas de este pueblo. En el paraje 29 salimos juntas a fotografiar las cabras, los niños, los hornos a leña, los ranchos, la gente. Todas las semanas, las hermanas y el cura, visitan un paraje. Cerrito, Santa Lucía, El Toba, Charrúa, Chilca, el 12, el 17, el 40, el 70, el 115. Pero apenas conocí el 29 por la maldita lluvia, que en esos días, le dio por llevarme la contra. El tiempo tampoco perdona. Cuando llueve no hay calle que no se inunde. Cuando al sol le da por estancarse lo hace por semanas, meses, y deja sequías interminables. Algunas monjas no conocieron  lo verde del pueblo, cuentan.

Un día antes de irme sale el sol. Parece mentira. Me cubro los pies con las botas de lluvia –las de goma azul que usaba de niña– porque cuando llueve tanto es imposible esquivar los charcos y zafarle al barro. Las cuerdas de ropa se llenan. Algunos vecinos hacen balcón aunque no tienen para aprovechar el sol. Pabla está en eso. Se apoya en el marco de la puerta a mirar al que pasa. Un padre lleva a su hija en el fierro de la bicicleta, un hombre recorre las calles con un caballo, cuatro perros los siguen, en el hall de una casa una anciana en silla de ruedas enfrenta el sol, tres niños juegan a la bolita, otros dos pelean por subir a una BMX de asiento bajo y sin guardabarros,  un camión de Conaprole deja productos en un almacén, Melani va al kiosko con su hermanita en brazos en busca del pan y la leche, Toribio saca agua y barro con un balde del pasaje que lo lleva hasta su casa en el barrio Los Pilares, en otra alguien hace tortas fritas (las tortas fritas en Olmos son como el pan de cada cada día), en  otra se hacen costuras, el Tito se agarra del poste sin bandera de la plaza del pueblo, inaugurada hace unos meses, para no caer de la borrachera, la Tere abre el kisoko que la salva todos los meses, las hamacas intentan secarse antes de venga otra lluvia y Lorena y Gloria vanyan de nuevo a atender a los chicos con discapacidad en el centro Nueva Esperanza. Daniela, Florencia y Juliana salen del liceo y vuelven a sus casas en el paraje 48, a 12 kilómetros de Olmos, a pie. No hay quien las lleve. Si tienen suerte, alguien las levanta en la ruta. Más de un hombre mete pico y pala para llevar unos pesos al hogar, otros esperan que la lluvia deje de emperrarse para cortar leña y hacer carbón. Las changas escasean en el pueblo. Hay que rebuscarse. Luisa y Gloria hacen las ocho horas diarias en la cooperativa de telares, que ya no es cooperativa. Hilan alfombras y chalinas para zafar del invierno. Tiago corretea una gallina debajo de la mesa. Víctor emparcha gomas de bicicletas. Armando sigue en su lucha de adaptarse a la rutina y a los cambios. Como todo autista le resulta más complejo, pero Vale se encarga de hacércela fácil. Si hay algo que a Armando no le falta es amor. Ana María disfruta su jubilación reciente aunque siempre encuentra algo para hacer. Ana María no se queda quieta. Olmos está lleno de vida, de historia. Y de historias.

Sarita riega las plantas que adornan el amplio jardín. Las poda, limpia las hojas con algodón, recorta un par para el florero de la mesa del estar, les habla, las mima. Aída anda en las vueltas del almuerzo. Ese sábado, mi último en Olmos, en la cocina manda ella. Piensa en el menú, hace la lista, los mandados y se instala en el fogón. Pela papas y las corta. Dos cacerolas hierven. Jimena atiende la biblioteca (los sábados es su turno), revuelve papeles, se enreda en lo administrativo, actualiza las redes sociales, programa talleres, recibe a los que van, sonríe. Jimena siempre sonríe. Silvana está rodeada de gurises en pleno Arco Iris. Un taller para que se junten, jueguen, intercambien ideas, reflexionen sobre temas de actualidad, compartan vivencias,  se pasen una pelota y cumplan una prenda si se les cae, rían juntos y hasta expresen lo que en otros espacios no pueden. O no se animan. Lo hacen  en el patio de la casa de las monjas. Ese mañana el sol le ganó a la lluvia pero por poco tiempo. Ana María llega de sorpresa. Viene a despedirme. Le doy dos besos. Se ríe de oreja a oreja.

