lunes, 30 de octubre de 2017

El arte de los niños



  Después de lo aprendido en el Taller de Arte y Plástica Bilú, varios niños del Jardín de Infantes 291, junto a sus padres y maestras, pintan un muro para embellecer la ciudad en la esquina de Canelones y Andes. Montevideo. Octubre, 2017.


lunes, 23 de octubre de 2017

sábado, 21 de octubre de 2017

jueves, 19 de octubre de 2017

Los abuelos de la nada

Libertad está triste. Sus ojos brillan. Están paralizados en el vidrio, en el aire o en algún punto del otro lado del ventanal. En lo verde del jardín, en la margarita marchita, en el muro blanco lindero, en el banco de hormigón. O en la nada. Afuera las nubes amenazan con desparramar una tormenta. Por lo fresco de esta primavera rebelde. El invierno no quiere irse y Libertad lo siente en esa espera interminable. Desde las siete en que en Rossana la despierta con el café con leche, el pan con manteca y un pañal nuevo, hasta que el sol desaparece detrás de la casona residencial donde vive hace ocho, nueve, diez años –no recuerda– ella espera. Es que el tiempo pasa y uno no se da cuenta. Acá todo se detiene, dice. Hay que arrimarse y poner el oído a la altura de su boca para escucharla. Hace unos meses su voz sonaba fuerte, pero a Libertad la está matando el desgano, asegura Rossana en una de esas vueltas que le da cuidadosamente sobre la cama para ajustarle el pañal y ponerla coqueta para la visita. La de su hija, la de su nieta. La de ambas. 

Una hora, nada. Dos, nada. Se hicieron las cuatro, merendó y nada. No es la primera vez que pasa, pero bueno, hay que seguir, dice Libertad con una mueca que le revela los dientes pero no se parece a una sonrisa. Hace meses que Rossana no vislumbra un gesto de entusiasmo en esa abuela que ve a su familia gracias a las fotos. Una joven morocha y de dientes blanquísimos, con los mismos rasgos, la abrazó en algún momento. Un bebé con el torso desnudo y pañales como ella, le sonríe desde un corralito. En otra pared, la Virgen de Fátima la protege. En la cabecera de la cama el Sagrado Corazón de Jesús le pide que confíe. Entre las fotos, las agujas del reloj se mueven. El tiempo pasa y uno no se da cuenta, repite Libertad con la vista clavada, ahora, en la flor marchita.

En el pasillo que une la sala de estar con la de la pileta donde Gladys friega noventa platos, noventa vasos y ciento ochenta cubiertos, en ese rincón donde no entra la luz del día por ventana alguna y los empleados marcan tarjeta, Carmelita ojea revistas. Una Caras y Caretas de cuando los porteños deliraban y las calles bonaerenses vestían banderas y santos por doquier porque Francisco asumía como Papa; una Gente que muestra a Marcelo Tinelli de vacaciones por alguna ciudad yanqui, una Sábado Show que exhibe al famoso fulano que se casó con la sultana, y a la actriz de la novela que atrapa a Carmelita por las tardes, y se juntó con un mengano. En esas páginas se detiene, porque mira, mirá, qué bonita es, qué cuerpo tiene y actúa tan bien, le dice Carmelita a Gladys y se ríe, sin dejar de estar pendiente de que suene el teléfono verde de disco que está en la mesita ratona, pegado a ella. Dos horas lleva Carmelita esperando que ese aparato suene. Es que me va a llamar mi hijo, suelta con una ilusión del tamaño del residencial. Y esos ojos tan chiquitos se abren exageradamente como los anteojos que calzan en ese rostro que tiene más arruga que tamaño.

