viernes, 11 de septiembre de 2015

Sin consuelo

Tata Dios está enojado, decía el abuelo cuando llovía con rabia como si un ángel descargara de golpe cientos de lágrimas acumuladas. Como si el viejo hubiera enviado, ése día, desde el cielo aquel diluvio por la emoción de ver a su padre y su hija juntos. A simple vista el viejo era un frízer, pero las pequeñeces más estúpidas lo hacían moquear fácilmente.

La tarde se hizo noche. San Martín 894 –le dije al tachero. A unos metros del Yí, donde las calles son de pedregullo, los duraznenses más pobres le ruegan a Dios, todos los años, zafar de las inundaciones. Mi abuelo era uno de esos. A través del vidrio reconocí el almacén de Pocho, la peluquería de Berta, el sauce llorón de la esquina. Diez años atrás había llevado al viejo cuando apenas podía con el bastón, poco antes de usar pañales y ser un inútil para bañarse, afeitarse y comer por el temblor insoportable que lo acompañó desde mi infancia. Tenía sólo unos meses cuando la hoja del hacha se le enredó en la cuerda de la ropa y le fue a dar en la nuca y lo dejo inconsciente.

Mi nietita”, repitió Arsenio acariciándome el pelo con una mano. Con la otra sostenía el bastón. Estaba ansioso, alegre y vestido para la ocasión: casi entrajetado. “Mi nietita”, soltó de nuevo separándome de su cuerpo y mirándome a los ojos como buscando alguna huella del viejo y convenciéndose de mi presencia. Me envolvió en un abrazo, de esos que le sacan el frío a uno.
¿Cómo era el viejo en la escuela? – le pregunté a la mañana siguiente entre amargos y las voces de Clarín que salían de la Spika envuelta en cuero. Yo deseaba escuchar historias del viejo, el de paso firme y voz lúcida, cuando fue camionero, su primera novia, los Boy Scouts donde conoció a la vieja y la primera cita con ella. Necesitaba saber más de aquel cuarentón flaco de sonrisa espléndida, que alcancé a ver apenas un par de veces, y el bigote que yo misma le saqué cuando contener la baba y tragar fue una pesadilla.

El abuelo me hacía creer que a mis palabras se las llevaba el viento y me contaba del nuevo consultorio de Alicia, de su sobrino Julio, y Carlitos y Gloria.
Carlitos, ahora es zapatero, pero antes trabajaba con el viejo en el campo– le retrucaba.
Sabes mijita, Nucha (la mujer de al lado, la que le limpia) ahora también me hace las viandas– me decía con una falsa contentura.
Claro que su alimentación, la salud y todas esas cosas me importaban pero no había caso. Hablar del viejo era como mencionar al Diablo. El abuelo se emperraba en relatos, para mí, indiferentes. Que Martita, la almacenera, y su nena Paula que empieza la escuela, continuaba apagando la Clarín. Desde el 27 de diciembre, sólo escuchaba las noticias. Tampoco leía ni miraba televisión. Pensé que se le había roto, pero no. Aquella tarde de otoño, la tercera de mi estadía, lo vi sentado al fondo de la casa, entre el pasto alto y plantas ya sin vida, con la mirada perdida en el vacío. Entonces comprendí que el abuelo no mencionaba al viejo por tanta tristeza, tanto llanto acumulado que lo ahogaba y, sin embargo, soportaba ante mi presencia. Ver al viejo con ese Parkinson de mierda entre pañales y sondas, hacía sufrir a cualquiera, pero cómo explicarle al anciano de 86 años que la vida, Dios, el destino o quién coño fuera, lo habían querido así, que la muerte había encontrado a su hijo antes que a él. No había consuelo.

Al quinto día tuve que volver a mi rutina. Supe que al abuelo le quedaba poco. 9 de setiembre. Seis de la tarde. Llovía copiosamente. Rin, rin. Del otro lado, la voz quebrada de mamá. Esta vez, para avisarme que el corazón del abuelo había dejado de latir. Y le agradecí a Dios porque para él ya no tenía sentido vivir. 

                        Abuelo Arsenio, Durazno. Marzo, 2009.

**Entrada  relacionada: 
http://virginiatestigo.blogspot.com.uy/2014/09/arsenio.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario