domingo, 30 de diciembre de 2018

Un foco, una luz y la llovizna


Y de repente
como si algo iluminara
entre la llovizna…




Rúa Montero Ríos, Lugo. Galicia, España. Diciembre, 2018.

sábado, 29 de diciembre de 2018

viernes, 28 de diciembre de 2018

Aún hay vida


A pesar de la niebla,
a pesar del frío,
y su desnudez
a pesar de lo inhóspito,
a pesar,
aún hay vida en ese árbol.




Barrio Xuiz, Lugo. Galicia, España. Diciembre, 2018.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

sábado, 22 de diciembre de 2018

viernes, 21 de diciembre de 2018

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Re Nacer


“Necesito renovar mi interior
dibujarse es vivir, el presente es un proyecto anterior
se agotó por aquí, necesito desarmar el taller
aprenderse es vivir, raspar el empapelado de ayer
no dejarse dormir
Necesito repintar la razón, pelechar es vivir
Necesito refrescar el renglón, remojarse es vivir
darme fe tener determinación detenerse es morir…”

Fernando Cabrera







Y un día empezás de nuevo. Comenzás a ver todo diferente como si cambiaras aquellos lentes oscuros por unos más claros. Sentís que revivís, que algo late distinto. Y arrancas con todo aquello que viviste y que hacen tu historia como la mejor enseñanza de tantas experiencias que, también, te hicieron. Entonces enprendes un nuevo camino, con otro aprendizaje, que no será color de rosas porque es parte, sabiendo que mucho de todo aquello no tiene sentido repetir porque aceptaste y comprendiste que no estuvo bien, que hizo, y te hizo daño. Y respiras, una vez, dos, tres en ese viaje (con más trenes) que es otro y, sin duda, te hará distinta. Que te hará –entre el espejo y el silencio y los pájaros y el viento y la lluvia y la soledad– confiar en cosas que antes no creías, y hasta reís de otra manera (con el estómago mismo) en un nuevo equilibrio que te hace meterte la rabia y el enojo que cargaste, desde que saliste del vientre de tu madre, empezaste a respirar y aprendiste a caminar, en el bolsillo. Es que ya no te sirve, lo sabes. Algo late distinto. Con una luz, que como el lente de la cámara y la luna, siempre son testigo. Y re-naces.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Suspiro


Domingo.
Mañana de lluvia
y silencio.
Oscurece.  Y la luz,
las letras van, vienen
renglones que no terminan.




Afuera, los pinos y su verde intenso
el agua, hoy mansa, constante.
Aclara, entonces para qué luz .

Domingo.
Tarde de lluvia,
silencio
las letras siguen
en renglones imaginarios, largos.

Otra vez oscurece
y la luz aclara adentro
lo que afuera ya es negro.
Pienso, imagino, sueño
lo que sería, lo que será.

Domingo.
Noche de lluvia,
pienso, imagino, sueño
allá, acá.

Silencio,
respiro, una, dos, tres veces,
queda menos,
y otra vez la luz.

Suspiro.

sábado, 15 de diciembre de 2018

jueves, 13 de diciembre de 2018

Alma gemela, mía


Y estás ahí, con tu sonrisa,
Amiga, madre, hija, MUJER
Alma gemela, cómplice,
Compañera, Fiel (con mayúscula)
sensible, tierna, luchadora.




Y la pensión del chavo, los Jaimitos, los boliches y las birras, y las risas interminables. Las vueltas en el Latu, los viajes en bondi y en bicicleta, los picnic, las mañanas en Tristán, los Sabinas entre mil noches y días, y las sopas de ganzo con la Tabaré y las flores y los bichos de La Vela con Claudia enfrente y la Yola que en estos tiempos iba y venía, los mates, las tardes en los parques y la rambla, los libros (los que leímos y los que escribiríamos), las fotocopias y los cocorocooooo, y después los títulos en tiempo de ferias, y miles de cuentos y fotografías, y asados y copas de jazz, y tantas noches en el sótano entre pianos y bajos y contrabajos y saxos y guitarras que nos hicieron vibrar, y risas que se hicieron carcajadas entre más birras y boliches rato después que yoyaye se potenció como los mates y las risas mismas, y sin límites, entre recuerdos en valijas de memorias que se reviven y sueños que laten, y el jaque en el que fuiste y sos cómplice. Y gracias a la vida que nos ha dado tanto, hermana mía, la del alma, la gemela, la cómplice y todo. "Y me llega el amor", el más puro, el más bello, el de la felicidad completa, el que no tiene límites ni fronteras, ni color ni tamaño ni esperas. El que se entrega. Ese amor que te hace única. 

