Después de lo aprendido en el Taller de Arte y Plástica Bilú, varios
niños del Jardín de Infantes 291, junto a sus padres y maestras, pintan un muro para
embellecer la ciudad en la esquina de Canelones y Andes. Montevideo. Octubre,
2017.
Decía Cartier Bresson: “La fotografía es una forma de gritar lo que sientes”. Y sí. Ella es huella de la realidad, ésa que captan mis ojos. A través de la imagen, y con mi sensibilidad mediante, intento expresar la vida cotidiana, sus momentos, sus personajes, sus gestos y el instante preciso e inolvidable, grabado en la memoria, por siempre.
lunes, 30 de octubre de 2017
sábado, 28 de octubre de 2017
jueves, 26 de octubre de 2017
miércoles, 25 de octubre de 2017
lunes, 23 de octubre de 2017
sábado, 21 de octubre de 2017
jueves, 19 de octubre de 2017
Los abuelos de la nada
Libertad
está triste. Sus ojos brillan. Están paralizados en el vidrio, en el aire o en
algún punto del otro lado del ventanal. En lo verde del jardín, en la margarita
marchita, en el muro blanco lindero, en el banco de hormigón. O en la nada. Afuera
las nubes amenazan con desparramar una tormenta. Por lo fresco de esta
primavera rebelde. El invierno no quiere irse y Libertad lo siente en esa espera
interminable. Desde las siete en que en Rossana la despierta con el café con
leche, el pan con manteca y un pañal nuevo, hasta que el sol desaparece detrás
de la casona residencial donde vive hace ocho, nueve, diez años –no recuerda–
ella espera. Es que el tiempo pasa y uno no se da cuenta. Acá todo se detiene,
dice. Hay que arrimarse y poner el oído a la altura de su boca para escucharla.
Hace unos meses su voz sonaba fuerte, pero a Libertad la está matando el
desgano, asegura Rossana en una de esas vueltas que le da cuidadosamente sobre
la cama para ajustarle el pañal y ponerla coqueta para la visita. La de su
hija, la de su nieta. La de ambas.
Una
hora, nada. Dos, nada. Se hicieron las cuatro, merendó y nada. No es la primera
vez que pasa, pero bueno, hay que seguir, dice Libertad con una mueca que le
revela los dientes pero no se parece a una sonrisa. Hace meses que Rossana no vislumbra
un gesto de entusiasmo en esa abuela que ve a su familia gracias a las fotos. Una
joven morocha y de dientes blanquísimos, con los mismos rasgos, la abrazó en
algún momento. Un bebé con el torso desnudo y pañales como ella, le sonríe
desde un corralito. En otra pared, la Virgen de Fátima la protege. En la cabecera
de la cama el Sagrado Corazón de Jesús le pide que confíe. Entre las fotos, las
agujas del reloj se mueven. El tiempo pasa y uno no se da cuenta, repite
Libertad con la vista clavada, ahora, en la flor marchita.
En
el pasillo que une la sala de estar con la de la pileta donde Gladys friega noventa
platos, noventa vasos y ciento ochenta cubiertos, en ese rincón donde no entra
la luz del día por ventana alguna y los empleados marcan tarjeta, Carmelita
ojea revistas. Una Caras y Caretas de
cuando los porteños deliraban y las calles bonaerenses vestían banderas y
santos por doquier porque Francisco asumía como Papa; una Gente que muestra a Marcelo Tinelli de vacaciones por alguna ciudad
yanqui, una Sábado Show que exhibe al
famoso fulano que se casó con la sultana, y a la actriz de la novela que atrapa
a Carmelita por las tardes, y se juntó con un mengano. En esas páginas se
detiene, porque mira, mirá, qué bonita es, qué cuerpo tiene y actúa tan bien, le
dice Carmelita a Gladys y se ríe, sin dejar de estar pendiente de que suene el teléfono
verde de disco que está en la mesita ratona, pegado a ella. Dos horas lleva
Carmelita esperando que ese aparato suene. Es que me va a llamar mi hijo, suelta
con una ilusión del tamaño del residencial. Y esos ojos tan chiquitos se abren
exageradamente como los anteojos que calzan en ese rostro que tiene más arruga
que tamaño.
