viernes, 30 de junio de 2017

Contrabajísimo

“Una nota puede ser tan
pequeña como un alfiler,
o tan grande como el mundo,
depende de tu imaginación”.


Thelonious Monk

Checo Anselmi. Montevideo. Abril, 2015. 

martes, 27 de junio de 2017

El silencio, los que no están, la injusticia

"…El silencio ha temblado por nosotros
como los pies descalzos de este invierno de pobres,
en tus brazos quedan aún rostros de amor abandonados,
después de haber amado
regresamos al fuego, la furia, la injusticia.

En la ciudad que gime como loca
el amor cuenta bajito
los pájaros que han muerto contra el frío,
las cárceles, los besos, la soledad, los días
que faltan para la revolución".

Juan Gelman


Montevideo. Mayo, 2016.

viernes, 23 de junio de 2017

Conectados

“En el mundo que habitamos la distancia no parece 
ser demasiado importante. A veces, da la impresión de que 
sólo existe para ser cancelada; como si el espacio fuese 
una invitación constante al desdén, el rechazo y la negación. 
Dejó de ser un obstáculo desde que se necesita 
menos de un segundo para conquistarlo”.

Zygmunt Bauman

[De "La globalización.
Consecuencias humanas". 1999]


Pista de patín en Rambla Parque Rodó. Montevideo. Abril, 2017.

miércoles, 21 de junio de 2017

Cuando se trata de usted, yo me quedo sin palabras

A los seis años, a Fernando le vinieron con un paquete más grande que él. Fue en la casa de sus abuelos, donde vivía. Había un zaguán, una puerta de cancel, las habitaciones al costado y un patio. Desde el patio vio que sus padres llegaban con un paquete que era prácticamente de su altura, y le dijeron: “Esto es para vos”. Fernando nunca pensó en un regalo tan grande, envuelto en ese papel azul duro, de embalaje. Tampoco podía imaginar que era una guitarra. Y con ella, un libro de solfeo y un cuaderno con pentagramas. La semana que viene vas a empezar a tomar clases a cien metros de acá [de su casa], le dijeron sus padres. Con Noemi, una joven argentina de unos 25 años que se había instalado en el barrio hacía muy poquito.

Noemi había puesto un cartel grande de metal en la puerta de esa casa convertida en conservatorio que decía: “Se dan clases de acordeón, guitarra y piano”. Fernando no tuvo opción. Tampoco se le cruzó por la cabeza contradecir a sus mayores, discutir una posición de los adultos, para él estaba fuera de toda posibilidad. Entonces paralelo a la primaria y a treparse a los árboles y a andar en bicicleta con sus primos, empezó a conocer la guitarra y a tocarla. Sin demasiadas ganas. El solfeo era tedioso. Con Noemi, el niño tímido empezó a tocar canciones del folklorismo, de los Chalchaleros, de Atahualpa Yapanqui. Y más tarde a Zitarrosa. Recordándote fue la primera canción de Alfredo que Noemi le enseñó.  A sus padres, pero sobre todo su madre, le gustaban la bossa nova. El padre era una fanático del tango. Mirá, mira esa canción, le decía cada vez que la radio pasaba un tema que a él le gustaba, durante los viajes que hacían juntos en el camión recorriendo Uruguay. El padre era camionero. El niño paraba la oreja cuando los acordes le llamaban la atención. Y escuchaba.

Tenía musicalidad y cantaba afinado. Por eso el profesor de coro del Maturana, le decía: "Cabrerita quédate, no te vayas". En el liceo tampoco tuvo opción. Hacía el coro a “regañadientes” mordiéndose las ganas, todo el tiempo, de patear una bola en el patio de su casa, en un campito, en lo verde inmenso del Prado. Además pensaba que después de todo, por qué si era tan bueno el profesor lo tenía en la segunda voz del coro y no en la primera. Es que la segunda voz, en realidad no era para cualquiera. Era la más difícil. En ese tiempo Fernando se sumergió en la música de Osiris Castillo, de Aníbal Sampayo. En el liceo andaba siempre buscando con quien juntarse. Con el muchachito que tocaba el violín, por ejemplo, para ver qué podían hacer juntos. Y recorría media ciudad en busca de un disco.  Al  Palacio de la Música de Paso Molino iba a buscar los discos  de los Beatles.

