miércoles, 30 de mayo de 2018

lunes, 21 de mayo de 2018

El silencio y la injusticia



Nombres, nombres, nombres y más nombres suenan en el parlante por una voz masculina y otra femenina que se intercalan, y se ven en la pantalla grande de Dieciocho y Ejido con sus rostros. Y es como si no terminaran nunca, cuando miles y miles de pies avanzan, lento, por la avenida hacia la estatua de la Libertad, mientras los desaparecidos siguen quién sabe dónde y los familiares comidos por la incertidumbre. Son cientos, entre las promesas de un gobierno que ha hecho poco, poquísimo, o más bien nada. Y el silencio es el más grande que se pueda imaginar –como la marcha misma que cada año forma una multitud de cuadras y cuadras (uno siente por momentos que todo Montevideo está allí, aunque no)–. Hasta que se entonan las estrofas del himno y varias pieles se ponen de gallina y muchas lágrimas corren por más de una mejilla. Luego los aplausos que, como los nombres, parecen no terminar. Porque después del primer aplauso, vienen esos que reclaman y gritan –aunque no tienen voz– y piden justicia.  




23a. Marcha del Silencio. Montevideo, 2018.


miércoles, 16 de mayo de 2018

Aún hay vida


Cristina* llega a veces corriendo porque el 158 que la deja a dos cuadras se atrasa. Cada miércoles y sábado, cerca de veinte ancianos la esperan. Es que ella les cambió la vida, dicen algunos de estos viejos que viven alejados de sus familias, “depositados” en un residencial, conocido también como casa de adultos mayores, casa de salud, hogar de ancianos o geriátrico. Varía la calidad de los servicios, el costo económico, lo edilicio (algunos ni siquiera cuentan con la accesibilidad para una silla de ruedas), la cantidad de usuarios, las cabezas que hay detrás de estas instituciones que, en general, no se piensan como lugar acogedor para recibir a la población envejecida, sino en lo redituable que puede ser administrar un sitio como éste, en donde los sujetos dejan de ser sujetos, y pasan a  ser una especie de dimensión entre lo vivo y lo muerto. Cuando un viejo se va a una casa de salud, está aparentemente, en su última etapa, se idealiza a la vejez social y culturalmente. Ya no sirve para nada. Entonces la muerte golpea la puerta, todo el tiempo, y lo único que importa es cubrir las necesidades orgánicas de ingesta y defecación. Así es que el anciano se vuelve un “niño” en el que, allí, cumple normas y rutinas. A la mañana desayuna aunque quiera seguir durmiendo, al mediodía almuerza aunque no tenga ganas, a la tarde merienda y ni bien cae la noche, cena, aunque el estómago diga basta. Y tempranito y a la cama. Ésa que está en la misma habitación que el anciano más canoso que no mira televisión ni lee, entonces el que quiere hacerlo no puede. La intimidad y el deseo personal se pierden. Todo pasa a estar administrado por otros. Entonces los viejos se vuelven “minorías invisibilizadas”, dependientes de quienes llevan la batuta en la institución y de sus familiares que deciden, por ellos, dónde pasar los últimos días.

En pro de una mejor calidad de vida, cada hogar ofrece actividades que activan el cotidiano vivir. Las convenientes para quienes administran la “guardería de viejos”, las que alguien, caritativamente hace de forma honoraria o las que cuestan menos, sin tener en cuenta, qué desean ellos para distraerse, entretenerse, imaginar, sentir, soñar, en ese recreo que los hace zafar de pensar en el encierro, la soledad o las visitas que no llegan. Son muchos los que no reciben visitas. Para avivar el tiempo, para olvidar, al menos por un rato, que la muerte insiste, llama.

Cristina fue contratada para dar clases de teatro en el Hogar Israelita en 2010. El único taller del que los viejos recuerdan el día y la hora, aseguran las funcionarias. Es que en ese espacio, que estimula el trabajo corporal y la motricidad, todos son partícipes más allá de sus limitaciones físicas. Allí los viejos expresan lo que en otros ámbitos no pueden, o no les sale. Cada uno toma consciencia de sí y confianza en sí mismo, se re-conoce y recupera su lugar como sujeto de derechos, que habla, se expresa y es escuchado. Allí los ancianos recuperan su individualidad. Dejan de ser pasivos para ser protagonistas de su acontecer en el que cumplir sus necesidades y deseos se convierte en el principal y único objetivo. Es que, si bien la “profe” se ajusta a las normas institucionales, permite que cada anciano despliegue su talento mediante el juego, el baile, la risa, la escritura, la creatividad, el reconocimiento de sus propias capacidades, algunas incluso no exploradas anteriormente. En el espacio del arte teatral todo cobra sentido. Los viejos se sienten libres y, sobre todo sienten que aún hay vida.





*Cristina Cabrera es psicóloga, actriz de teatro y operadora en educación popular. A través de la experiencia en el residencial, mediante técnicas de recreación y esparcimiento, desarrolló una investigación de la sistematización de la práctica con adultos mayores y el teatro para su tesis “La vejez a proscenio”. Hace meses me viene hablando de eso. En marzo del año pasado, cuando la ciudad iba cambiando la tonalidad por un nuevo otoño, me invitó a registrar, cámara mediante, su trabajo, pero por sobre todo, el revivir de esos abuelos, la sensación de que, a pesar de todo (el encierro, la soledad, la tristeza, el dolor, la rutina, las enfermedades, las carencias afectivas) aún hay vida. Y el amor siempre está.