Esto es para vos– y me entrega un sobrecito con una moña del mismo plateado que la cadenita y el dije con forma de árbol. El Árbol de la Vida, para que te acuerdes de nosotros. Ella dice que todos los extranjeros que visitan al pueblo se enamoran de él, y siempre quieren volver. Y tiene razón. Si reconquista me conquista, Olmos me enamora. A pesar de la pobreza, a pesar de tener que andar embadurnada en repelente, a pesar de que no hay ropa que se empape. No puedo olvidar los championes –las zapatillas, dice Sarita– que se secan detrás de la heladera mientras las vacas mugen, los mosquitos siguen en la vuelta y el calor no da tregua. El cielo se oscurece. La tormenta amenaza de nuevo.

Aída me prepara el último té de mi estadía. Son más de las 16.00. Silvana renuncia a sus tareas para pasar los últimos minutos conmigo. Sarita abandona la siesta por lo mismo. Juan José viene a despedirme. Jimena se prepara para manejar los 78 kilómetros hasta Reconquista. Los sábados no hay Pulqui que salga de Olmos. Me voy con la imagen estampada de Silvana, Sarita y Aída –en ese orden– con la mano levantada y una sonrisa en cada rostro, y Luna  moviendo el rabo, cuando la hermana más joven, mi prima, pone el pie izquierdo en la camioneta y da marcha atrás. Hoy hace un año de aquel día en que marché de ese pueblo que me enamoró. Aún tengo la imagen. Miles de imágenes. La de Jimena siguiendo la línea de la ruta y  su sonrisa cuando largó: Tenés que hacer un texto, como el de Reconquista. Me fui con el alma llena y, como llegué, escapándole a la lluvia.



Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.


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viernes, 21 de abril de 2017

Constructivismo

La previa a las clases. Ultimo día de la Semana de Turismo.

 Liceo 1 José Enrique Rodó. Centro de Montevideo. Abril, 2017.

domingo, 16 de abril de 2017

El zapatito que no aprieta

Cumple de Titi. Maldonado. Noviembre, 2015. 

Antes de las 00.00 nos hacían poner la cabeza en la almohada y el cuerpo debajo de las sábanas. A esa altura no usábamos frazadas. Cada 5 de enero dejábamos los zapatitos a los pies de la estufa a leña –que en ese entonces era más un adorno o el estacionamiento de la pista de autos, o el recoveco de alguna de mis casitas de juguetes– para que en la madrugada los reyes dejaran los regalos. Yo elegía siempre los más lindos, los más nuevos si tenía algunos nuevos. Pero la ansiedad atrasaba el sueño. Tenía que contar más de mil elefantes que se balanceaban sobre la tela de una araña, y como veían que resistían iban a buscar a otro elefante y a otro y otro… Entonces siempre me perdía de ver cuando Melchor, Gaspar y Baltasar llegaban y los camellos se tomaban el agua de los dos baldes, porque a esa hora ya me había resistido. Los mayores también dejaban sus zapatos, por las dudas, por si para ellos también había regalos. Y si encima justo caían en esas fechas los primos, se amontonaban zapatos como moscas entre la basura.

En Pascuas no se dejaban zapatitos para recibir el huevo artesanal de chocolate con merengue blanco y duro alrededor y de varios colores en el centro. Ese huevo que aparece en el mercado una vez al año porque se come sólo en esa fecha en que se celebra la Resurrección de Jesús para las familias católicas rabiosas como la de mi madre. Yo no entendía un pepino eso de la resurrección hasta que hice catecismo y me comí la ostia y hasta tomé del vino de un cura joven y de barba cuando cumplí 15. Pero encontrar el huevo en el jardín–el huevo del año– entre las hortensias, las margaritas, las rosas y alguna que otra piedra, generaba el mismo nerviosismo y la ansiedad que nos producía salir sin que lo descubrieran a uno y llegar antes a esa pared en que otro contaba hasta 20 o hasta 50, si éramos muchos, hacer la pica en la escondida en un cumpleaños. Ahora en los festejos se alquilan castillos inflables y camas elásticas redondas. Entones los niños pasan horas jugando a ver quién salta más alto, se pechan, dan vueltas carnero y hasta imaginan, a veces, con tocar el cielo. Y los zapatitos se amontonan.  