Desde los seis años vivió así, sin imaginar lo que la música significaría para su vida. Fernando no recuerda una época en su vida en que no hubiera estado vinculado a la  música de una manera muy natural. Tampoco se acuerda cómo hizo la primera canción ni cómo se lo propuso. “Creo que debo de haber dicho, bueno por qué no intentar hacer una canción si toco desde niño”, contó. La hizo, y hoy sigue siendo así. Siempre se le ocurren ideas. En la casa, dice, tiene vasos y recipientes llenos de lápices y gomas y sacapuntas  por todos lados. Y hojas y blog y cuadernos y pedazos de papeles con una frase o media estrofa, y fragmentos que van formando un caudal de cosas. “Puedo vivir cien años más que no preciso componer, porque tengo millones de ideas para terminar, pero el punta pie inicial ya está”, dice. Cuando Fernando va caminando por la calle, se sienta en un bar o se va de viaje, lleva siempre un papelito y una lapicera. Aunque las ideas se le duerman, aunque, no escriba nada en ese momento. En su cabeza tiene una especie de flujo musical que no para nunca. El cerebro está desarrollando todo el tiempo, se ríe. Pensando en una armonía,  en un acorde. Creo que no me vuelve loco, ríe de nuevo. O más eso es lo que lo salva, se corrige. La música lo salva.

La guitarra que lo acompañó en la noche de ayer no era tan grande como la que le regalaron de gurí. Y se abrazó a ella y cantó:

“Te abracé en la noche
era un abrazo de despedida
te ibas de mi vida

Te atrapó la noche
la oscuridad traga y no convida
quedé a la deriva

Tal vez fue un derroche
los sentimientos más bendecidos
flotan como idos…”


Con esa se despidió. 


Fernando Cabrera en la Sala Hugo Balzo del Auditorio del Sodre, anoche, en el ciclo “Rueda” creado por Música de la Tierra, una propuesta con un formato intimista, un concierto-entrevista, dirigido por el periodista Diego Barnabé. 

lunes, 19 de junio de 2017

Una movidita

Matilde seguía los pasos. Los del reguetón que sonaban en la pantalla y los del flaco y la piba  que fueron a hacerlos bailar. Gladys se movía menos que Matilde, pero también zarandeaba las caderas. Perla miraba, desde la silla porque ayer le dolía el cuerpo. Pero no paraba de reírse. Fueron varios los que rieron. Felipe levantaba los brazos también desde la silla, pero la de ruedas. Manolo hacía lo mismo desde su motoneta. Y tocaba bocina. La mañana del domingo fue atípica en el Hogar Israelita. En la sala principal cerca de treinta ancianos participaron de la actividad del Día de los Abuelos. Cuando “sonó la campana y el fin de semana se deja ver…” varias ancianas abandonaron las sillas y siguieron a Matilde que no paró de bailar, y al ritmo de Ricky Martín con La Mordidita aquellos cuerpos entraron en calor. Cuando cantó Gilda algunos ya sudaban. Después le dieron cuerpo y alegría a Macarena y las manos de todos tocaban las cabezas y las cinturas, y los brazos se estiraban. Un beso a todos los que nos están mirando, dijo Matilde a través de un celular, a todos los amigos que en Facebook los miraban en vivo y en directo. Esto es maravilloso, soltó con esa seriedad que tiene estampada en el rostro. Pero Matilde es de las más fiesteras de todas las ancianas del hogar. Y todos celebraron y rieron.





Fotos: Hogar Israelita, ayer. Montevideo, 2017. 

domingo, 18 de junio de 2017

Otoño que te estás yendo

"Idas las moscas vuelvo al recurrente
sueño en que la hojarasca incontrolable,
lejos de las escobas y las quemas
sepulta a la ciudad en su beige (eza).

Indignado va el cielo ensangrentado
Desde marzo hasta junio nubarrones".