Gladys tampoco es grande. Mide un metro cincuenta y seis. Pero a Carmelita el pecho de Gladys le queda como almohada cuando la abraza. Me va a llamar, mi hijo me va a llamar, repite la anciana de ochenta y seis años que para la funcionaria es como un cachorrito. Por lo chiquito y lo inquieto. Mirá, mirá qué cuerpo le muestra Carmelita la imagen de la mujer esbelta de la televisión, con la esperanza hecha llamarada porque ese maldito aparato suene. Se da vuelta, lo mira. Nada. Gladys es testigo de esa escena que se repite semana tras semana. Por eso le pregunta qué pasó con el accidente que simuló la bruja de la telenovela para que Carmelita se olvide, aunque sea por un rato, de ese teléfono. Entonces la boca de la anciana es como una copera que larga pororó, entre los cuentos de la mala y la buena, perdidamente enamoradas del rubio despampanante de ojos verdes que es el protagonista, mientras la pileta es pura espuma y los platos y los vasos, sí, suenan. 

Los mediodías, después del almuerzo, la sala de estar se llena. El sol atraviesa la claraboya inmensa y amortigua el aire fresco. Decenas de viejitos se estampan con su silla de ruedas, frente a la pantalla plana de treinta y dos pulgadas que se pasea entre los chismeríos porteños, bugs bunny, las comedias argentinas y los debates de Esta boca es mía, con la Rodríguez a la cabeza.

–Victoria– le recuerda Luisa, la más veterana de las funcionarias, a Susy cuando clama por esa mujer. Una mujer bonita que toca temas de actualidad y lleva gente interesante, piensa Susy entre la saliva que no controla y le corre por el mentón. Porque no puede. Porque es lo de menos.
– ¡Victoria Rodríguez!– grita ahora Ana porque Susy no oye ni con el aparato que lleva en su oreja izquierda.

De unas de las puertas salen funcionarios que hacen sonar el reloj con la tarjeta. Unos entran, otros se van a la media hora de descanso –o de respiro como dice la trabajadora más nueva– y otros dan por finalizada su tarea. La que muchos veces hacen por más de ocho horas y dos vintenes. Mañana será otro día, saluda el moreno de espalda ancha y cuerpo de elefante. Decenas de plantas le dan vida al ambiente. Aún hay vida allí, ironiza Loreley que se queja. De la comida, de los empleados que no saben manejarse con ancianos, del frío, del televisor que es una porquería, de las rodillas, de que nadie la visita. Tampoco sale al patio, ni al jardín, ni al zaguán. Apenas va al comedor cuando Luisa no la deja almorzar en la cama para que se levante, se relacione con los otros o al menos ponga los pies sobre esas baldosas llenas de historia. Tanta historia como la suya propia, la de Susy, Libertad, Susana, Esther, Esmeralda, Rosa, Clara, Juan, Enrique y Pedro y los cientos de ancianos que viven con ella. Luisa se acerca, le apoya una mano en un hombro, le pide que camine aunque sea por adentro que le va a hacer bien. Pero Loreley, que tiene menos años de los que aparenta a pesar de la melena rubia y las uñas largas, redondeadas y pintadas con esmalte rojo vivo, se queja. No puede más de las rodillas a pesar del bastón. Se cansa. Los días pasan, insiste con un chasquido, una levantadita de cejas y esa voz mansa de quien no quiere nada por los castigos del encierro.

Desde que está en el Hogar, hace cinco o seis años –tampoco recuerda–  Loreley desafía al espejo sólo para verse la camisa, el saco, o si el rosario que cuelga de su cuello está derecho. Hace tres años que no se detiene en las arrugas, las mañas y los achaques de todo viejo. Cuando se ve en la imagen del portarretrato que adorna la mesa de luz, la que está con su única hermana, se muerde los labios porque se percata de que la foto es como el maldito espejo. Los años pasan, murmulla. Y para ganarle a la bronca, a la decepción o a ambas, despega las nalgas de la silla, se prende del bastón, se olvida del dolor de las rodillas y camina. Entre un pie que levanta y el otro que apoya en las baldosas descoloridas y (algunas) rasgadas, dice que para qué va a ponerse linda si la hermana ya no la visita. Hace meses que no va. La soledad es perversa, retruca cuando pega la vuelta y esquiva el helecho que le da otra energía al amiente. Pero ella no quiere nada con la vida. Para que vivir así, dice, comiendo y durmiendo, sin una miserable visita.