Gladys
tampoco es grande. Mide un metro cincuenta y seis. Pero a Carmelita el pecho de
Gladys le queda como almohada cuando la abraza. Me va a llamar, mi hijo me va a
llamar, repite la anciana de ochenta y seis años que para la funcionaria es
como un cachorrito. Por lo chiquito y lo inquieto. Mirá, mirá qué cuerpo le
muestra Carmelita la imagen de la mujer esbelta de la televisión, con la
esperanza hecha llamarada porque ese maldito aparato suene. Se da vuelta, lo
mira. Nada. Gladys es testigo de esa escena que se repite semana tras semana. Por
eso le pregunta qué pasó con el accidente que simuló la bruja de la telenovela para
que Carmelita se olvide, aunque sea por un rato, de ese teléfono. Entonces la
boca de la anciana es como una copera que larga pororó, entre los cuentos de la
mala y la buena, perdidamente enamoradas del rubio despampanante de ojos verdes
que es el protagonista, mientras la pileta es pura espuma y los platos y los
vasos, sí, suenan.
–Victoria–
le recuerda Luisa, la más veterana de las funcionarias, a Susy cuando clama por
esa mujer. Una mujer bonita que toca temas de actualidad y lleva gente
interesante, piensa Susy entre la saliva que no controla y le corre por el
mentón. Porque no puede. Porque es lo de menos.
–
¡Victoria Rodríguez!– grita ahora Ana porque Susy no oye ni con el aparato que
lleva en su oreja izquierda.
De
unas de las puertas salen funcionarios que hacen sonar el reloj con la tarjeta.
Unos entran, otros se van a la media hora de descanso –o de respiro como dice la
trabajadora más nueva– y otros dan por finalizada su tarea. La que muchos veces
hacen por más de ocho horas y dos vintenes. Mañana será otro día, saluda el
moreno de espalda ancha y cuerpo de elefante. Decenas de plantas le dan vida al
ambiente. Aún hay vida allí, ironiza Loreley que se queja. De la comida, de los
empleados que no saben manejarse con ancianos, del frío, del televisor que es
una porquería, de las rodillas, de que nadie la visita. Tampoco sale al patio,
ni al jardín, ni al zaguán. Apenas va al comedor cuando Luisa no la deja almorzar
en la cama para que se levante, se relacione con los otros o al menos ponga los
pies sobre esas baldosas llenas de historia. Tanta historia como la suya propia,
la de Susy, Libertad, Susana, Esther, Esmeralda, Rosa, Clara, Juan, Enrique y
Pedro y los cientos de ancianos que viven con ella. Luisa se acerca, le apoya
una mano en un hombro, le pide que camine aunque sea por adentro que le va a
hacer bien. Pero Loreley, que tiene menos años de los que aparenta a pesar de
la melena rubia y las uñas largas, redondeadas y pintadas con esmalte rojo
vivo, se queja. No puede más de las rodillas a pesar del bastón. Se cansa. Los
días pasan, insiste con un chasquido, una levantadita de cejas y esa voz mansa
de quien no quiere nada por los castigos del encierro.
Desde
que está en el Hogar, hace cinco o seis años –tampoco recuerda– Loreley desafía al espejo sólo para verse la
camisa, el saco, o si el rosario que cuelga de su cuello está derecho. Hace
tres años que no se detiene en las arrugas, las mañas y los achaques de todo viejo.
Cuando se ve en la imagen del portarretrato que adorna la mesa de luz, la que
está con su única hermana, se muerde los labios porque se percata de que la
foto es como el maldito espejo. Los años pasan, murmulla. Y para ganarle a la
bronca, a la decepción o a ambas, despega las nalgas de la silla, se prende del
bastón, se olvida del dolor de las rodillas y camina. Entre un pie que levanta
y el otro que apoya en las baldosas descoloridas y (algunas) rasgadas, dice que
para qué va a ponerse linda si la hermana ya no la visita. Hace meses que no
va. La soledad es perversa, retruca cuando pega la vuelta y esquiva el helecho que
le da otra energía al amiente. Pero ella no quiere nada con la vida. Para que
vivir así, dice, comiendo y durmiendo, sin una miserable visita.