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Fina, cae


“Afuera llueve; cae pesadamente el agua
que las gentes esquivan bajo abierto paraguas.
(…)
me iría por los campos bajo la lluvia fina,
la cabellera alada como una golondrina”.

Alfonsina Storni




Praza de Constitución, Lugo. Galicia, España. Noviembre, 2018.

martes, 11 de diciembre de 2018

El arte propio


A Lolo le gusta experimentar. Se mete en el taller y le baja la persiana al mundo. Pasa horas entre la cerámica, los hornos, el torno, el fuego, el barro y todo lo que utiliza para el proceso en que el material va tomando forma.  Por eso no se promociona tanto para vender. Dice que en eso es malo. Aunque en estos días, tiene tantos pedidos y encargos que no le queda el tiempo que quisiera para su investigación, las pruebas y los tiempos de cocción para que los colores queden a su gusto, moldear a mano, cocer las piezas. Después de experimentar en el mundo de la escultura en madera, piedra, cemento y cerámica, se graduó en Artes aplicadas (talla madera y cerámicas).




Para observar las miles de piezas que tiene en su casa, uno debe trasladarse por un espacio angostísimo con sumo cuidado. Es que rozar una pieza, llevársela puesta o pecharla no es nada fácil por más que uno lo evite.  Está llena de vasijas y platos y jarros que hace años viene moldeando de formas distintas y, que completan su taller en el que apenas entra una aguja. Es un ceramista de O Corgo, uno de esos “rincones” rurales del noroeste de Lugo en el que habitan unas cuatro mil personas. Un artista, un artesano, un alfarero, aunque no sabe cómo definirse, pero tampoco le preocupa. A Manuel “Lolo” Fernández le apasiona experimentar, hacer piezas y creaciones únicas, insiste. Y en eso anda.



 Taller del ceramista Manuel "Lolo" Fernández en O Corgo, Lugo. 
Galicia, España. Diciembre, 2018. 

lunes, 10 de diciembre de 2018

Otoñales


Entre nieblas y neblinas.
Y el otoño con sus naranjas y 
amarillos y rojos y rojizos.
Y toda esa poesía.


Rúa Xoán Rico Pérez en Barrio Xiuz, Lugo. Galicia, España- Diciembre, 2018. 

sábado, 8 de diciembre de 2018

Y se hizo la noche


entre enredaderas que trepan como arañas
en las paredes, que toman el color de la luz,
 en una noche en que la luna se esconde,
en algún sitio.
Vaya uno a saber dónde.



Rúa Xoán Rico Pérez en barrio Xuiz, Lugo. Galicia, España. Noviembre, 2018.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

sábado, 1 de diciembre de 2018

viernes, 30 de noviembre de 2018

La ciudad en la muralla y a los pies


Uno va caminando por un pasaje de pedregullo. Hacia un lado piedras, hacia el otro también. Mientras los turistas se maravillan, los lucenses la aprovechan para pasear al perro, para el ejercicio semanal, que a veces es trote suave y otras es tan rápido que cuando te pasa cerca te hace viento aunque no lo haya. Llegas a una curva pensando que ya está, que el camino terminó, pero no. Seguís bordeando la muralla que rodea el casco histórico de Lugo, que según dicen, fue fundada antes de Cristo, por el año trece. Es que son dos los kilómetros que te dejan de lengua afuera entre escaleras y diez puertas en arco igualitas, las mismitas de la construcción romana, como las setenta y un torres, de las ochenta y cinco que eran originalmente. Por eso, un día como hoy, 30 de noviembre, pero del 2000, fue declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Es que es la única muralla en el mundo que se conserva tal cual. Por eso, caminar por arriba, por esos espacios que, a veces, alcanzan los siete metros de altura (y lo hacen sentir a uno chiquito) es como sentir, dicen, el poder de la Roma Imperial, cuando en esas te percatas que vas andado con la ciudad enfrente a tus ojos, y debajo, debajo los comercios, las autovías, los coches, los gallegos que van y vienen, más perros y hasta algún gato que se cruza y no sabes de dónde sale, todo a tus pies.