Por la claraboya ya no pasa luz. La primavera se pone más rebelde. Aparecen bufandas, sacos de lana y hasta alguna estufa se enciende. El reloj marca la hora en punto en las tarjetas. Los de túnica blanca de la tarde desperdigan besos, los de la noche entran al ruedo. La cocina se prepara para la cena. Los noventa platos y vasos y los ciento ochenta cubiertos vuelven a la mesa. Libertad, con un baño y otro pañal encima, sigue en la amarga espera. La de su hija, su nieta. O ambas. A Carmelita ya no le queda revista para ojear, ni charla para darle a Gladys porque se fue y no volverá hasta el jueves. Está cansada. De ese rincón, de la poca luz, de la espera. Pero no logra despegarse del maldito teléfono de disco que aún no suena. La espera es eterna. Son varios los que esperan. Una visita, una caricia, una charla, una llamada, un cómo estás, un precisas algo, un te quiero. Esperan que el tiempo pase o, a veces, simplemente que Dios se acuerde de ellos, porque para qué vivir así, siendo un estorbo, dice Libertad con los labios ensimismados y los ojos, ahora, clavados en el techo como si Dios la estuviera viendo. Las manos de Loreley se prenden del rosario que lleva en el cuello porque también quiere que Dios se acuerde de ella cuando afuera la tormenta, por fin, se desparrama, mientras el tiempo pasa y la soledad hace lo suyo. Muerde.

Hogar de Ancianos Schiaffino. Aires Puros, Montevideo. 



Publicado en la diaria:
https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/10/los-abuelos-de-la-nada/

sábado, 14 de octubre de 2017

Un viaje por el trompa

A Raúl algo le atravesaba el pecho. Una especie de morral hecho de cartón con una correa que le colgaba del brazo, del hombro o del cuello. Ahí llevaba los diarios. Y El Patriarca, con el ciento treinta estampado como cédula, siempre con esa trompa. Como gurí chico. Una trompa que tiene de ancho lo que no tiene de largo.

– ¡Diarioos, diariooos!– gritaba Raúl.

Cuando El Patriarca salió a recorrer las calles –en ese entonces de adoquines– porque a algún obrero se le ocurrió que podía trasladar a la gente para ganarse el sueldo, Raúl ni siquiera había nacido. Con esa trompa, más ancha que larga, salió en el año treinta y siete a hacerle la competencia al tranvía. Por eso si el tranvía tenía la línea veintidós, él o sus primos hermanos, usaban el mismo número para ir de un lugar a otro. Aunque en aquel momento no había tantos barrios y las distancias entre uno y otro eran más cortas. Así y todo, dicen que los montevieanos caminaban kilómetros para llegar a una parada. Eran pocas las paradas, eran cortos los trayectos, era otra la ciudad. Era otra la gente.
Cuando una embarazada subía al coche, se le daba el asiento. A los ancianos y a los maestros, también. A los niños se los educaba así, desde chiquitos, desde antes de ir a la escuela. “Ahora, sube una embarazada a un ómnibus y, a veces, ni el guarda se inmuta”, dice Raúl en un gesto de indignación o resignación, o las dos cosas juntas, mordiéndose los labios y moviendo la cabeza de un lado a otro.

– ¡La Mañana, El diario, El día, La Tribuna, diario!– repetía estirando la “o”, arriba de El Patriarca.

“Cuando íbamos al estadio, nos colgábamos del ómnibus con medio cuerpo afuera porque era tanta la gente… Y cuando el coche paraba,  algunos se colaban”, revive con los ojos clavados en la ventanilla y el puño izquierdo prendido del barrote del asiento delantero, mientras al entrompado no se le mueve ni un fierro. Pero Raúl siente los saltos de las ruedas por los adoquines, a cuarenta kilómetros por hora –más de eso El Patriarca no daba– en aquel recorrido que arrancaba en 18 de Julio, la avenida principal, seguía por Constituyente, Bvar. España y terminaba en pleno Pocitos, por Benito Blanco.  Entonces Rául se mueve en el asiento como si anduviera en el zamba del Parque Rodó –el mismo barrio que lo vio crecer– y sube los hombros como si el trompa fuera a treinta o cuarenta kilómetros, y largara ese calor insoportable, asfixiante para los pasajeros que iban sentados adelante y para el chofer que viajaba con el motor “pegadito” a su cuerpo. Era como sentarse al lado del horno de una pizzería.

