martes, 29 de agosto de 2017

La realidad supera la ficción

Escena 1

Ana es dramaturga.  Hace treinta años escribe obras de teatro. Pero hoy se dedica a pegar cierres y hacer dobladillos. Es que la jubilación de diez mil pesos no le alcanza. Antes de cocer, pasaba horas amasando, revolviendo cacerolas entre el calor del horno, cocinando para salir a vender. Seguramente con la historia que ya había empezado a escribir –o  en la siguiente– girándole en la cabeza. En esas idas y venidas pensaba cuántas mujeres en Uruguay pueden hacer una pascualina y venderla, pero cuántas pueden escribir una obra de teatro. La pregunta le sigue dando vueltas aun cuando disfruta de sus siete nietos y la bisnieta, cuando está en el taller de escritura que dirige, durante las treinta y cinco horas en los salones grandes y fríos de la Universidad de Trabajo de Uruguay, en las clases de guion y narrativa que le da a decenas de jóvenes que sueñan ser dramaturgos como ella, y son testigo de lo que a Ana le llena el alma. Y de lo que no puede vivir. 

Escena 2

Hugo es dramaturgo y docente como Ana. También es actor y director. Pero trabajó veintinueve años en una reconocida tienda, ahora sin vida, y más de diez años en un canal de televisión. Con esa jubilación sostiene el techo: El alquiler y los gastos comunes del apartamento donde vive, en un edificio céntrico que está a pocas cuadras del Banco de Previsión Social. A donde fueron a parar todos los aportes que acumuló durante más treinta años de vida laboral. Hoy, desquitando los gastos básicos y necesarios de la vivienda, a Hugo le sobran ocho mil pesos al mes para comer, pagar la luz, los impuestos de los que nadie zafa, vestirse, trasladarse en ómnibus, enfermarse si a su cuerpo le da por rebelarse, y darse un gusto. 

Escena 3

El silencio retumba en el salón que parece grande pero no tiene más de cien butacas. Cristina revisa que no quede una llave por levantar. El salón se ilumina. Se acuerda de las botellas con agua y las dos copas, para los protagonistas del encuentro que durante una hora tendrán voz y voto. Suena un teléfono. Cristina contesta con la misma espontaneidad que cuando está arriba del escenario y se mete en la piel de otra mujer. Liliana por ejemplo, la esposa de Cacho, el mecánico del barrio, que es un guampudo en realidad porque ella se enamoró de otro más joven y más bonito, pero pobre Cacho, decía ella en Las Mujeres no saben decir adiós**.  Cristina sabe moverse arriba de las tablas. También sabe de ese tema en que los viejos son viejos cuando a la gente le conviene. Lo leyó, lo analizó, le dio vueltas al asunto que terminó en una tesis de más de veinte páginas que llamó la “vejez a porscenio” y le dio el título de psicóloga. Una tesis que además fue fruto de los talleres semanales en un residencial de baldosas brillosas y una zona para nada paqueta. Allí le roba la sonrisa a decenas de viejitos que todos los días pelean con las canas, las arrugas, las nanas, lo que no pueden hacer porque sus cuerpos ya no están para esos trotes, la soledad, el tiempo.
– Ya queda poco Huguito, ya queda poco– le dice Cristina a su colega cuando mira la esfera redonda que le tapa la muñeca, y se le arruga la frente.
Hugo está de brazos cruzados en la silla, detrás de la mesa, pronto para el encuentro en el que, junto con  Ana, será protagonista. Suena un timbre que parece a recreo escolar pero no. El Samsung de Cristina le avisa que alguien espera afuera y no sabe cómo llegar al salón de actos de la facultad donde miles de alumnos estudian los que muchos dicen, es para locos.