Horacio Cavallo

Montevideo. Mayo, 2017.

martes, 13 de junio de 2017

Sin llave ni tango ni amor

Jueves 10

El candado se cerró para siempre. Las llaves volaron por el aire y cayeron en algún lugar, lejos. En un techo, sobre una ventana o tal vez dentro de una planta, o sobre algunos de esos escalones de hierro que, juntos uno sobre el otro, forman como un caracol y llevan a una azotea de alguna casa. Quién sabe. Pao y Nacho figuran dentro de un corazón hecho por él mismo, sobre el metal brillante de un candado. Lo hizo la noche anterior cuando planificaron ir a esa fuente que acumula candados para seguir la leyenda. La que dice que al colocar un candado en la fuente con las iniciales o los nombres de dos personas que se aman, volverán juntas a visitarla y su amor vivirá para siempre. Nacho no cree en eso pero hace los que sea para ver feliz a Pao. Entonces celebran por esas llaves que nadie sabe a dónde fueron a parar y el candado que quedó en la fuente. Por el día en que la vida los cruzó y se ennoviaron, y ahora que decidieron vivir juntos por todo lo que vendrá: los viajes, la casa, los hijos. Por el amor. Por todo junto. 

Malena está por tomar un café. O una cerveza. Elige una mesa afuera. Las de adentro le avivan la memoria por ese amor que ya no está. El boliche es puro recuerdo. En otra mesa parece que Carlitos también va tomar un café. Lleva un traje marrón y lujoso y un sombrero a tono. Una estampa el Mago de los tangos que posa para los extranjeros y algún lunático como esa vieja despeinada con chaqueta y pollera a cuadros y unos dientes menos, que lo abraza y sonríe para una foto que nadie saca. Malena espera al mozo y mira. A la mujer que le sonríe a nadie pero a todo el que pasa –pobre tipa piensa–, a Pao y Nacho que se besan frente a ella. No es la primera vez que a Malena se le cruzan parejas que caminan de la mano o se frenan por un beso, cuando ella tiene el corazón roto. El recuerdo de él se le viene encima. Su rostro, su piel, su sonrisa, sus pestañas largas, su mirada, sus caricias, su olor, sus abrazos, sus curvas, la química de sus cuerpos cuando se encontraban. Malena seguiría abriendo las puertas de esa casa, la de él. Pero ya no tiene llaves. Ahora él quiere estar solo. Aunque la quiere, y aun sabiendo ella que en realidad, él no está solo.

Los parlantes del boliche largan acordes. Una guitarra, un piano y un bandoneón que le erizan la piel a ella cuando el mozo aparece, por fin, con la Stella, porque qué mejor que el alcohol para matar las penas. Una morocha de labios rojos (un rojo bien furioso), moño grande, vestido ajustado y tacos finos se deja llevar por un caballero de pelo engominado y traje gris,  mientras Carlitos entona. Malena –la de la canción– canta el tango como ninguna y en cada verso pone su corazón-. Malena –la de piel y hueso– aprieta los labios para atajar las emociones que no quiere soltar delante de la gente y los bailarines que no paran de girar, y porque él no se merece ninguna lágrima. Ni una.

A ella le gusta el tango y lleva ese nombre porque su viejo era un fanático de ese tema y de El Mago. A Malena que no canta el tango, pero como la de la canción  tiene los ojos oscuros como el olvido y los labios apretados como el rencor, le muerde la rabia y la furia y la tristeza y el dolor por ese hombre que la quiere, pero no se la juega por el amor que ambos sienten. Un amor sin duda.

Tus tangos son criaturas abandonadas que cruzan sobre el barro del callejón cuando todas las puertas están cerradas, canta Carlitos. La puerta que me cerraron, piensa Malena y toma otro trago. Malena se convence que ya está, que por algo pasó, que el amor no es para siempre y que no todas las parejas que sellan sus nombres en candados siguen siendo  parejas, o sí. Quizás sólo ella tenga mala suerte con el amor eterno. Si es que existe el amor eterno.