viernes, 14 de abril de 2017

Aquellos días en Olmos

Amanece. Los gallos arrancan, tempranito. Los pájaros los siguen. Las monjas se encuentran en la capilla orando por todo el pueblo. Gloria prende las hornallas antes que aclare para encarar esas recetas que hacen chupar los dedos a decenas de sobrinos y niños que adopta. Los almacenes abren sus puertas. Luisa y la otra Gloria, la más joven, empiezan el mate dulce en el galpón inmenso donde varias máquinas descansan y algunos telares esperan a ser terminados. Armando se prepara para otro día de escuela igual que cientos de niños, pero con la ayuda de la Hermana Jimena. Para Armando la cosa no es tan sencilla. Los adolescentes se aprontan para el liceo. Caminan kilómetros para llegar los que no tienen caballos y vienen de parajes aledaños. Otros viajan a Reconquista. Los pibes con discapacidad, desayunan café con leche antes de meter las manos en la masa dulce que quedará redonda y chiquita entre dulce de leche y coco, en el centro Nuevo Esperanza. Esas recetas que en el futuro les ayudará a tener unos mangos. Alguna vecina cuelga las sábanas que fregó y enjuagó en la pileta. Los perros merodean entre el barro que dejó la lluvia y el vecindario esquiva. El cura va y viene entre pueblo y pueblo y prepara la misa del sábado. Los caballos relinchan en el campo. Las vacas mugen entre el sorgo que pasa las rodillas de cualquiera. Los mosquitos molestan. La lluvia amenaza. Víctor se acomoda en su taller para arreglar las bicicletas que no ve porque no tiene vista. Pero tiene clientela en pila. Kelly apronta el mate, también dulce, y empieza a mezclar los ingredientes para las tortas fritas que salen como pan caliente. El mate en Olmos es dulce. Las tortas fritas sagradas como la misa de los sábados. La Tere abre el kiosko que tiene delante de su rancho y cocina para sus hijos. Sarita, la otra Hermana, le lleva la comunión a alguna anciana que ya no puede moverse. El Tito se tambalea en el medio de la plaza –la única del pueblo– por tanto tinto en caja. En la sala de la biblioteca suenan cuerdas de guitarras de pibes que sueñan con un mejor porvenir. En la misma sala, horas después, la Hermana Aída desestructura cuerpos de decenas de mujeres que encuentran paz con tanta yoga cuando ya entro la noche y los almacenes cierran sus puertas. La misma paz que uno encuentra en ese pueblo. A un año, yo recuerdo. Y cómo volvería. 

Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016. 

jueves, 6 de abril de 2017

martes, 4 de abril de 2017

El día que me hubiera empastillado

Siento como si un camión me hubiera pasado por encima. Son las 07.00. Llamo al ascensor. Miro la entrada del edificio. Qué fastidio. Tengo que hacer malabares para que la puerta de madera no se me cierre en la cara al entrar la bicicleta, sacar la llave, agarrar el diario que seguro dejaron hace poco, y pasar por la otra puerta, la de vidrio, también pesadísima, sin que se golpee. Miro el botón. La luz roja ya no está encendida. Alguien detuvo el ascensor en algún piso. Lo llamo de nuevo. Estoy deseando llegar y meterme debajo de la ducha hirviendo para sacarme el frío de ese aguazo que se desató de improvisto y me agarró a mitad de camino. Tormenta de mierda. Ningún meteorólogo la anunció. Estoy empapada. El ascensor demora. Son las 07.05. A esta altura, para mí, una eternidad. La noche fue terrible. Quiero cerrar los ojos y dormir. Veinte horas igual. Hoy no me importa perder el día durmiendo.

El ascensor llega. Me sorprende. No se detiene. Hace el amague y vuelve a subir.  Lo llamo de nuevo. Otro amague y se va. ¿Se habrá roto? Por la escalera aparece la vieja de pelo gris y lengua larga y el caniche blanco que chilla cuando ladra. La bolilla que faltaba. Le sonrío, sin mostrar los dientes, para responder al “buenos días mijita” de la anciana y al ladrido de ese perro inútil que se enreda en la correa.