La gente va llegando al baile, dice alguien en broma. Pero el baile no tendrá música de fondo. Sólo las voces de quienes tienen años de experiencia escribiendo historias, dirigiendo a los actores que son los que dan  la cara a un público muchas veces númeroso, interpretando lo que en principio fue sólo una idea, una imagen, una sensación, una emoción, de muchos dramaturgos como esta mujer que cocinó, pegó cierres e hizo dobladillos, y que los espectadores no ven. O este hombre que a la madre se le antojó ponerle Hugo, pero tuvo varios nombres, en realidad (según la obra y el personaje del momento), y siempre la responsabilidad encima de cumplir la expectativa de un público que a veces es impertinente y otras no tanto. La idea luego toma cuerpo, agarra color y el estreno se agota. La obra se mantiene en cartelera un mes, dos, o un año si el éxito anda en la vuelta. Y se levantó el telón.

Escena 4

Mónica también es psicóloga y como Cristina sabe lo que es tratar con viejos. Lo vive a diario como integrante del Centro Interdisciplinario de Envejecimiento de la Universidad de la República. Cristina se había emperrado en  ese asunto de pensar cómo se construye la vejez en un país tan pequeñito como el nuestro, lleno “de viejos” que no tienen voz, pero sí voto y jubilaciones miserables. Y Mónica le siguió la corriente. Un día, hace un par de años, cuando a la ministra María Julia Muñoz se le dio por decretar la esencialidad de la educación y la avenida principal se llenaba de túnicas y carteles rojos con el 6% del PBI y miles de estudiantes y profesores y maestros no eran tenidos en cuenta en la lucha  por sus derechos, a Cristina y Mónica se les ocurrió hacer un relevamiento de las obras en cartel y observaron que más de un treinta por ciento de ellas trataban la vejez o el envejecimiento. Los viejos sí eran tenidos cuenta no por el gobierno, pero sí por quienes piensan una obra, le dan forma y color. Algo estaba ocurriendo. Algo había que hacer. Ahí fue que a Cristina se le prendió la chispa. Esa que tiene cuando un personaje se le mete adentro. Juntó la sabiduría que adquiere en su propia casa escuchando a decenas de pacientes y las vivencias con los ancianos del residencial y creó el espacio mensual Teatro Foro que tiene platea y protagonistas desde los primeros meses del año, y este mes le dio por relacionar la vejez con en el teatro nacional. Y se levantó el telón.

Escena 5

Cristina los presenta, aunque Hugo y Ana no necesitan presentación. La hace corta porque el tiempo corre. El debate empieza. Ana hace ademanes, abre grande los ojos y mueve las manos. Hugo mete opiniones y argumentos cada tanto con esa voz que no necesita micrófono. A la platea sigue llegando gente aunque ya pasaron más de quince minutos de la hora señalada. Los uruguayos tarde como siempre. Un par de estudiantes y adultos de más de cincuenta. Casi todas mujeres. Unas en plena actividad laboral, otras esperando la jubilación y unos pocos pensando qué carajo hacer con tanto tiempo libre. Ese tiempo que a veces los hijos les roban a los padres, ya “viejos”, con el cuento de que quién mejor que la abuelita va a cuidar de los nietos. Pero no. A Ana no la agarran para eso. Ya bastante tuvo con el sistema. El que pagó jubilaciones vergonzosas y le sigue pagando a miles de laburantes que trabajaron una vida por dos vintenes. Sin contar los que siguen trabajando, a pesar de los años y las canas y los cuerpos agotados, porque la jubilación no alcanza, por este síntoma casi enfermizo de una sociedad “poco inteligente”, en la que no puede haber personas que crean que una jubilación de diez mil pesos ayude a alguien, se quiere convencer Ana. Es una de las injusticias más grandes que tiene nuestro país, porfía desde la silla. Desde las butacas rojas, pocas vacías a esa altura, muchos le dan la razón. Y asienten con la cabeza. Ana retruca que la culpa es nuestra –la del pueblo– por aprender mal la lección de Varela “porque aquello de que somos todos iguales en el banco de la escuela, termina emparejando para abajo”. Ella lo siente cuando piensa en esos países que a veces son considerados culturalmente inferiores como Colombia, Nicaragua y Ecuador, donde al artista se le da una renta de por vida para que se dedique a su arte, porque esas sociedades consideran que ése artista los está representando. Y en nuestro país, luchamos hace años por una ley que nos ampare y nos reconozca, sigue Ana ensimismada. Y mientras tanto, vemos perfecto que el artista se muera de hambre. En la sala el silencio es más grande que el salón de actos. Más grande que la facultad de los miles de psicólogos con título.