Lugo, Galicia. España. Noviembre, 2018. 

jueves, 29 de noviembre de 2018

El hombrecito araña


Un nuevo sol salió, 
un 29 de noviembre,
de hace nueve años,
despejó todo y nos iluminó. 

Santino. 

lunes, 26 de noviembre de 2018

Se desnudan al viento


Está gris.
Llueve.
Se acerca el invierno
con esos primeros fríos perversos
que hasta los árboles, algunos no más,
se desarropan de su vestimenta
esas hojas rojas y naranjas y amarillas del otoño
Y es que así se aprontan, pareciendo más débiles
y, sin embargo, algo quieren decir,
entre figuras y formas,
se desnudan al viento
y se hacen libres.
Como pájaro volando.


Av. Ramón Ferreiro, Lugo. Galicia. España. Noviembre, 2018. 

sábado, 24 de noviembre de 2018

Ellas, y el amor


La risa, la inocencia, el sentir, 
la complicidad, las cosquillas,
los corazones detrás simbolizando el amor, .
ése amor. 
Y el que irradian ambas, 
cada una por su cuenta.


Isabella y Dina. Montevideo. Mayo, 2018.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Toca (ba) el piano como un animal


Los platillos de la batería de Domingo Roverano suenan apenas. Le dan entrada al saxofonista Raúl Lema.  Suena “Peace” la composición del estadounidense Horace Silver. Raúl mira a Daniel Rodons, le hace una seña y le da paso. La guitarra hace lo suyo. El sonido es finísimo. Daniel cierra los ojos y se balancea. Cuando la melodía levanta vuelo, el pianista Rodolfo “Rolo” Suzacq entra en escena. Juntos son “Montevideo swing” una de las bandas que los viernes hace vibrar el sótano de Kalima Boliche donde funciona el Hot Club de Montevideo, la institución de jazz más antigua de América Latina que se fundó en 1950 por el capricho de un grupo de músicos aficionados, que por entonces, no tenía sede. Cinco años después se inauguró la de Guayabo casi Jackson, donde permaneció durante 25 años cuando el Hot llegó a tener  dos mil socios. En 1980 pasó a la Alianza Francesa hasta 2003 que llegó a donde está hoy, en Kalima. En el Hot Club se formaron miles de músicos, y por Montevideo swing, la primera banda de jazz de Montevideo, que este año cumplió 36 años, pasaron una “troja”.


Rolo Tenía apenas ocho años y ya tocaba el piano cuando Louis Amstrong vino al Cine Plaza de Montevideo. Fue la única vez que lo vio, pero no se acuerda. Escuchar el piano y el saxo de Ray Charles  fue todo un descubrimiento a sus jóvenes 19 años. Le “partió” la cabeza. No había cumplido veinte cuando formó Sunian, su primera banda y tocaba el acordeón piano, por esos años en que además, escuchaba a Los Beatles y Chico Novarro. Después le dio al bajo eléctrico y al saxofón que le dieron una formación orquestal para ser, más adelante, arreglador.
“Yo a la música la vivo”, dice mirando un tríptico monstruoso en blanco y negro que adornan su living: Art Tatum, B.B. King y Miles Davis. Cada uno en un cuadro y en ese orden. Enfrente, en un armario antiguo de madera, conserva 1400 vinilos y más de cien cd’s de música clásica, blues y rock and roll. Pero Rolo no pasa el día escuchando música. Ni tocando el piano. “Ese asunto de los tipos que ni almuerzan porque pasan, por ejemplo, con el violín en la falda, es un mito. “Mentira que tocás las veinticuatro horas”. Pero cuando lo hace le baja la persiana al mundo y entra en otra galaxia.


Rodolfo "Rolo" Suzacq.

Nota completa en:

jueves, 22 de noviembre de 2018

En silencio, sin verdad ni justicia


Se fue…

Entre tantos silencios,
sin verdad ni justicia
y entre tanta impunidad.