–No sé qué paso– dice la vieja con cara de haber visto un monstruo, pero el ascensor quedó en el tercer piso y la puerta no abre. Siguió. Intentó iniciar una charla sin chance. Pretendía saber de dónde venía.
–De bailar no vengo señora, ironicé–cuando ella alzó al caniche porque mirá si lo rozas con la rueda, me dijo con la mirada. Qué carajo le importa mi vida a esta vieja.
–Hay mijita, tené cuidado– me encajó con cara de haber visto un segundo monstruo cuando levanté la bicicleta y la calcé al hombro. No sé qué dijo después. La dejé hablando sola. Desde el primer piso escuché que murmuró. Mi cuerpo pide auxilio. Tengo que hacer más malabares, ahora, para llegar al séptimo por la escalera angosta con la bicicleta encima de mi cuerpo y la mochila sobre la espalda. Llego al tercero. El ascensor está ahí. No hay caso. Toco el botón. Se va. Vuelve. Intento abrir. La puta madre. Respiro hondo. Junto fuerzas para los cuatro pisos que me quedan.

Abro la puerta del 703 con las piernas temblando, el calambre en la pantorrilla izquierda y la rabia de un bulldog. Me siento en una silla. “El enojo te contamina”, me resuena la voz de Alejandro con miles de emociones juntas y unas ganas tremendas de llorar que me atrapan de golpe, pero no. Estoy contaminadísima, me río ya en la ducha cuando aflojo la pesadez, el cansancio y el estrés de esa noche interminable que recuerdo porque un teléfono suena. Otra vez un teléfono.

–Ancap, minishop, buenas noches. Habla Virginia. ¿En qué lo puedo ayudar?
–Sí, buenas noches, quería saber si tienen nafta– interroga un hombre.
–Sí señor.
– Minishop, buenas noches. ¿En qué lo puedo ayudar?
–Hola, que tal, si, tienen nafta– quiere saber, ahora, una mujer.
–Sí señora.
– ¿Y se puede pagar en efectivo?
–No, desde las 22.00 hasta las 6 de la mañana la nafta se paga sólo con tarjeta.
–Ah, gracias.
–Minishop, buenas noches.
–…

Así hasta las 03.00. Maldito teléfono. Lo descolgaría si no fuera por las cámaras que me vigilan todo el tiempo. Antes de marcar la tarjeta de entrada me dan la noticia: Ayer una pareja nos robó en la cara y no nos dimos cuenta. Dos kilos de yerba y algo más. Después el enojo del canoso que no pudo sacar su Nissan por un corsa estacionado delante suyo. Cómo mierda hago se alteró el tipo sin entender que no había número ninguno para llamar al pelotudo del Chevrolet; el pichi que insistió en canjear dos envases por un encendedor (ni siquiera un par de galletitas), pero no flaco, rajate de acá, le había dicho a las 02.30 cuando al guardia se le terminó el turno. Después el flaco que quiso afanarse un corona escondiéndola debajo del pantalón; la psiquiátrica que se coló en la fila porque el taxi la esperaba. No, no señora estamos todos haciendo la cola se quejó un cliente; los pendejos que putean porque no hay cigarro sin cédula y cerveza después de las 00.00. ¡Qué mierda!, soltó un rubio concheto por el Concha y Toro que no pudo llevar a las 00.03.  Respiré profundo, también, cuando el tachero desalineado y ordinario, que aparece siempre a la misma hora, quiso destrabar la máquina de café a los golpes. Pero no pará, así no.

–Bueno dame un coronado box a ver si por lo menos el pucho me despierta– soltó tirando la guita en el mostrador y sin un “gracias”. Después las minitas que hacen cola por dos curitas para el dedo gordo lastimado por esas sandalias de plataforma que visten para hacerse las lindas; las de culo y tetas al aire que se enojan porque el baño de noche está cerrado; el pibe que salió de las ocho horas del shopping y pone su mejor cara de orto porque no le cambio un billete de 1000 por un Top Line de 16 pesos para que el de Cutcsa lo lleva a su casa, y no flaco no llego con el cambio; la heladera que se apaga y deja un charco que todo el que entra, pisa –de gusto, parece– para dejar las huellas por todo el minimercado. Qué noche teté. Para colmo, a cinco minutos de mi retirada, el relevo no aparece (sentir el sonido del reloj en mi tarjeta a esa hora me da un placer enorme). Ahora, a las 07.35, me siento más aliviada en la ducha, pero pienso en esos 700 pesos que me faltaron. Mañana será otro día. Los ojos se me cierran. Hoy me empastillaría para dormir sin alarma ni despertador. Pero no tengo pastillas.