Escena 6

Un día sonó el teléfono en la casa de Hugo.  “Tenés que jubilarte”, le dijeron del canal donde trabajaba. Así nomás. Hugo no estaba enfermo, ni lo había estado. Estaba viejo para el lente miope de unos cuantos. Fue uno de los cachetazos más fuertes que recibió en su vida. De esos que a cualquiera le lleva meses de recuperación. Porque una cosa es que uno se prepare psicológicamente (en eso que Cristina y Mónica saben bastante) y uno diga me quiero jubilar. Otra es que te llamen y te digan: Tenés que jubilarte porque estás viejo. Pero Hugo  se siente como un motor cero kilómetro. Y se juró que así iba a ser, por él mismo y por esos que piensan que por llegar a los sesenta “sos un viejo que no sirve para nada”. Hugo habla a veces como si tuviera más años de los que tiene, de los que esos pelotudos le encajan encima. Pero aparenta menos aún de lo que engaña su pelo blanco y su frente ancha.  Y en eso anda. Aunque peleé con la jubilación,  el debate se avispere y la platea se alborote. Es que cuántos adultos mayores tienen una mente lúcida y una vida muy saludable y, sin embargo, no pueden volcar sus recursos porque en el imaginario social prima la idea de que el viejo es una persona “descartable” y que salió del sistema productivo y que ya es una molestia y que “no sirve para nada”. Ana mete cuchara de nuevo: Lo que sucede, retruca, es que hay un potencial que no es visualizado desde afuera que no se reconoce socialmente. Pero los adultos mayores no son un sector que en la vida política estén por fuera, porque antes de abrir la mesa de votación, en una elección nacional o departamental, hay una cola de una cuadra de ancianos, o más, incluso con bastón. “Entonces para votar no somos viejos”. Una señora que la escucha desde la platea y es docente de teatro de la Asociación de Jubilados y Pensionistas de Atlántida, le da la razón, argumentando que sus alumnos, que rondan entre los 65 y 90 años, le exigieron que no les mandara hacer “cosas de viejos”. Jugar a las cartas, por ejemplo. “Ellos quieren compartir y estar en contacto con otras cosas. Van a una escuela y les leen a los niños, y los gurises los adoran” porque lo que dicen los abuelos “no son pavadas”.

Escena 7

El teatro es un reflejo de la realidad. Y si los adultos mayores no estuvieran en la narrativa y en escena, dice Ana, sería como negarlos. Además cuando los ancianos participan del teatro, sean o no profesionales, rejuvenecen, reviven. Ana se prende de la copa. El agua sin gas le baja por la garganta, seguramente más seca que cuando llegó, mientras Hugo asegura que los ellos mismos, como docentes, se retroalimentan a la hora de enseñarles teatro a los viejos.  
El debate se puso bien jugoso parece que dijera la cara de Cristina cuando son varios en la platea que piden la palabra. Pero Mónica porfía en analizar la complejidad del envejecimiento y se le ocurre cuestionar cómo se articula esa cuestión de uno envejecer y vivir en un país envejecido, a la hora de construir un personaje y elegir una obra de teatro.
Hugo dice que a veces es difícil porque las realidades no son tan cercanas. “A los 28 años tuve que recorrer residenciales para personificar a un adulto de setenta años con parkinson y hemiplejia”. Fue otro “cachetazo”, en un lugar tan distinto donde habitan personas que más que viejas están enfermas. Lo que sucede es que el fenómeno casa de salud se traduce y homóloga a la vejez como sinónimo de abandono, de soledad, de muerte. Hay una “vejez enferma” que en general es la construcción social de la vejez, agrega Mónica que también hace ademanes. Pero más allá de eso, vos construiste tú vejez negándote a la idea de que a tal edad tenías que jubilarte, le dice a Hugo. Sin embargo, sigue, hay muchos viejos que sí quieren cosas para viejos porque no conocen otro mundo. Entonces, ¿cómo desafiamos las distintas ofertas y no caemos en ese estereotipo? ¿Cómo habilitamos la posibilidad, por ejemplo de esta señora [una de la platea] que, aunque sea vista como la heroína de la familia, quiere ir a la farmacia a comprar cannabis con el nieto, y cómo habilitamos a la vieja que quiere ser conservadora?, cuestionó LLadó. Y muchas son las cabezas que vuelven a asentir como si todos tuvieran la razón y al mismo tiempo nadie. Y cada uno piensa como piensa. 