El mes pasado volvimos a encontrarnos. Me contó de las nuevas actividades, me mostró un par de fotos, que sacó ella misma, de algunos de los ancianos con una nariz roja de payaso y una sonrisa gigante. Me contó de las travesuras de algunos, los nuevos que han ingresado al hogar y de los que ya no están. Es que tristemente, fueron varios de aquellos que me habían dejado una sonrisa en mis fotos, que hoy ya no están.


jueves, 10 de mayo de 2018

domingo, 6 de mayo de 2018

Un corte, una quebrada y un café


La semana pasada abrió sus puertas una nueva sucursal del Café Tribunales. Debajo del Palacio Salvo y bordeando la plaza Independencia.



Café Tribunales. Montevideo. Mayo, 2018.

viernes, 4 de mayo de 2018

A más de un siglo del exterminio


Varios carteles se levantaron ayer en la plaza Independencia cuando ya había caído la noche. Alcanzaron tres palabras para entender de qué iba la concentración. “Turquía Estado Genocida”. A 103 años del Genocidio Armenio, decenas de personas marcharon por la avenida 18 de Julio hacia la explanada del palacio municipal. Es que si bien, el Estado Turco reconoce que a fines de abril de 1915 murieron miles de personas, no se hace responsable de aquella matanza que fue el genocidio más importante de la historia después del Holocausto. Los turcos la justifican como causa de la Primera Guerra Mundial y tampoco hacen referencia de los hechos en los libros, dicen los armenios. Uruguay fue el primer país en reconocerlo en una resolución en la Asamblea General de 1965. 



martes, 1 de mayo de 2018

A la hora de la siesta

Camino a los trotes por 18 de julio porque, aunque no es la avenida Corrientes, es un mundo de gente y voy con retraso por esos cinco minutos que la cama me sede –cuando hago callar de una, con un golpe seco, al despertador que hoy me fastidió más de la cuenta– y ahora me hacen zigzaguear para llegar a tiempo a la consulta en la que no me puedo demorar porque la atraso a ella en su siguiente cita y en la próxima y en la otra. Entonces esquivo al niño que va mirando figuritas, a la mamá que se entretuvo en la vidriera, al vendedor ambulante de medias y pañuelos y gorros y portallaves que se levantó de la silla después de quién sabe cuántas horas en ella, a las dos veteranas que se enamoran con la pareja que baila tango al lado del Gardel que es pura sonrisa y toma un café, a los turistas que meten flashes en la fuente que está encadenada por donde se la mire por tantos amores que porfían sellarse para siempre, al auto que quiere aventajarme el segundo de la amarilla que me da el semáforo, a la indigente que pide monedas con su niño en brazos, a la parejita que no para de besarse, a la flaca que dejó buena parte del sueldo en Daniel Cassini y no le dan las manos de tanta bolsa, al ciego que hace sonar la lata, al guacho de mechón turquesa que va ensimismado en su celular, a la anciana que apenas puede con el bastón, al perro que no tiene dueño, al linyera que duerme sobre un colchón mugriento, a las pibitas que salen del local de la esquina con la Mc’sonrisa a pesar de la doble de carne que van comiendo y es pura grasa, al entrajetado que lleva el maletín debajo del brazo, al pibe que va enchufado con los auriculares color flúo visibles a trecientos metros, a la vendedora que acomoda zapatos en la vidriera, al mendigo que tiene más calle que años, al gordo que camina con dificultad, a la cuarentona de oca que es puro azul francia y seguro está en la media hora, al guitarrista que bajó de un bondi, al cuida coche que se arma un tabaco, al ejecutivo que intenta salvar el negocio a través del iphone, al manicero que infla bolsas, a la dama de vestido antiquísimo que no se mueve porque es estatua y llama la atención por las rastas largas, al que espera subir a otro bondi con caramelos y golosinas y porta documentos y corta uñas. Y frente a todo ese escenario tan lineal como la avenida misma, la desigualdad se me presenta sin piedad a los pies, ese día en que prefiero evitar esas imágenes porque ya bastante con lo de uno y la sensibilidad lastima, pero no.  

Enredadísima con mis pensamientos, en ese tramo en que ya se camina con un poco más de espacio cuando voy llegando a los semáforos que están a una cuadra del Obelisco, miro mí muñeca y apuro el paso porque el reloj me dice que quedan apenas cinco para unas diez cuadras que no cuento pero sé de memoria (aunque hace meses que a ella no la visito), la vida me sorprende. El tipo al que había visto días antes, sin conocer su rostro, se me cruza con el mismo carro, el mismo perro y la misma perra, me entero después. Se llama Lola me cuenta desde el escalón, a esa altura en que ya me olvidé de ella, de la consulta, de los cinco minutos, de la cita, y le pido permiso para robarle una imagen de esa perra, cachorra pero grande, que hace la siesta sobre la valija que él puso sobre el carro de supermercado y donde conserva, seguramente, lo poco que tiene. Entonces siento que la vida es eso. El amor y el desamor, las personas que perdemos por razones distintas, los fracasos, la pobreza y las carencias, las idas y venidas, lo que fue y lo vendrá, el dolor y hasta la muerte. Y la muy perra, la vida, se me termina de atravesar, ese día, como uno calambre en el medio de la pantorrilla, me sacude y me revuelve las tripas cuando él me toma del brazo para acercarme a sus pertenencias y mostrarme un paquete de curitas. Sin que yo pregunte y en un tono bajo, muy bajo, y hasta con ternura, me dice: “Mi nombre es Alejandro, cualquier ayuda, cualquier moneda me sirve. Cualquiera”. 

Cordón, Montevideo. Abril, 2018. 

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