La mayoría de los coches de esos años eran ingleses como tantos inmigrantes que vivían en Montevideo. El Patriarca era inglés. Y es que en Uruguay hasta el año cuarenta y cinco se condujo del lado derecho. El chofer la pasaba pésimo en esa cabina de dos por dos, pegadita a la del motor, bastante hermética. El guarda también la pasaba mal. Es que tuvo que esperar hasta el cincuenta y ocho para tener asiento. ¿Sabes cómo sufría papito?, dice Raúl. A Laurenzo, su padre, le quedaron las piernas a la “miseria” laburando de guarda cuando los boletos eran de siete u ocho colores –dependiendo la zona y los kilómetros era el precio de y el color del boleto– y venían en planchitas como la de los sellos, y  cuando ni quiera Cutcsa era una Compañía de Transportes Colectivos Sociedad Anónima. “Papito tenía una cartera de cuero” que le atravesaba el pecho como a Raúl el morral donde cargaba los diarios. 

– ¡La Mañana, El diario, El día, La Tribuna, diarioo!– anunciaba cuando los periódicos salían cuatro centésimos, en el año cincuenta y dos,  y el andaba con los pantalones por allá abajo. Por eso le decían Cantinflas. Siete años tenía Raúl cuando subió por primera vez a El Patriarca a vender diarios. Después pasaron a costar seis centésimos, después siete, después ocho. Y El Patriarca con esa trompa.

– ‘Tengo ganas de leer, pero no tengo plata– le dijo un día un señor. Entonces, aquel pibe flaquito, bien flaquito con los pantalones por allá abajo –que ahora es un veterano de pelo blanco, bien blanco– sacó uno de los diez diarios que le deban de bonificación.

– Quédese tranquilo señor que alguien lo va a pagar– le palmeó el hombro al tipo sin traje que iba en uno de esos asientos de cuero con polifón, contra una de las cortinas de pantazote que no dejaba pasar el sol por la ventanilla de guillotina. El entrompado, con sus ruedas macizas tambaleaba por las calles empedradas y de adoquines. Y siempre había alguien  que sacaba el codo para afuera de la ventanilla (que se subía y bajaba, ajustándose apenas  en unos calces), sobre todo los hombres. Y ¡plaf!  La ventana caía como una guillotina. Después de varios codos lastimados, y por la propia seguridad de los pasajeros, a las ventanillas se les incorporó varillas y rejas. Pero el entrompado seguía tambaleando como Rául cuando hace la mímica y se mueve como un gurí en el zamba.

– ¡Diario, diario!– gritaba Raúl después que comía los buñuelos que le hacía su “mamita” y le dejaba unos cuantos a su “papito” para que comiera, al menos de parado.

De a ratos Laurenzo cinchaba la cuerdita. Si lo hacía dos veces, el chofer sabía que tenía que aminorar la marcha. Si lo hacía una, el chofer sabía que tenía que detenerse y abrir la puerta para que el pasajero descendiera.  Y cada tanto el trompa se entrompaba más de la cuenta. Dejaba a todos en el medio de la calle. El chofer sabía, en esos casos, que El Patriarca pedía agua para el radiador. Entonces metía un bocinazo para que alguna vecina apareciera con un balde y una jarra. El motor recalentaba y seguía su marcha. Todos los coches eran cortados con la misma tijera: ingleses de alma pero con las mañas uruguayas, dice Raúl rememorando un viaje en un 127 con destino a la Barra de Santa Lucía.  “El coche  se quedó en un repechito. Tuvimos que bajar todos para empujarlo. En eso pasaron unos vecinos y nos dieron una mano”. Raúl mueve la cabeza de nuevo y otra vez aprieta los labios con una una risotada inocente, de esas que un niño suelta cuando se manda una macana. “Tengo anécdotas maravillosas”, larga al aire a la altura que ya le brillan los ojos. Y sigue mordiéndose los labios.