Escena 8

Ana toma de nuevo la posta. En su caso, dice, oscila entre la denuncia de la situación y a veces la otra mirada, donde cree que hay mucha fuerza y potencial. El tema para ella pasa por la voz de los que no tienen voz. El poder mostrar o hacer hablar a las personas que no tienen un espacio para expresar cómo se siente, como está, qué sucede con su vida, y en donde la cultura que se trasmite, los medios de comunicación y la tecnología juegan un papel importantísimo. Porque todos estamos de acuerdo en que la comunicación ha florecido de una manera extraordinaria pero –y ahí es que Ana abre más los ojos– estamos siempre mirando pantallas y no nos miramos a los ojos. Y otra vez, el silencio queda inmenso en ese espacio, porque lo dice alguien que tiene la experiencia  de trabajar treinta años en un ámbito donde el principal medio de comunicación son los ojos. En teatro los ojos hablan.  
“Durante mi infancia había tiempo de ir a visitar a la familia, a los amigos. Se conversaba, se intercambiaban ideas, sentimientos, impresiones, nos mirábamos a la cara y los niños formábamos parte del encuentro y éramos mirados y apreciados”, contó Ana. “Ese contacto no sólo se perdió sino que tenemos una urgencia inventada, y es que vivimos apurados y nos hacemos tiempo para mirar al otro y abrazar a los que queremos”. Por eso Ana está convencida que es una cuestión de actitud. De cómo cada uno vive su vida y hace el esfuerzo por seguir ensamblado socialmente y no desconectarse, seguir siendo útil y mantener el sentido del humor. Si vamos a ser una carga para los seres queridos o un don. Es que a determinada edad, y sobre todo las mujeres, eligen ser diosas o víctimas por la chance de caer en el lugar de la conmiseración, de la mamá que hay que ayudarla porque se ve imposibilitada e inventan una enfermedad para sentirse rodeada del núcleo familiar. No hay una fórmula mágica”, dice esta mujer que se siente joven a pesar de los años, en los que ni piensa porque escribe historias, pega cierres y hace dobladillos. “Está en cada uno el secreto de cómo llegar a determinada edad, de cómo sentirse bien. Depende de nosotros”.

Escena 9

Entre unas treinta mujeres, no llegan a diez los hombres que llegan la sala. Un señor de pelo gris, y una barba como la de Santa Claus, pide la palabra. Se presenta sin nombre pero de profesión psicólogo, como si eso fuera lo único que importara. Es que el tipo con 86 años, sigue laburando porque no tiene otra que pagar cuentas, dice moviendo las manos. Ni un murmullo se escucha en este instante. Pero no hay que darle tanto valor a la edad cronológica. La palabra “viejo” se tiene que usar. ¡Sí señor!, levanta la voz, ahora como enfurecido. Hay que usarla, repite, porque el asunto no pasa por la edad. “Yo no les voy a decir que me siento como un niño, pero es un error pensar que después de los sesenta y cinco años se es viejo”. Y como jugando al truco, hecha el vale cuatro: “Estoy medio asqueado de escuchar esa frase de que viejos son los trapos, porque en realidad los trapos cuando se compran son nuevos, entonces no me vengan con que soy un viejo”. La realidad supera la ficción. Y se levantó el telón.

Ana Magnabosco, dramaturga. 

Señora participa en la actividad desde la platea. 

Hugo Blandamuro, dramaturgo, actor y director. 

Fotos: Teatro Foro “El abordaje de la vejez en el teatro nacional”, en el salón de actos de la Facultad de Psicología. Montevideo. Agosto, 2017.  