20ª. Marcha del Silencio. Montevideo. Mayo, 2015.

martes, 20 de noviembre de 2018

Redondelas y picota


Mi amiga gallega dice que para ella es lo más lindo de Galicia, cuando en esas te confundís y en vez de contarle que conociste Redondela, encajas Rosadela. Entonces te contesta por el celular con el emoticón que tiene la mirada pensante y la manito debajo de la pera. Y otra vez lo mismo, quisieras porque el diccionario del teclado te juega una mala pisada, pero no. Lo  vas a decir de nuevo y sin saber por qué te sale “Rosa” en vez de “Redo”.  Es que no te acostumbras a esos nombres raros de estas tierras que encima le meten un “picota”, pero que al final te salva la pisada porque cuando escribís ese segundo nombre, enseguida la gallega entiende, y ahora te contesta con el emoticón que parece descostillarse de la risa para quedar vos como la gallega pelotuda que da vuelta los nombres, te pones colorada y terminás riéndote como el macaco de la pantalla cuando te percatás que, en definitiva, vos también sos media gallega por esas raíces que el anciano más anciano de la familia (si viviera) te heredó.

Y ella insiste en que ese lugar es de lo más lindo de Galicia, pero no mucho más, porque los gallegos escriben lo justo y necesario y a secas. Clarito y al pie, aunque a veces enredado porque no les nace la expresión a flor de piel. Lo mismo cuando en “Rosa…” (¡Redondela!), preguntas cómo haces para llegar a ese bolichito que te recomendaron tus amigas que andan por Santiago. “Allá mija, allá” y tus ojos rebolean para todos lados porque las manos del gallego que apenas puede con su bastón se dirige a todas partes y a ninguna cuando va llegando a la única farmacia abierta de ese lugar que te enamoró, y que no sabes cómo llamar porque te la sensación que no es una ciudad grande –apenas con unos pocos mil habitantes y un puentecito cada dos cuadras de esa rambla que no es rambla en realidad– ni una aldea o pueblo, aunque duerme la siesta durante las cinco horas que la visitas, no sabes si porque es sábado o porque ahí los gallegos duermen a pata suelta, hasta las dos, las tres o las cuatro de la tarde.



Esa hora en que aparece otro abuelo en uno de los puentecitos de madera con una bolsa llena de migas y te arma una foto perfecta con las palomas revoloteando, algunas sobre el pedacito de pasto que está al costado de la ría, otras sacando pecho en la baranda de madera donde empieza ese caminito que a vos te hace estirar las piernas como por diez kilómetros o doce –entre ida y vuelta– porque el paisaje y el silencio son tan fascinantes como nunca nada hayas visto, pensás. Y sentís que no podés con tanta belleza junta, cuando te percatas, después de andar dos kilómetros (o tres, qué importa) que delante tuyo, allá a lo lejos, hay una chimenea, un faro, algo que no alcanzas a ver por la niebla que con el resplandor del sol en el reflejo del mar (que no es mar sino ría) te hacen otra foto perfecta, y dos y tres y cuatro, o más bien trescientas, te señala la memoria de la cámara (y es que no das a basto con tanta belleza, sentís de nuevo), en ese camino que no sabés a dónde te llevará y que por momentos te  introduce en un bosque de árboles que se parecen a eucaliptus y esa aventura en que seguís para sacarte la duda de aquello que está a lo lejos y de a ratos parece, también, una torre y está cerca, cerquita, pero no, te aclara el cincuentón que sale no sabes de dónde y se te cruza en el mismo caminito que a vos te lleva a la punta del este de tus pagos, o a la colorada que está pegado a San Francisco y a Piriápolis y esas ramblas uruguayas que extrañas, pero ahora no tanto porque mirá dondé estás, pensás cuando el laburante te muestra, allá a lo lejos, otra vez a lo lejos, pero más arriba y en ese punto cardinal que no sabés si es el sur o el norte, el este o el oeste, porque ubicarte ahí es imposible (¡pero, otra vez, qué importa!), y te muestra aquella fábrica de automóviles que es parte de la industria que le da vida al pueblo, y de comer, porque los peces ya no andan ni coleando, te cuenta el veterano que no para de caminar y ahora te lleva a los trotes cuando te dice que la pesca ahí ya murió y por eso los barquitos, esas decenas de barquitos que te imaginas que andaban todos los días, pero en cambio se hacen las tales siestas como sus mismos dueños, te dice el gallego que se mete en una flor de camioneta cuando a la calle –una especie de pasaje– ya no le queda calle y a vos se te terminó el viaje.