A los once años abandonó a El Patriarca para levantar los cajones de leche de Conaprole. Cuando aquellos cajones era de fierro. “Había que tener fuerza para levantarlos”, insiste Raúl y se mira las manos. “Sabes cómo me quedaban las manos”, levanta el tono. Y uno no sabe si pregunta o exclama, o las dos cosas juntas. Es que la memoria le trae tantas imágenes que por más que el veterano de pelo blanco, bien blanco, prefiera evitar que los ojos le queden vidriosos, no puede con esa emoción que hasta Ana Laura, que viste de azul de pies a cabeza y en su pecho, del lado izquierdo lleva un 80 (también azul) en un pins metálico (esos prendedores con un alfiler detrás) por los ochenta años que Cutcsa lleva trasportando gente, se le pone la piel de gallina. Y son varias los veteranos y veteranas, que no tienen el cabello blanco como Raúl, pero sentados detrás de él, escuchan atentos, mientras los niños no dejan de mirar por la ventana y saludar hacia afuera.

Al trompa el motor le sigue andando, pero no se le mueve ni un fierro. Desde el setenta y siete no se le mueve nada. En ese año dejó de funcionar y quedó guardado en el museo, en la planta de la calle Veracierto y Camino Carrasco. Otros coches, en cambio, los que eran renovados, iban a parar al interior. Y anduvieron el ochenta y cinco y noventa. El Patriarca es el único modelo de la época. A partir del noventa y nueve se expone, como un señorito, como patrimonio nacional. Con la misma trompa que hace ochenta años.
Laurenzo  se jubiló de guarda de Cutsa, después de veintinueve años de cinchar la cuerdita, luchar con los que se colaban y los calores del motor y las lluvias y los fríos del invierno  a la intemperie porque no había cabina que lo cubriera, y las piernas a la miseria. Murió cuando apenas había pasado los cincuenta. Raúl no siguió los mismos pasos que su “papito”. Sencillamente porque le correspondía al hermano mayor. Raúl era el segundo de cuatro hermanos. Y las pasó.

–  “Pase frío, pase hambre”– cuenta sin vergüenza, moviendo la mano derecha y haciendo trompa (como El Patriarca) con sus labios chiquitos. Raúl es un veterano chiquito de cejas gruesas, bien gruesas y blancas como el pelo. Ríe todo el tiempo, incluso cuando recuerda, muy al pasar, y ahora sin tanta chispa, los treinta años de trabajo como empleado público en la Intendencia de Montevideo. Quizás porque los recuerdos son otros, porque ahora que lo nombró, se acuerda más de los fríos y del hambre, o por todo junto.  Y porque si “me tocan a Cutcsa, es como si tocaran a mi madre”.

– Pero el pasado quedó atrás, porque el pasado nunca va a poder pasar al frente– le dice a la piba que está de azul de pies a cabeza y ha aprendido tanto como ella fue a trasmitir a la gente.

Raúl no se casó. Pero a falta de hijos tuvo treinta y cuatro sobrinos. “Sí señorita, treinta y cuatro”. Entonces mueve de nuevo la cabeza y aprieta los labios con los ojos otra vez vidriosos. Y se baja. Se baja de este coche número ciento treinta, que seguirá entrompado de por vida, porque si no “me pongo a llorar”.


 Raúl en El Patriarca, coche de Cutcsa restaurado para el Día del Patrimonio.
 Montevideo. Octubre, 2017. 

viernes, 13 de octubre de 2017

Los pibes sin carne

La única forma en que esos pibes muevan una mano es si les pica una nalga o alguna parte del cuerpo. Incluso para rascarse la nariz se les complica por esa máscara –al estilo anonymous– que les tapa el rostro cuando se manifiestan en una de las esquinas del centro. Son tres pibes y tres pibas que no se les mueve ni un pelo. Ni dicen una palabra. Los curiosos miran, se acercan y al aire (o entre ellos) preguntan qué carajo hacen, quiénes son. Esas máscaras, esos rostros. Entre los seis forman un círculo que prefieren llamar El Cubo de la Verdad. Un cubo que, en realidad, lo integran más de seis pibes que se conocieron a través de las redes y en el boca a boca, y se hicieron amigos por ese interés común: Ser veganos. Entonces coordinan y se juntan, una vez en una plaza, otra en una esquina o donde pinte, y van por la ciudad defendiendo los derechos de quienes no tienen voz ni voto: los animales. Gustavo cuenta que, aunque fue crudo, tuvo la suerte de visitar varios mataderos, porque después de ver eso, asegura, no comés más carne en tu vida. Cualquier persona que vea cómo matan a los “pobres” bichos, no come más carne en su vida, repite convencidísimo.