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domingo, 27 de agosto de 2017

Entre silencios

Encendí la lámpara que alumbra apenas. Elegí un vaso largo y dos cubitos. Sólo dos. Abrí la ventana. Me acordé de esos cigarros que tienen un sabor distinto y guardo hace meses en uno de mis cajones porque alguien me los regaló por no tirarlos, y yo fumo cuando necesito aliviar la pena. Entonces me quedé ahí, en la ventana, con medio cuerpo afuera y medio adentro, sintiendo el frío de la pared, pitando, tragando el sabor amargo del whisky –necesitaba sentir que ése trago me quemara por dentro y que el humo del cigarro saliera por mi nariz como liberándome de tanta mierda que a veces no me deja respirar–. Me quedé ahí, con la luna de testigo, sintiendo el aire caliente y húmedo de la noche.  Con su silencio. 
Mi silencio.



martes, 22 de agosto de 2017

El asunto en el que ni Dios se mete

Esa mañana Marta traía los ojos inflamados. Golpeó las manos y sacó a Tristán de la somnolencia que le ataca siempre por echarse al sol. Ladró. Nadie salió. Las manos insistieron apenas más fuerte. Tristán siguió con ese ladrido seco, ensimismado ahora en esa rabia que le sale a todo perro cuando alguien que no conoce se le para enfrente y quiere avanzar en su terreno. Aunque la mujer ni siquiera estaba segura si estar allí era lo correcto. Entonces pegó la vuelta y se marchó por el mismo camino de pedregullo calculando que los jueves a Ofelia le tocaba atender la biblioteca. Así que estaría enredada entre archivos, papeles y libros y esa pantalla grande que tiene un teclado y un ratón de juguete que Marta no sabe usar, atendiendo alguna llamada, aunque nadie levanta el tubo para pedir un libro. En el pueblo son pocos los que leen. A pesar de que las hermanas de la Misericordia todos los años renuevan los estantes con novelas y cuentos y algún ejemplar de historia o esos libros de autoayuda que alguna vez la misma Ofelia le ofreció leer a Marta.

Clarita, la que se parece menos a una monja y la más joven, siguió Marta calculando, estaría asistiendo a Marco en sus clases de primaria. Marco es el único niño autista en el pueblo. Sarita, la más veterana, estaría en el instituto que atiende a los chicos diferentes porque discapacitados es una palabra difícil para Marta que apenas sabe leer y escribir. Y Ana estaba de viaje por Almagro, había oído, en otra misión y con otras monjas.

Caminó sin saber a dónde en busca de algo que ni ella supo en ese instante. Atinó a entrar al almacén y pedirle un vaso de agua a Nino. Pero se daría cuenta de sus ojos inflamados y otra vez insistiría en meterse en el asunto. Además del cura Juan, el almacenero era el único hombre bueno que ella conocía, y hacía lo que fuera por defenderla y sacarla de esa vida perra. Así le decía Nino a la vida que llevaba Marta. Pero ella decía que no, que era una locura, porque mirá si el Carlos te lastima. Y aunque Nino es más joven, laburante y tiene cara de bueno, y le jura amor, felicidad y bienestar, es igual que todos. Marta está harta del palabrerío, de las promesas incumplidas. De los hombres. Hasta de Dios porque si realmente existiera ella no estaría pasando por eso.

Siguió caminando y esquivando pozos. Pensó en el banco de la plaza para aliviar el cansancio, para matar el tiempo, pero no. La plaza está rodeada de viejas que viven al alpiste de la vida ajena, como si no hubiera nada más que hacer en el pueblo, y su cara hinchada les daría motivo suficiente para estirar la lengua y meterse en el asunto. El que venía soportando hacía ya un tiempo. Ocho meses, diez, un año. O no. Eran dos en realidad, porque estaba embarazada de Camila cuando Carlos le dio la primera cachetada. 
– Buen día– se escuchó la voz de Mara, la modista del pueblo, saludando a la anciana de bastón que dice ser curandera y de la que Marta nunca supo el nombre, ni tampoco le interesa porque mucho menos cree en esas cosas.