Ese en que cuando miras hacia adelante te das cuenta que lo que veías de lejos (un faro que no es faro), quedó atrás tuyo, a unos kilómetros antes, y ahora, enfrente, a los pies de la ría, que a esa altura es amplia (tan amplia que te hace viajar mentalmente por tu mar, el de tus tierras), ves el puente Rande, tan monstruoso de ahí, que hace tiene treinta y siete años unen Vigo  Pontevedra, y un montón de techos de ladrillo o teja (o ambas cosas) y paredes de todos colores como una postal de esas que te mostraba tu vieja cuando en los sesenta –mucho antes que fueras un proyecto– estuvo, no acá, pero cerca, cerquita. Entonces ahí mismito no más, cuando te quedaste sin agua en la botella de metal que trajiste de Uruguay y te acompaña a donde vayas, largas el lagrimón porque no podes con tanta belleza junta y el silencio y la inmensidad y la emoción, que te suelta en ese instante, en un cosquilleo que te corre por todo el cuerpo porque hace apenas unos meses aquello, eso que tenés enfrente y estás viviendo, era impensable e inimaginable y, sin embargo, estás pisando en el mismísimo plan A. Encima, respiras, te sentás para descansar y retomar los diez o doce kilómetros de distancia que te devolverán a Redondela, ahora la Picota, y pasar por uno de esos puentecitos y caminar entre las callecitas de piedra y tomarte una caña si hay algo abierto, o de una el mismo tren que te trajo por menos de dos euros, pero para el otro lado, no sea cosa que otra vez te equivoques de tren, aunque viajar en ( y en esos trenes) es todo un aventura.

Pero al final, arrancas caminando de nuevo porque después de una hora, clavadita por reloj, en la estación, el tren nunca pasó y quedan veinte minutos, según te dijeron, para el autobús con destino a Vigo que no sabes bien dónde tomar, por eso le preguntas así a la gallega de la farmacia que sigue abierta –porque si decís “bondi” seguro te mira raro– y ella muy amable pero sin sonrisa, te acompaña hasta la vereda para señalarte la parada que está enfrente, cruzando el puente más grande, por donde pasan las autopistas por un lado y las vías por el otro (no sea cosa que también te tomes un bondi que no es). Y llegas, a esa altura de lengua afuera, sin agua y sin caña porque no había nada abierto, cuando al pueblo le queda poca luz, y decidís al final que la Picota es un pueblo cuando ni bien terminaste de llegar y te sentaste, en esa parada del Primer Mundo, pasa por arriba tuyo –bien por arribita– el tren que esperaste una hora, y encima te toca bocina como sobrándote, mientras otra vez, te comes otra hora esperando el bondi porque el que pasaba a las seis y veinte –según tus amigas que lo tomaron el día antes–te dejó tirada, no sabes si porque le pifiaron al reloj de agujas chiquitas que tiene una de ellas o porque es sábado y como todo pueblo recién se despierta de la siesta, o sigue durmiendo. Pero qué importa si entre las Rosadelas, la Redondela y la Picota (que no sabes, a fin de cuentas, si la Redondela es todo el pueblo y Redondela Picota sólo la estación del tren, o son dos pueblos diferentes), te hiciste terrible tarde y casi quinientas fotos, animalito de Dios.




Redondela, Galicia. España. Noviembre, 2018. 

domingo, 18 de noviembre de 2018

Cuando cae la tarde


Intersección de Rúa Bispo Doutor Balanza y Rúa Emilia Pardo Bazán, Lugo. 
Galicia, España. Noviembre, 2018.

viernes, 16 de noviembre de 2018

jueves, 15 de noviembre de 2018

El chin chin por la Yola


La computadora marcaba 19.33. De fondo sonaba Andrés Calamaro. Yo estaba en un boliche céntrico acompañada por una rubia porque ya era noviembre y había más de veinticinco grados que se prestaban, esa vez, para una Schneider. Tampoco podía perder la costumbre y  era la excusa para entrar en ese viaje. Faltaban apenas diez días para juntarnos (¡por fin!) como tantas veces. Abrazarnos, ponernos al día con los cuentos, sonreír primero, reírnos después, hasta que esa risa se transformara en carcajadas y nos hacía soltar los lagrimones y temblar el cuerpo  por tanta pelotudes junta para después, ahí, agarrarnos las tres la panza y hacer sonar los vasos con un chin chin –una, dos, tres veces– cuando, a esa altura, nos sentimos siempre “piripipi”, por no decir en pedo, nos abrazamos de nuevo, volvemos a reír y reír. Y lloramos de la risa.