Por
la claraboya ya no pasa luz. La primavera se pone más rebelde. Aparecen
bufandas, sacos de lana y hasta alguna estufa se enciende. El reloj marca la
hora en punto en las tarjetas. Los de túnica blanca de la tarde desperdigan
besos, los de la noche entran al ruedo. La cocina se prepara para la cena. Los noventa
platos y vasos y los ciento ochenta cubiertos vuelven a la mesa. Libertad, con
un baño y otro pañal encima, sigue en la amarga espera. La de su hija, su nieta.
O ambas. A Carmelita ya no le queda revista para ojear, ni charla para darle a
Gladys porque se fue y no volverá hasta el jueves. Está cansada. De ese rincón,
de la poca luz, de la espera. Pero no logra despegarse del maldito teléfono de
disco que aún no suena. La espera es eterna. Son varios los que esperan. Una
visita, una caricia, una charla, una llamada, un cómo estás, un precisas algo,
un te quiero. Esperan que el tiempo pase o, a veces, simplemente que Dios se
acuerde de ellos, porque para qué vivir así, siendo un estorbo, dice Libertad
con los labios ensimismados y los ojos, ahora, clavados en el techo como si
Dios la estuviera viendo. Las manos de Loreley se prenden del rosario que lleva
en el cuello porque también quiere que Dios se acuerde de ella cuando afuera la
tormenta, por fin, se desparrama, mientras el tiempo pasa y la soledad hace lo
suyo. Muerde.
Hogar de Ancianos Schiaffino. Aires Puros, Montevideo.
Publicado en la diaria:
https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/10/los-abuelos-de-la-nada/
miércoles, 18 de octubre de 2017
lunes, 16 de octubre de 2017
sábado, 14 de octubre de 2017
Un viaje por el trompa
A Raúl
algo le atravesaba el pecho. Una especie de morral hecho de cartón con una
correa que le colgaba del brazo, del hombro o del cuello. Ahí llevaba los
diarios. Y El Patriarca, con el ciento treinta estampado como cédula, siempre
con esa trompa. Como gurí chico. Una trompa que tiene de ancho lo que no tiene
de largo.
– ¡Diarioos,
diariooos!– gritaba Raúl.
Cuando El
Patriarca salió a recorrer las calles –en ese entonces de adoquines– porque a
algún obrero se le ocurrió que podía trasladar a la gente para ganarse el
sueldo, Raúl ni siquiera había nacido. Con esa trompa, más ancha que larga,
salió en el año treinta y siete a hacerle la competencia al tranvía. Por eso si
el tranvía tenía la línea veintidós, él o sus primos hermanos, usaban el mismo
número para ir de un lugar a otro. Aunque en aquel momento no había tantos
barrios y las distancias entre uno y otro eran más cortas. Así y todo, dicen
que los montevieanos caminaban kilómetros para llegar a una parada. Eran pocas
las paradas, eran cortos los trayectos, era otra la ciudad. Era otra la gente.
Cuando
una embarazada subía al coche, se le daba el asiento. A los ancianos y a los
maestros, también. A los niños se los educaba así, desde chiquitos, desde antes
de ir a la escuela. “Ahora, sube una embarazada a un ómnibus y, a veces, ni el
guarda se inmuta”, dice Raúl en un gesto de indignación o resignación, o las
dos cosas juntas, mordiéndose los labios y moviendo la cabeza de un lado a otro.
– ¡La
Mañana, El diario, El día, La Tribuna, diario!– repetía estirando la “o”,
arriba de El Patriarca.
“Cuando
íbamos al estadio, nos colgábamos del ómnibus con medio cuerpo afuera porque
era tanta la gente… Y cuando el coche paraba, algunos se colaban”, revive con los ojos
clavados en la ventanilla y el puño izquierdo prendido del barrote del asiento
delantero, mientras al entrompado no se le mueve ni un fierro. Pero Raúl siente
los saltos de las ruedas por los adoquines, a cuarenta kilómetros por hora –más
de eso El Patriarca no daba– en aquel recorrido que arrancaba en 18 de Julio,
la avenida principal, seguía por Constituyente, Bvar. España y terminaba en
pleno Pocitos, por Benito Blanco. Entonces
Rául se mueve en el asiento como si anduviera en el zamba del Parque Rodó –el
mismo barrio que lo vio crecer– y sube los hombros como si el trompa fuera a
treinta o cuarenta kilómetros, y largara ese calor insoportable, asfixiante
para los pasajeros que iban sentados adelante y para el chofer que viajaba con
el motor “pegadito” a su cuerpo. Era como sentarse al lado del horno de una
pizzería.