Un taladro enfurecido quiere agujerear una pared. Alguien grita que le afloje a la cuerda y que el balde está lleno. Miro el reloj. 09.33. La concha de la lora. Doy un almohadón contra el placard. El papel. El papel pegado al espejo del ascensor en letras diminutas, que vi hace unos días, le avisa a los vecinos que en estos días se va a proceder a la reparación, refacción y pinturas de las paredes exteriores del edificio. Me doy vuelta intentando reconciliar el sueño, pero un martillazo suena más fuerte. Por qué carajo no se desatará una tormenta. Ahora hay sol. Para llevarme la contra nomás. La puerta de algún apartamento se golpea. Todos los días la misma historia que hizo llevar a algún vecino molesto,  colar una frase en el mismo papel del ascensor con una imprenta temblorosa: “No golpear las puertas”. Los martillazos siguen. Me levanto. Corro la cortina de la ventana de la cocina. Un tipo con anteojos oscuros, casco blanco y un martillo en la mano cuelga en el aire a la altura de mi ventana, como si fuera el hombre araña, con una cuerda que lo sostiene, le ata la espalda y lo agarra de los huevos.

–¿Tenés para mucho?– le grito histéricamente, entre el ruido, y contaminadísima.
– ¡Sí!
–¡La puta madre!– le digo cerrándole la cortina en la cara. Pero el tipo no me escucha.
Son las 11.00. Un perro ladra. Un niño grita “¡Mamáaaa!”, muchas veces. Una música molesta. Una cisterna se lleva los restos de alguien al caño de vaya a saber dónde. Una lavadora chilla. Un teléfono suena y la voz de una vieja contesta. ¿Será la del caniche? Otra vez un teléfono. En el apartamento de al lado unas ollas caen al piso. Me empastillaría para reconciliar el sueño. Maldigo no tener pastillas. Mi cuerpo sigue igual, como si un camión me hubiera pasado por encima. Y la panza, ahora, me chifla.

Abro la heladera. Una jarra de agua helada hasta la mitad, tres manzanas, dos peras, los fideos de hace dos días, cuatro huevos, un bolsa de leche que no tiene ni para una taza, verdura que ni en pedo me pongo a cocinar, una pulpa de tomate sin abrir que espera por algo, un sachet de mayonesa aplastado y el pote de mermelada que da sólo para un par de galletitas. En el placar, la yerba no alcanza para un mate. Ojeo el diario. Hago una lista y salgo en busca del desayuno aunque es hora del almuerzo. Siete pisos por escalera. Maldito ascensor. Otra vez mi sonrisa que no muestra los dientes le responde el buenos días al pelado con cara de poker, aunque para mí de bueno el día no tiene nada. El portero brilla por la ausencia justo cuando quiero saber del ascensor.

Decido ir al super más lejano por las ofertas que quizás ya terminaron. En la segunda esquina el semáforo me frena. Un flaco de lentes negros y la cabeza tapada por la capucha del canguro camina detrás mío. Tiene toda la pinta de pibe chorro. Me detengo en un kiosko a ojear titulares. El flaco se detiene y se ata un cordón atado. ¿Me persigue? Doblo a la derecha. Aminoro el paso para comprobarlo. El flaco dobla. Lo que me faltaba. La cabeza se me parte y si a la panza no le meto algo en cualquier momento me desmayo. Pero no tengo un mango encima. Ni siquiera para una torta frita que olfateo y, sé, está a la vuelta. Tengo que ir a un cajero. Pero no puedo regalarme. ¿Si el tipo entra conmigo y me pide todo? Busco una parada de ómnibus. La más cerca está a cuatro cuadras. Mierda. Cruzo. El flaco también. ¿Si tiene un chumbo? ¿O un cuchillo? Miro a la gente. Alguien que me ayude. ¡Alguien! Le hago señas a un taxi, le pido que me lleve y me aguante mientras subo a buscar la plata, se me ocurre. Pero en casa tampoco tengo un mango. ¿Y si el flaco sigue el taxi? Me suena el celular. Lo dejo. Traspiro de nuevo. Me detengo en una vidriera. El flaco sigue atrás sin sacarme los ojos de encima. Lleva las manos en el bolsillo del canguro. ¿Tendrá algo en el bolsillo? Doy la vuelta. Entro a una farmacia y aviso que me siguen, que por favor llamen a la policía, planifico. En el super tiene que haber uno. ¿Y si no hay? ¿Y si entra y le roba a alguien? ¿Si agarra a un cliente de rehén o a una cajera? Seguro a una cajera. Pasa un patrullero. Le hago señas, pero nada. Milicos de mierda. ¿Y ahora? Seguro el flaco se dio cuenta. ¿Se querrá vengar? Entro a una zapatería para despistar. Pregunto por un zapato, una suela despegada.