Malena controla el llanto que sabe largará al día siguiente cuando vea a la mujer que lleva el mismo nombre que la rubia de la botella pero con E. Malena llegará al consultorio de siempre. Se sentará en el sofá de siempre. El de tres cuerpos. Se abrazará a un almohadón como siempre. La rubia de rulos largos sentada en el sillón de un cuerpo, el de enfrente, que la analiza una vez por semana, le preguntará cómo está, cómo estuvo la semana. Malena respirará profundo. “Solté lo que tenía que soltar”, dirá con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Cómo te sentís con eso, será la próxima pregunta de la terapeuta. Malena respirará hondo de nuevo. Quedará muda unos minutos, una eternidad para ella, frente a la mirada intimidante de Estela. Cómo me siento con eso… se dice en voz alta cuando mira al mozo y le pide otra Stella, adelantándose a la próxima pregunta que sabe, la otra Estela, le hará. Cómo contárselo, cómo ganarle a ese dolor que le causa el desprendimiento de ese amor, de esas llaves, y le duele como cuando el corazón de un ser querido deja de latir. Como si alguien hubiera muerto.

Martes 8

Suena el despertador. Abre los ojos. Toma conciencia. Sabe que hoy el día no va a ser fácil. Le cae un mensaje. Es él. Le confirma que a partir de mediodía estará en la casa. Que la espera. Quiero devolverte la llave, le escribió ella unos días antes. Es que seguir así no tiene sentido. Lo extraña, pero sabe que en algo anda. Ella baja del bondi. Camina cinco cuadras con las manos en los bolsillos. En el derecho, las llaves que ya no le pertenecen. Las envuelve en el puño, las aprieta. Las piernas le tiemblan. Llega al edificio. La puerta está abierta. Justo hoy está abierta. No necesita llave para abrir. La doña que limpia el edifico le devuelve una sonrisa sutil a sus buenos días. Hace tiempo no me ve, piensa. Para en el primer piso. Afloja las piernas. Siente como si el corazón se le fuera a desprender del pecho. Cierra los ojos. Respira. Toca timbre en el 17. Para qué usar la llave si ya no le pertenece, si él está adentro. Su cara no es buena. Me había dormido, le cuenta después de apretarle la mejilla con un beso y rozarla con la barba que se dejó. Se sientan, se miran.

– ¿Cómo estás? ¿Cómo vas con tu nuevo viaje? –es directa. Para qué andar con vueltas si sabe todo. Estaba segura que iba a ser ella la que rompiera el hielo.
– No te quiero lastimar– se ataja él con cara de niño abandonado.
– Está todo bien, Chiqui– lo nombra como él la llama a ella. Pero, ¿te pensás que soy estúpida, que no se sé que estás con alguien?

Él queda perplejo y no es así, se defiende cuando ella nombra la traición. Que no, que la quiere, que sigue en su mente. Que nunca va a tener tanta química con otra  mujer como con ella. Que si queres quédate con las llaves, pero para qué. ¿Para entrar y verte con otra?, no duda ella mientras él se emperra en recordar el viaje en barco y el de la costa que él no conocía y la orquesta de tango y el tren y los subtes y los helados.
Malena quiere creerle, pero le cuesta. Detesta absolutamente todo en ese instante. Su casa, su mascota, el mundo entero. A él. Y para frenar la bronca abre la sidra que compró en alguna fiesta y sigue en la heladera. Es que tampoco permitirá que la tome con la otra. Por qué no celebrar, entonces, que se conocieron y todo lo que vivieron. Y el corcho revienta en el techo con la misma furia descontrolada, la de ella que enseguida hace sonar las copas, aunque a él le parezca más loco que abrazarla y decirle que la sigue queriendo, a pesar de que no es hombre de compromisos serios ni lazos afectivos tan intensos que pueda sostener. Y que está con otra.

–Perdóname Chiqui– dice él sosteniéndole la cara son sus manos como cuando le partía la boca de un beso. Ahora es él el que sostiene el llanto y la abraza de nuevo, bien fuerte, sin percatarse que ella le echa un vistazo al cuadro que compraron juntos, al equipo de música del que sonaron los diecinueve días y las quinientas noches, esas noches interminables con cervezas y vinos y forros, entre películas que rememora cuando los ojos se topan con la pantalla grande, a esa altura, hinchados por el dolor que cala hondo en todo el cuerpo, lo siente ella cuando se levanta, pasa por el escritorio y ve las llaves, las que fueron de ella, y sin mirar hacia atrás dice adiós para siempre.
 