En aquel boliche con la Schneider y Calamaro de fondo, mi deber era encender la computadora, abrir decenas de carpetas y archivos, y viajar por los trece años de amistad (¡qué viaje!) para armar el álbum que la Yessi ideó como reglo perfecto. El de los cuarenta. Faltaban poco más de una semana para que ella cumpliera cuando yo estaba sola en el boliche entre fotografías y miles de recuerdos y el porteño solista (que me trae otros recuerdos) que seguía cantando justo esa canción que brinda “por las mujeres que derrochan simpatía” y brinda “por los que vuelven con las luces de otro día…” como para hacerme ir entrando en calor y en el festejo, y como si él también fuera parte del mismo. Ése que ahora también celebro a miles de kilómetros porque ya pasó un año y ella cumple de nuevo. Y que lo parió el tiempo, pienso porque parece que fue ayer que le tuve que explicar (para justificar mi risa solitaria) al flaco rubio de rulos, en una mesa de al lado, que en menos de diez días, mi amiga estaba por cumplir años de nuevo. Es que no paraba de la emoción entre tantas fotos, la nostalgia de los años y la emoción que a esa altura se mezclaba entre la sonrisa y el lagrimón que, ahora, me asalta de nuevo cuando abro, desde acá, las mismas carpetas (y otras más) y la recuerdo con la torta de los cuarenta en la cara y en esos días en que caminábamos juntas por ese pueblo que es ciudad en realidad, pero que ella llama pueblo (porque las de interior de nuestro país, mueren después de cierta hora, y culturalmente, dice, no hay nada pa’ hacer), cuando se emperraba en mostrarme ese bolichito –al que planificábamos ir más adelante por la Rosssana que canta “un día de colores llegará”– que por donde se lo miraba estaba cerrado aunque ella se empeñaba en que no podía ser que estuviera cerrado, y caminábamos por las calles que dormían la siesta de las dos de la tarde de un lunes. 

Ese lunes en que celebramos la luna nueva y la vida que, hoy, celebro desde acá por tenerla de compañera, de hermana del alma, de cómplice, de AMIGA, por todos esos momentos en que se nos ponía la piel de gallina y moqueamos juntas y reímos hasta el cansancio y el hartazgo, y por todos esos que vendrán, en que primero nos abrazaremos largo y fuerte, después sonreiremos y nos pondremos otra vez al día con tantos cuentos (porque van a ser muchísimos más los cuentos, para después sí entrar en ese trance de reiremos y reírnos, hasta que carcajada plena y abundante y, entonces, sí llegará el momento en que soltaremos lagrimones y temblarán nuestros cuerpos por tanta pelotudes junta (de las tres juntas) y nos agarraremos la panza para después hacer sonar los vasos o las copas con un chin chin (y más rubia ) una, dos, tres veces, cuando, a esa altura, nos sentiremos siempre “piripipi”, por no decir en pedo, y nos abrazaremos de nuevo, volvemos a reír y reír. Lloraremos de la risa y seguiremos queriéndonos como siempre. Sin límites.

Ahora faltan más de diez pero menos, mientras, desde acá con Calamaro otra vez, espero que "ése día de colores llegue" y "brindo por el momento en que tú y yo nos conocimos…” cuando la computadora me marca las 18.33. 


Florida, Uruguay. Abril, 2018. 

miércoles, 14 de noviembre de 2018

martes, 13 de noviembre de 2018

miércoles, 7 de noviembre de 2018

O amor do galego


“En todo estás y eres todo,
para mí en mí misma moras,
nunca me abandonarás,
sombra que siempre me asombras…”

Rosalía de Castro
                                       
Lugo, Galicia. España. Noviembre, 2018.
                                       

lunes, 5 de noviembre de 2018

Entre nieblas


“La niebla es un tamiz 
que filtra los sonidos,
los acerca o los aleja,
nos engaña o nos envuelve
en reminiscencias y sueños”.

