miércoles, 1 de noviembre de 2017

La niña que nombró Viglietti

“Borra infancia
aprendiendo en bellas artes a crecer,
con pechos de rosales sin espinas,
agua marina,
Anaclara…”


Daniel Viglietti

Anaclara.


Hacía años que ellos estaban juntos. Mi amiga Naty y Rodolfo fueron de esos que se hicieron noviecitos en la escuela y después siguieron y siguieron. Se hicieron grandes, pelotudos en verdad, y el amor fluyó, cada día, como una nueva conquista. El noviazgo transcurrió entre idas y venidas por las distancias. Ella se fue a estudiar a la capital y compartió apartamento y (experiencias) con más amigas, él vivió un poco con sus padres y otro poco con amigos, hasta que el tiempo hizo que se reencontraran. Entonces compartieron techo, llaves que abrieron las mismas puertas, cama, mesas con almuerzos y cenas, y hasta cepillos de dientes. El amor tomó la forma cotidiana y el proyecto de una cosa y otra y otra. Y de los sueños. Pero la vida les jugó una mala pasada y los separó de nuevo, sólo por distancia. Él se hizo ingeniero, trabajó acá y allá, cruzó puentes, ríos, campos. Ella lo siguió, sólo a veces, porque terminó su carrera y consiguió trabajo en la otra punta del mapa de donde estaba él. Ahí es que el amor tomó potencia. Se extrañaron como nunca y viajaron miles de kilómetros para verse una hora, dos, un día. Y así, medio a la distancia y en los ratos cortos pero intensos, transformaron ese  sueño en familia. Entonces llegó esa nena, que ya camina hace rato, y mi amiga le dio nombre por esa canción que escuchó hasta el cansancio por su incondicionalidad a Daniel Viglietti. Y le dio otra forma a ese amor que nació cuando Naty y Rodo eran gurisitos y, a esa altura, se sabían de memoria, a pesar de la distancia, las idas y venidas.  Anaclara.

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