La
mayoría de los coches de esos años eran ingleses como tantos inmigrantes que
vivían en Montevideo. El Patriarca era inglés. Y es que en Uruguay hasta el año
cuarenta y cinco se condujo del lado derecho. El chofer la pasaba pésimo en esa
cabina de dos por dos, pegadita a la del motor, bastante hermética. El guarda también
la pasaba mal. Es que tuvo que esperar hasta el cincuenta y ocho para tener
asiento. ¿Sabes cómo sufría papito?, dice Raúl. A Laurenzo, su padre, le
quedaron las piernas a la “miseria” laburando de guarda cuando los boletos eran
de siete u ocho colores –dependiendo la zona y los kilómetros era el precio de
y el color del boleto– y venían en planchitas como la de los sellos, y cuando ni quiera Cutcsa era una Compañía de
Transportes Colectivos Sociedad Anónima. “Papito tenía una cartera de cuero”
que le atravesaba el pecho como a Raúl el morral donde cargaba los
diarios.
– ¡La
Mañana, El diario, El día, La Tribuna, diarioo!– anunciaba cuando los
periódicos salían cuatro centésimos, en el año cincuenta y dos, y el andaba con los pantalones por allá abajo.
Por eso le decían Cantinflas. Siete años tenía Raúl cuando subió por primera
vez a El Patriarca a vender diarios. Después pasaron a costar seis centésimos,
después siete, después ocho. Y El Patriarca con esa trompa.
–
‘Tengo ganas de leer, pero no tengo plata– le dijo un día un señor. Entonces, aquel
pibe flaquito, bien flaquito con los pantalones por allá abajo –que ahora es un
veterano de pelo blanco, bien blanco– sacó uno de los diez diarios que le deban
de bonificación.
–
Quédese tranquilo señor que alguien lo va a pagar– le palmeó el hombro al tipo
sin traje que iba en uno de esos asientos de cuero con polifón, contra una de
las cortinas de pantazote que no dejaba pasar el sol por la ventanilla de
guillotina. El entrompado, con sus ruedas macizas tambaleaba por las calles
empedradas y de adoquines. Y siempre había alguien que sacaba el codo para afuera de la
ventanilla (que se subía y bajaba, ajustándose apenas en unos calces), sobre todo los hombres. Y
¡plaf! La ventana caía como una
guillotina. Después de varios codos lastimados, y por la propia seguridad de
los pasajeros, a las ventanillas se les incorporó varillas y rejas. Pero el
entrompado seguía tambaleando como Rául cuando hace la mímica y se mueve como
un gurí en el zamba.
–
¡Diario, diario!– gritaba Raúl después que comía los buñuelos que le hacía su
“mamita” y le dejaba unos cuantos a su “papito” para que comiera, al menos de
parado.
De a
ratos Laurenzo cinchaba la cuerdita. Si lo hacía dos veces, el chofer sabía que
tenía que aminorar la marcha. Si lo hacía una, el chofer sabía que tenía que
detenerse y abrir la puerta para que el pasajero descendiera. Y cada tanto el trompa se entrompaba más de la
cuenta. Dejaba a todos en el medio de la calle. El chofer sabía, en esos casos,
que El Patriarca pedía agua para el radiador. Entonces metía un bocinazo para
que alguna vecina apareciera con un balde y una jarra. El motor recalentaba y
seguía su marcha. Todos los coches eran cortados con la misma tijera: ingleses
de alma pero con las mañas uruguayas, dice Raúl rememorando un viaje en un 127
con destino a la Barra de Santa Lucía. “El
coche se quedó en un repechito. Tuvimos
que bajar todos para empujarlo. En eso pasaron unos vecinos y nos dieron una
mano”. Raúl mueve la cabeza de nuevo y otra vez aprieta los labios con una una
risotada inocente, de esas que un niño suelta cuando se manda una macana.
“Tengo anécdotas maravillosas”, larga al aire a la altura que ya le brillan los
ojos. Y sigue mordiéndose los labios.