Ramón Piug



Rúa Paseo de Estudiantes. Lugo, Galicia. España- Noviembre, 2018. 

sábado, 3 de noviembre de 2018

jueves, 1 de noviembre de 2018

Y vos, ¿quién sos?


Aunque tengas las raíces familiares, aunque tengas el documento de identidad del país, aunque hables el mismo idioma y entiendas los modismos y las formas del lenguaje, y más allá de las costumbres y las diferencias culturales, es eso. Convivir con una cultura diferente, donde siempre, a cada paso, en cada rincón y a cada instante, se te hace notar siempre –despectivamente o no– que sos otro. El otro: El extranjero, el retornado, el emigrante, el diferente, el desconocido, el extraño. Entonces no tenés cómo zafarle a esa sensación que adquiere un peso tremendo y toma formas, por momentos extrañas y, por eso, la vivís como jamás nunca antes. Se siente e incluso, a veces, pincha. Cada tanto es lo malo de este viaje (si pedís mucha información en un sitio te pueden llegar a maltratar porque para el del origen ya estás molestando), otras no tanto (decís “ta”, en vez de “vale” y tomás eso extraño que nadie entiende qué carajo es ni mucho menos cómo se prepara y para vos, en cambio, el mate es de lo más tuyo e idiosincrásico, de lo más uruguayo). Decí que al menos hoy las tecnologías te ayudan a no sentirte tan distante de lo propio, de lo tuyo y de los tuyos. Pero aunque no la veas, la etiqueta la llevas impresa. Sos “diferente”, sos “otro”. En el único lugar donde podés zafarle a ella es en los aeropuertos. Es que allí el paisaje más común es de miles de pies que van y vienen, rostros de todos colores y cuerpos de todos los tamaños que caminan desperdigados (muchas veces, ni si siquiera sin saber a dónde seguir viaje) y de todas las lenguas. Eso sí, trata de hablar inglés porque si no podés quedar afuera. Por esos las diversidades, a veces, son puro cuento.


Aeropuerto de Barajas, Madrid. España. Setiembre, 2018. 

lunes, 29 de octubre de 2018

Y el tiempo no sabe


Entre un sol tímido, garúa.
Finito, pero persistente.
Para. Sale el sol.
Después, de nuevo.  Más fuerte.
La llovizna se hace lluvia.
Una lluvia espesa, fuerte.
Diluvia.
Y otra vez sale sol.
Y el tiempo no sabe.




Barrio Xiuz. Lugo, Galicia. España. Octubre, 2018.

sábado, 27 de octubre de 2018

jueves, 25 de octubre de 2018

El viaje al pueblo fantasma


Era la primera vez que ella viajaba en tren. La comían los nervios a pesar de su inexpresión. Escuchaba las ruedas sobre los rieles, miraba atónica el paisaje en ese recorrido de campo y muros grises añejos y  unas nubes entre un cielo limitado por la ventanilla que divisaba un horizonte apenas.

Vaya uno a saber qué esperaba de ese pueblo en el que sólo había un par de hamacas, una panadería,  unas diez calles de pedregullo, a lo sumo (aunque  no las contó) y eran perfectas para patear piedritas (aunque tampoco lo hizo), un bar en el que dos gatos runruneaban en las sillas para los visitantes y se movían siguiendo el sol y un par de hombres acodados a la barra con whisky y cañas en vasos sucios de huellas y falta de agua. Y cruzando la calle principal, la única importante del pueblo y la misma donde deja el tren, un sauce que daba sombra cuando el sol se ponía rabioso, y un río. Allí pasó la tarde juntando, ahora sí, piedritas, acariciando el pasto y los yuyos, zafándoles a los mosquitos, adorando el cielo y sus pájaros, haciendo formas y figuras en su mente  con las nubes que iban de un lado a otro y era lo único que se movía en ese pueblo (al menos por esas horas desde el mediodía hasta la tarde) en el que las siesta parecía eterna y ni siquiera los fantasmas daban señales.



Tren a 25 de Agosto, Florida. Uruguay. 2013.

martes, 23 de octubre de 2018

Viajecito éste que vamos


“…Este ferrocarril es un ferrocarril de hierro
Este ferrocarril escupe humo negro.
Y va hacia la ciudad,
Y la ciudad tiene también
un corazón de hierro..”

Líber Falco


Tren a Peñarol. Montevideo, Uruguay. Julio, 2015.