–¿Estás bien?–me pregunta el veterano gigante. Mi cara seguro está blanca. Soy horrible para disimular. Giro el cuerpo. Lo veo al flaco pasar. Le cuento al hombre.
–¿Querés llamar a la policía?– me ofrece el teléfono muy amablemente.
–No, sé. No, mejor no–dudo con el corazón a punto de explotar y la respiración entrecortada.
–Calmate, calmate– me agarra del brazo y le pega el grito a la mujer. Le cuento que soy vecina, de mi intento fallido del cajero, del super. Roberto, se presenta después, me da un vaso de agua y se ofrece acompañarme hasta donde vivo, pero no, no es necesario. Le agradezco de mil maneras. Él insiste y sale conmigo. Me habla de lo mal que está todo, que la gente vive con miedo, que así no se puede vivir. ¡Basta!, quiero que se calle.
–Tranquila, cualquier cosa quedamos a las órdenes– me palmea la espalda. 

Espera que entre. Apenas puedo con la puerta. Son las tres de la tarde. El ascensor sigue en el tercero. En el tramo de la escalera veo la llamada perdida de mí amiga. No le contesto. Se va a dar cuenta que algo pasa. Para qué preocuparla. Abro la puerta. Me siento otra vez en la silla. La panza ya no me chifla. Se me fueron las ganas de comer. Mi cuerpo sigue como si un camión le hubiera pasado por encima. Exploto en un llanto. La voz de Alejandro me resuena de nuevo. Estoy contaminadísima. Por hoy basta. Mañana será otro día. 

Montevideo. Abril, 2017. 

sábado, 1 de abril de 2017

Balada de Silver

Los platillos de la batería suenan apenas. Despacito. Como haciendo una caricia. Le dan entrada al saxo del veterano, aparente octogenario, de frente ancha y unos pocos cabellos blancos. Las notas arrancan suavecito, también, de ese instrumento que a ese saxofonista le queda hasta un poco grande. Raúl Lema no mide más que un metro sesenta. La balada es un mimo para los oídos. Es “Peace” (“Paz”) la composición de 1959, del pianista estadounidense Horace Silver, referente del jazz contemporáneo. 

La luz tenue, amarilla, a veces azul, acompasa la melodía en ese sótano en donde, todos los viernes, el jazz hace vibrar. Raúl mira a Daniel Rodons, le levanta una ceja, le hace una seña sobre los lentes, grandes para su rostro, y le da paso. La guitarra empieza a hacer lo suyo. El sonido es fino, finísimo. Daniel, el más joven de la banda, sostiene una pua entre sus labios. Cierra los ojos y se balancea hacia adelante y hacia atrás con los dedos perdidos entre las cuerdas. Su expresión es como... Como... Contagia. Uno también cierra los ojos. “¡Peace!”, “¡Peace!”. Cuando la melodía levanta vuelo, un poco nomás porque es lenta, bien lenta, el veterano canoso que descose el piano, entra en escena. Es Rolo Suzacq. Su pie izquierdo  se levanta dando golpes sutiles sobre la alfombra verde. Su índice derecho se alza, ahora, y la cara a Rolo se transforma. Frunce la frente y la nariz, y la boca hace puchero. El bajo acompaña. Ellos son la banda “Montevideo swing”.