A los
once años abandonó a El Patriarca para levantar los cajones de leche de
Conaprole. Cuando aquellos cajones era de fierro. “Había que tener fuerza para
levantarlos”, insiste Raúl y se mira las manos. “Sabes cómo me quedaban las
manos”, levanta el tono. Y uno no sabe si pregunta o exclama, o las dos cosas
juntas. Es que la memoria le trae tantas imágenes que por más que el veterano
de pelo blanco, bien blanco, prefiera evitar que los ojos le queden vidriosos,
no puede con esa emoción que hasta Ana Laura, que viste de azul de pies a
cabeza y en su pecho, del lado izquierdo lleva un 80 (también azul) en un pins metálico (esos prendedores con un
alfiler detrás) por los ochenta años que Cutcsa lleva trasportando gente, se le
pone la piel de gallina. Y son varias los veteranos y veteranas, que no tienen
el cabello blanco como Raúl, pero sentados detrás de él, escuchan atentos,
mientras los niños no dejan de mirar por la ventana y saludar hacia afuera.
Al
trompa el motor le sigue andando, pero no se le mueve ni un fierro. Desde el
setenta y siete no se le mueve nada. En ese año dejó de funcionar y quedó
guardado en el museo, en la planta de la calle Veracierto y Camino Carrasco.
Otros coches, en cambio, los que eran renovados, iban a parar al interior. Y
anduvieron el ochenta y cinco y noventa. El Patriarca es el único modelo de la
época. A partir del noventa y nueve se expone, como un señorito, como patrimonio
nacional. Con la misma trompa que hace ochenta años.
Laurenzo se jubiló de guarda de Cutsa, después de veintinueve
años de cinchar la cuerdita, luchar con los que se colaban y los calores del
motor y las lluvias y los fríos del invierno
a la intemperie porque no había cabina que lo cubriera, y las piernas a
la miseria. Murió cuando apenas había pasado los cincuenta. Raúl no siguió los
mismos pasos que su “papito”. Sencillamente porque le correspondía al hermano
mayor. Raúl era el segundo de cuatro hermanos. Y las pasó.
– “Pase frío, pase hambre”– cuenta sin
vergüenza, moviendo la mano derecha y haciendo trompa (como El Patriarca) con
sus labios chiquitos. Raúl es un veterano chiquito de cejas gruesas, bien
gruesas y blancas como el pelo. Ríe todo el tiempo, incluso cuando recuerda,
muy al pasar, y ahora sin tanta chispa, los treinta años de trabajo como
empleado público en la Intendencia de Montevideo. Quizás porque los recuerdos
son otros, porque ahora que lo nombró, se acuerda más de los fríos y del
hambre, o por todo junto. Y porque si
“me tocan a Cutcsa, es como si tocaran a mi madre”.
– Pero
el pasado quedó atrás, porque el pasado nunca va a poder pasar al frente– le
dice a la piba que está de azul de pies a cabeza y ha aprendido tanto como ella
fue a trasmitir a la gente.
Raúl no
se casó. Pero a falta de hijos tuvo treinta y cuatro sobrinos. “Sí señorita,
treinta y cuatro”. Entonces mueve de nuevo la cabeza y aprieta los labios con
los ojos otra vez vidriosos. Y se baja. Se baja de este coche número ciento
treinta, que seguirá entrompado de por vida, porque si no “me pongo a llorar”.
Raúl en El Patriarca, coche de Cutcsa
restaurado para el Día del Patrimonio.
Montevideo. Octubre, 2017.
viernes, 13 de octubre de 2017
Los pibes sin carne
La única forma en que esos
pibes muevan una mano es si les pica una nalga o alguna parte del cuerpo.
Incluso para rascarse la nariz se les complica por esa máscara –al estilo
anonymous– que les tapa el rostro cuando se manifiestan en una de las esquinas
del centro. Son tres pibes y tres pibas que no se les mueve ni un pelo. Ni
dicen una palabra. Los curiosos miran, se acercan y al aire (o entre ellos)
preguntan qué carajo hacen, quiénes son. Esas máscaras, esos rostros. Entre los
seis forman un círculo que prefieren llamar El Cubo de la Verdad. Un cubo que,
en realidad, lo integran más de seis pibes que se conocieron a través de las
redes y en el boca a boca, y se hicieron amigos por ese interés común: Ser
veganos. Entonces coordinan y se juntan, una vez en una plaza, otra en una
esquina o donde pinte, y van por la ciudad defendiendo los derechos de quienes
no tienen voz ni voto: los animales. Gustavo cuenta que, aunque fue crudo, tuvo
la suerte de visitar varios mataderos, porque después de ver eso, asegura, no
comés más carne en tu vida. Cualquier persona que vea cómo matan a los “pobres”
bichos, no come más carne en su vida, repite convencidísimo.