– ¡Bueno!– gritó un hombre desde un camión al mecánico que pitaba un tabaco desde la puerta del taller, en ese tramo en que ella caminaba de cabeza gacha para evitar cualquier saludo, cualquier mirada, y apuraba el paso hacia la canilla del patio del fondo de la escuela, en esa hora en que el timbre del recreo sonó hace rato y para el de salida todavía falta. Tomó agua como si nunca lo hubiera hecho. Le resultó fresca. Se mojó la nuca, el pelo y la cara aunque sabía que a los ojos no los desinflamaba por un buen rato, por todo el día. Seguiría llorando si no fuese porque en la calle cualquiera vecino podía verla e irle a Carlos con el cuento. Marta quería esconderse de él, de su hija, del vecindario, del cura, de Dios, del mundo entero. De ella misma.

Caminó hacia el este, para el lado del río. Buscó la sombra debajo de ese árbol que alguien, alguna vez le había dicho que era un sauce llorón, porque se le ocurrió que al menos él la acompañaría en ese malestar. Y lloró. Lloró por esa mujer que la trajo al mundo y la dejó más de doce horas tirada en un tacho de basura –o al menos eso fue lo que le contaron en la institución de niños huérfanos de donde más tarde se escapó–. Lloró por una vida sin hermanos, ni abuelos, ni tíos ni primos siquiera, ni un afecto; por los años que tuvo que vender su cuerpo para comer cuando apenas tuvo quince; por esa hija que parió sin ganas por culpa de la violación del hijo de puta que dijo ser su padre, por el bebé que perdió por tanto maltrato de ese cretino que le prometió felicidad para siempre y ahora le gritaba y le decía puta y le daba con un cinto cuando se emborrachaba. Marta nunca supo defenderse. De nada ni de nadie. Ni de ella misma cuando le daba al paco y al alcohol, por tanto odio con su propia vida y la idea del suicidio que tuvo desde niña, y jamás concretó por la debilidad de decidir las cosas y tanta vergüenza junta. Marta no sabía decidir y vivía con vergüenza. Ese día no le quedó lágrima para soltar debajo del sauce, que aunque fuera llorón, no sufría tanto. Pasaron dos horas, tres. No supo. Cuando el sol la fastidió caminó, a paso lento, hacia a la casa de esas cuatro mujeres que no usan hábito y son la referencia del pueblo.

Golpeó de nuevo a la hora de la siesta. Lo más sagrado en San Miguel aun para las monjas. Ni una mosca volaba en el ambiente, se dio cuenta Marta cuando avanzó para husmear adentro de la casa antes que le entrara el miedo por ese perro sin raza que le mostró los dientes. Pero no era malo, le habían dicho. Tú eres bueno atinó a calmarlo sin tocarlo mientras pensaba cómo era posible que Sarita no escuchara a Tristán, si poco más que le salía espuma de la boca. Marta había escuchado que los perros largaban una espuma blanca de tanta rabia. O lo había visto en una película, o lo había soñado, quiso recordar cuando al fin Ofelia se asomó. A la monja le alcanzó verle la cara para saber que algo, que tenía ver con Carlos y ese asunto, no andaba bien. El mismo que sufrían varias mujeres en San Miguel, y sin embargo, no había remedio ni curación ni explicación para entender la violencia que ejercían esos  hombres porque sólo el hecho de ser hombres los creía dueños de todo. 

– Pasá querida, pasá– le dijo Ofelia con ese tono que no es del sur ni del norte de la provincia, sino de ese país de América que Marta tampoco recuerda el nombre ni sabe en qué parte del mapa está.
– ¿Cómo anda hermana? Disculpe la molestia–  le salió  a Marta como susurrando al oído.
– Pero Martita no es ninguna molestia, por favor. ¿Tomás un tecito?– ofreció la monja que supo que la visita no iba a ser como la de los médicos. A ver contáme, ¿en qué andas, qué te trae por acá?, preguntó de espaldas a la mesa y a las sillas donde se acomodó Marta. Fue una instante en que sólo se sintió el chorro de agua entrando en la caldera, el yesquero encendiendo la hornalla, el roce de las tazas, el azucarero, la heladera que Ofelia abrió para sacar el limón, la puerta del armario y el papel de las galletitas que abrió. Marta no contestó. Contenía el llanto mientras la monja pensaba cómo tantear el asunto que cada vez se cobraba más víctimas en el pueblo. De todas las hermanas Ofelia era la que tenía más tacto para tratar con el dolor.