Dicen que “Peace” vino sola a Silver, así como de la nada, y tuvo la impresión de que había un ángel de pie sobre él, impresionando su mente con esa melodía.  Y allí, en el sótano del Hot Club, uno cierra los ojos, se deja llevar y viaja. Es “Peace”. 10 minutos de “Peace”. Y la paz se siente. Los aplausos resuenan. Retumban.
El público espera la próxima. Esto recién comienza. Se tiran un pique, otro. Se miran, se hacen señas. Rolo toma el micrófono y nos cuenta que Bárbara era la mujer de Silver, la canción que tocaran ahora. Pero es extraño, dice  (Rolo siempre cuenta sobre un tema y otro y otro), este pianista empezó a tocar en la década del 50 y recién en 1975 le dedicó el tema a su mujer. Sonríe y contagia a unos cuántos. El vals arranca entonces de una, sin anestesia. Los instrumentos suenan todos a la vez.  Y aunque a uno no le gusta el vals, le entran las ganas de pararse y bailar.

Rolo cierra los ojos. La cabeza mira hacia un lado y hacia otro, aprieta los dientes, la boca hace puchero de nuevo. Los dedos juguetean en el teclado Yamaha. Enseguida endereza la cabeza llena de rulos blancos tirando a grises que parecen como sacados de una peluca. Abre los ojos, mira la partitura primero, después al saxo. Levanta el índice y Raúl empieza de nuevo a largar notas del saxo con otro ritmo. El vals es más movido que “Peace”. La cara de Raúl se infla y se desinfla. Los dedos de la mano izquierda no dan abasto entre tantos botones del cuerpo de ese instrumento tan elegante que hace del jazz un sonido diferente. El jazz no es lo mismo con saxo que sin saxo. Raúl se roba un montón de aplausos. Después Daniel, después Rolo. Después el batero, veterano calvo poco expresivo, que a esa altura revienta los platillos.

Se despiden con “Song for My Father”, la canción que Silver hizo para su padre y que le dio nombre a su álbum de 1965. El padre del pianista se llamaba Tabarez, como el maestro, pero con v y s al final: Tavares.
En el sótano pequeño no entra un alfiler. Los mozos hacen malabares para ir y venir con bandejas que pasean muzzarellas y picadas y Patricias bien frías y tragos y whisky. En la barra tres hombres mueven una pierna y dan un pie contra el hierro del taburete. Es imposible no mover un pie, balancear el cuerpo, cerrar los ojos. Uno negro de acento venezolano o colombiano, aterrizado hace unos días al parecer, no da crédito con lo que ve. Y lo que escucha. La escalera sostiene decenas de nalgas de pibes y pibas hacia ambos lados. La pasada se hace difícil. Los ventiladores no dan abasto.

Raúl cierra los ojos. Los cachetes se hinchan y desinchan todo el tiempo y la frente se le hace líneas. Roba aplausos. Daniel cierra los ojos. Mueve su cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Abre la boca y tambalea la cabeza hacia atrás. Goza, siente. La música se apodera de él, de su cuerpo y es como... Como si tuviera un orgasmo, se me ocurre, por esa expresión tan placentera. También le roba aplausos al público. Rolo cierra los ojos. Hace muecas, levanta los hombros. Sus ojos brillan sobre el vidrio de los lentes mientras muestra los dientes. Es pura risa. Pasea uno de sus dedos largos, sólo uno, por todas las teclas, de corrido, y el cuerpo inclinado. Rolo juguetea. Abre los ojos, vuelve a reír. Goza. Todos gozan.

Cuando la melodía empieza a bajar, Rolo mira al batero y le dice: “!Va!”. Entonces se pone de pie, lleva los hombros hacia el cuello y apoya los dedos en el teclado como descargando toda la adrenalina junta, en una sola nota que repiten el saxo y la guitarra. Tiembla, todo tiembla. Y el sótano explota en aplausos y silbidos cuando Rolo ya inclinado hacia su derecha lleva la mano hacia las últimas teclas, levanta el índice y “Song for My Father”, culmina a pura adrenalina. Todo vibra. Y esas notas son un mimo para los oídos. Una leve caricia, pero caricia al fin. 

Saxofonista Raúl Lema, en el Hot Club. Kalima Boliche. Montevideo. Marzo, 2017.

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