En un folleto que entrega se
lee que de acuerdo a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura
y la Alimentación, los humanos matan cerca de cincuenta y tres millones de
animales para comida, por año, sin tener en cuenta los peces y otros animales
marinos. Nada justifica tanta matanza, escribieron en ese papel blanco que
tiene varios lados. Y Gustavo no se cansa de decirlo. “Nada justifica esa
matanza. Nada”. Por eso intenta convencer, a todo el que se acerca, que ser
vegano es más sano y que hay tanto sufrimiento y muerte en un vaso de leche, en
un cucurucho de helado o en un huevo, como el que hay en cualquier filet de
carne, mientras en la laptop que sostiene una de las pibas del cubo, se van
sucediendo imágenes que muestran cómo matan a una vaca, a un chancho, a un
ternero. Cualquiera que vea como matan a esos animales en un matadero deja de
comer carne, se empecina en repetir Gustavo en el instante que un perro ladra,
uno de los pibes del cubo sostiene un cartel con “VERDAD” bien grande, los
semáforos cambian del verde al amarillo y del amarillo al rojo, los coches van
y vienen al igual que los bondi, cientos de transeúntes salen del trabajo (o
entran), van a la casa o a algún encuentro, decenas de ciudadanos buscan
ofertas en la 40ª. Feria Internacional del Libro, la pantalla de IMPO cambia
las imágenes y, alguien, en alguna parte, mastica y saborea un bife de carne
roja.
Cubo
de la Verdad. Grupo de veganos se manifiesta por los
derechos de los animales, en una esquina del centro. Montevideo. Octubre, 2017.
miércoles, 11 de octubre de 2017
Un viaje por la historia II
Coche
de Cutcsa del año 1937, restaurado para el Día del Patrimonio. Plaza Matriz,
Montevideo. Octubre, 2017.
lunes, 9 de octubre de 2017
Un viaje por la historia
Casa de Manuel Xímenez, donde se
encuentra el taller de restauración y conservación del Museo Histórico
Nacional. Rambla 25 de Agosto, Montevideo. Día del Patrimonio. Octubre, 2017.
domingo, 8 de octubre de 2017
sábado, 7 de octubre de 2017
Tanguedia
La ciudad huele a
tango.
Por culpa del siglo de La Cumparsita.
Y el patrimonio tiene
la excusa perfecta.
viernes, 6 de octubre de 2017
miércoles, 4 de octubre de 2017
Grandes valores del tango
Rosario tomaba el té en su casa una de esas tardes que además
untaba galletitas con manteca. En la mesa había desplegado cientos de fotos de
su tío. Gerardo Matos Rodríguez. Cuando hacía varias horas que miraba las
imágenes tocaron el timbre. Daniel [Sosa] llegaba con un tapa boca, una pinza,
y una bandejita como un médico que va a operar y analiza cada parte del cuerpo.
Pero esta vez había que archivar aquellas imágenes con cuidado. El proceso de
plasmar en varias páginas el valor del tango que marcó un antes y un después en
el género, comenzaba a gestarse. Es que para algunos el tango, después de La Cumparista, fue otra cosa. Y así nació
el libro del Centro de Fotografía que da cuenta de la vida del compositor de la
canción más exitosa. La que tocaron e interpretaron miles de músicos como La
Mufa que abrió y cerró la presentación de Becho
y un tango. Un amor que cumple 100 años.
La
Mufa, hoy, en la presentación del libro
"Becho y un tango. Un amor que
cumple 100 años" del Centro de Fotografía,
en la Sala Roja de la
Intendencia de Montevideo, en el marco de la
40a. Feria del Libro y de los 100
años de la Cumparsita.
lunes, 2 de octubre de 2017
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