– Pasé toda la tarde de ayer haciendo mandados, cocinando, fui a buscar a Camilita a la escuela, me preocupé por tener la cena pronta para cuando él viniera, lavé tres cuerdas de ropa– vomitó Marta después de su silencio. Pero se enojó cuando le pregunté por qué había llegado tan tarde y porque le eché en cara que había estado en el bar tomando, entonces me tiró el plato con el guiso en la cara y cinchó el mantel con los vasos, los cubiertos, la jarra de agua que voló y mojó todo, entonces Camila que estaba ahí, se puso a llorar y él gritaba más y más, y me decía que era una perra, que no tenía que importarme un carajo si había ido al bar, que era una reverenda puta, rompió en llanto Marta.  

–¿Entiende hermana, entiende? Me dijo puta adelante de la nena, me cinchó de los pelos y me dio una bofetada. Yo no aguanto más Ofelia, no aguanto más y no sé qué hacer. La monja le agarró la mano, la trató de calmar y la quiso convencer.
– Tenés que denunciarlo Marta, tenés que denunciarlo. Yo te acompaño a la comisaría.
– Pero y si se entera y me mata– la cortó Marta ahogada en el llanto.
– No podés seguir así querida, le estás dando tiempo a que reaccione cada vez peor y el asunto llegue a lo más tremendo. ¡Ah Dios no lo permita!– se persignó la monja mirando el techo como hablándole al mismo Dios. Mirá lo que le pasó a Patricia y a Graciela y a Julieta y a Rosa– enumeró, y la lista hubiera seguido pero Ofelia no sabía de otros nombres. Hacía ocho meses había aparecido el cadáver de Rosa machucado de tanto golpe por su marido Cacho, un año y medio antes el de Graciela, en julio de 2001 el de Patricia y en marzo del año anterior el de Julieta. Desde que Ofelia había llegado al pueblo, morían más mujeres por violencia que vacas y cabras y ovejas por las sequías.   
– ¿Y dónde está Camilita ahora? – quiso saber la monja.
– La dejé en la casa de mi vecina hoy de mañana, ni bien pude escaparme mientras él dormía.
– ¿Querés que la vayamos a buscar y te quedas acá, por lo menos esta noche?
– No sé Ofelia, no sé– dijo Marta intentando sostener el temblor de las manos y secándose las lágrimas. Seguro el Carlos ya está buscándome por el pueblo, porque no estuve en todo el día.  Y tengo miedo hermana, tengo miedo– largo de nuevo el llanto.

– Vení, vení– la levantó Ofelia de la silla y la tomó del brazo. Vamos a la capilla, por lo menos allí te vas a calmar un poco. Rezamos juntas. Respiras profundo y tratas de tranquilizarte, ¿te parece?– propuso la monja. Entonces las dos decidieron encender dos cabitos de vela, los únicos que le quedaban a la estatua de la virgencita de Cacupé, la patrona inmaculada que Ofelia había traído de sus tierras paraguayas.  
– Ella te va a ayudar, te va a ayudar– repitió la hermana acariciándole el pelo. Pero ese hombre no puede seguir en tu casa ni un día más Marta. Por vos, por tu nena. Tu hija te necesita. Tenés que hacer la denuncia, no podés seguir así, no podés, insistió Ofelia antes de que Marta se hiciera la señal de la cruz y las dos empezaran el Ave María y el Padre Nuestro, y de sentir a Tristán furioso, en otra rabia perversa. Había anochecido cuando golpearon a la puerta. Se miraron. Ninguna se decidió a moverse.


viernes, 11 de agosto de 2017

Blues night


Daniel Frappola en guitarra y Marcelo Martino en batería. Homenaje a Stevie Ray Vaughan. Boliche, Montevideo. Agosto, 2017.