En un folleto que entrega se lee que de acuerdo a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, los humanos matan cerca de cincuenta y tres millones de animales para comida, por año, sin tener en cuenta los peces y otros animales marinos. Nada justifica tanta matanza, escribieron en ese papel blanco que tiene varios lados. Y Gustavo no se cansa de decirlo. “Nada justifica esa matanza. Nada”. Por eso intenta convencer, a todo el que se acerca, que ser vegano es más sano y que hay tanto sufrimiento y muerte en un vaso de leche, en un cucurucho de helado o en un huevo, como el que hay en cualquier filet de carne, mientras en la laptop que sostiene una de las pibas del cubo, se van sucediendo imágenes que muestran cómo matan a una vaca, a un chancho, a un ternero. Cualquiera que vea como matan a esos animales en un matadero deja de comer carne, se empecina en repetir Gustavo en el instante que un perro ladra, uno de los pibes del cubo sostiene un cartel con “VERDAD” bien grande, los semáforos cambian del verde al amarillo y del amarillo al rojo, los coches van y vienen al igual que los bondi, cientos de transeúntes salen del trabajo (o entran), van a la casa o a algún encuentro, decenas de ciudadanos buscan ofertas en la 40ª. Feria Internacional del Libro, la pantalla de IMPO cambia las imágenes y, alguien, en alguna parte, mastica y saborea un bife de carne roja.  

Cubo de la Verdad. Grupo de veganos se manifiesta por los derechos de los animales, en una esquina del centro. Montevideo. Octubre, 2017. 

miércoles, 11 de octubre de 2017

Un viaje por la historia II

Coche de Cutcsa del año 1937, restaurado para el Día del Patrimonio. Plaza Matriz, Montevideo. Octubre, 2017.

lunes, 9 de octubre de 2017

Un viaje por la historia

Casa de Manuel Xímenez, donde se encuentra el taller de restauración y conservación del Museo Histórico Nacional. Rambla 25 de Agosto, Montevideo. Día del Patrimonio. Octubre, 2017.

domingo, 8 de octubre de 2017

sábado, 7 de octubre de 2017

Tanguedia


La ciudad huele a tango.
Por culpa del siglo de La Cumparsita.
Y el patrimonio tiene la excusa perfecta.



miércoles, 4 de octubre de 2017

Grandes valores del tango

Rosario tomaba el té en su casa una de esas tardes que además untaba galletitas con manteca. En la mesa había desplegado cientos de fotos de su tío. Gerardo Matos Rodríguez. Cuando hacía varias horas que miraba las imágenes tocaron el timbre. Daniel [Sosa] llegaba con un tapa boca, una pinza, y una bandejita como un médico que va a operar y analiza cada parte del cuerpo. Pero esta vez había que archivar aquellas imágenes con cuidado. El proceso de plasmar en varias páginas el valor del tango que marcó un antes y un después en el género, comenzaba a gestarse. Es que para algunos el tango, después de La Cumparista, fue otra cosa. Y así nació el libro del Centro de Fotografía que da cuenta de la vida del compositor de la canción más exitosa. La que tocaron e interpretaron miles de músicos como La Mufa que abrió y cerró la presentación de Becho y un tango. Un amor que cumple 100 años.




La Mufa, hoy, en la presentación del libro 
"Becho y un tango. Un amor que cumple 100 años" del Centro de Fotografía,
 en la Sala Roja de la Intendencia de Montevideo, en el marco de la 
40a. Feria del Libro y de los 100 años de la Cumparsita.