Jueves 10

La fuente está rodeada de turistas y curiosos. Las iniciales V y G se estampan en un candado dorado. Quizás Vivi y Guille, tal vez Vero y Germán o Valerio y Guillermina.  Son cientos los nombres e iniciales que se prometen amor para siempre,  pero Malena sabe que eso es puro verso –como se llama la librería que está a media cuadra–. Malena no cree en el amor ni mucho menos en esa estúpida leyenda del candado y las llaves y la fuente y el amor para siempre. Para Malena no hay forever.
La guitarra sigue sonando desde los parlantes. El bandoneón hace lo suyo. El hombre de traje gris –como el de la canción de Joaquín que Malena escuchaba con él (todo lo asocia con él)–  hace girar a la mujer del moño y zapatos en punta. Le engancha una pierna sobre la de ella como una caricia y la roza con el mocasín, también en punta. Cabecean, giran, se frenan, dan un paso atrás, otro al costado, él acomoda una mano en la cintura de ella. La bailarina hace lo mismo con su mano en la espalda de él. Sus otras manos se aprietan y quedan en el aire. Sudan. El tango los guía como a Malena la Stella por la furia y dolor de ese romance que quiso y no pudo ser y solo nombra cuando se pone triste con el alcohol, canta Carlitos.

Son varios los que paran a ver el espectáculo que para Malena es patético. Todo a ella le resulta patético. La vieja despeinada de chaqueta y pollera a cuadros sigue posando para fotos que nadie saca. Y abraza a El Mago porque nunca imaginó que iba sentarse a su lado. ¡Carlitos!, suelta mirando a Malena.

–¿No tenés vos una cámara?– le pregunta para robar una imagen que jamás verá porque aunque alguien la saque no tiene cómo guardarla.
Malena toma los últimos tragos y contiene el llanto que la amenaza de nuevo porque Nacho y Pao empalagan con tantos besos. Malena quisiera levantarse y decirles que no es lo que ellos piensan, que el color de rosas del principio después se desvanece, que convivir es otra cosa, que fregar platos y hacer mandados, que el espacio de uno y de otro y que hay que salir y hacer cosas nuevas porque la rutina, y la confianza y las mentiras piadosas, otra vez recuerda Malena las canciones de Joaquín y a él, y las tardes enteras debajo de las sábanas y las pizzas y fainás entre caricias y la noche del porro.

De la guitarra sale el último acorde de Malena. Los bailarines hacen el último paso, a Pao se le cae el candado que Malena alcanza a ver de cerca. Debajo de sus nombres, dentro del corazón, Nacho escribió una fecha. Seguramente cuando ellos decidieron sellaron su amor en un candado sin llaves. La mismísima fecha que Malena se quedó sin las de ese amor. Y ahora, como la de la canción, tiene pena de bandoneón, cierra Carlitos en el instante que un alquien la sorprende:
– Chiqui, no me darías una monedita pa’ el bondi–estira la i un pichi que le ruega con las palmas juntas, debajo del mentón. ¡Por favor Chiqui!
–No tengo flaco, no tengo– responde atónita y con la voz quebrada, sin sacar del bolsillo del saco las manos en busca de esas llaves que ya no están.
Entonces Malena no puede. No puede con el llanto ni la pena ni el amor. 

Fuente del Bar Facal. Montevideo. 2014.

sábado, 10 de junio de 2017

Brillante sobre el piano

"...El tiempo nos ayuda a olvidar
Allá, el tiempo que me lleva hacia allá
El tiempo es un efecto fugaz
Y hay, hay cosas que no voy a olvidar…”


Fito Paéz


Fito Páez en la Sala Adela Reta del Sodre. Montevideo. Diciembre, 2016.


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jueves, 8 de junio de 2017

Esas noches

“Hay noches que quisiera
cerrar puertas, portones, ventanales,
oírme respirar,
creerme un poco”.


Horacio Cavallo


Rambla. Montevideo. Marzo, 2017.

viernes, 2 de junio de 2017

Made in Uruguay

Centro de Montevideo. Mayo, 2017. 

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