Tata
Dios está enojado, decía el abuelo cuando llovía con rabia como si
un ángel descargara de golpe cientos de lágrimas acumuladas. Como
si el viejo hubiera enviado, ése día, desde el cielo aquel diluvio
por la emoción de ver a su padre y su hija juntos. A simple vista el
viejo era un frízer, pero las pequeñeces más estúpidas lo hacían
moquear fácilmente.
La
tarde se hizo noche. San Martín 894 –le dije al tachero. A unos
metros del Yí, donde las calles son de pedregullo, los duraznenses
más pobres le ruegan a Dios, todos los años, zafar de las
inundaciones. Mi abuelo era uno de esos. A través del vidrio
reconocí el almacén de Pocho, la peluquería de Berta, el sauce
llorón de la esquina. Diez años atrás había llevado al viejo
cuando apenas podía con el bastón, poco antes de usar pañales y
ser un inútil para bañarse, afeitarse y comer por el temblor
insoportable que lo acompañó desde mi infancia. Tenía sólo unos
meses cuando la hoja del hacha se le enredó en la cuerda de la ropa
y le fue a dar en la nuca y lo dejo inconsciente.
“Mi
nietita”, repitió Arsenio acariciándome el pelo con una mano. Con
la otra sostenía el bastón. Estaba ansioso, alegre y vestido para
la ocasión: casi entrajetado. “Mi nietita”, soltó de nuevo
separándome de su cuerpo y mirándome a los ojos como buscando
alguna huella del viejo y convenciéndose de mi presencia. Me
envolvió en un abrazo, de esos que le sacan el frío a uno.
–¿Cómo
era el viejo en la escuela? – le pregunté a la mañana siguiente
entre amargos y las voces de Clarín que salían de la Spika envuelta
en cuero. Yo deseaba escuchar historias del viejo, el de paso firme y
voz lúcida, cuando fue camionero, su primera novia, los Boy Scouts
donde conoció a la vieja y la primera cita con ella. Necesitaba
saber más de aquel cuarentón flaco de sonrisa espléndida, que
alcancé a ver apenas un par de veces, y el bigote que yo misma le
saqué cuando contener la baba y tragar fue una pesadilla.
El
abuelo me hacía creer que a mis palabras se las llevaba el viento y
me contaba del nuevo consultorio de Alicia, de su sobrino Julio, y
Carlitos y Gloria.
–Carlitos,
ahora es zapatero, pero antes trabajaba con el viejo en el campo–
le retrucaba.
–Sabes
mijita, Nucha (la mujer de al lado, la que le limpia) ahora también
me hace las viandas– me decía con una falsa contentura.
Claro
que su alimentación, la salud y todas esas cosas me importaban pero
no había caso. Hablar del viejo era como mencionar al Diablo. El
abuelo se emperraba en relatos, para mí, indiferentes. Que Martita,
la almacenera, y su nena Paula que empieza la escuela, continuaba
apagando la Clarín. Desde el 27 de diciembre, sólo escuchaba las
noticias. Tampoco leía ni miraba televisión. Pensé que se le había
roto, pero no. Aquella tarde de otoño, la tercera de mi estadía, lo
vi sentado al fondo de la casa, entre el pasto alto y plantas ya sin
vida, con la mirada perdida en el vacío. Entonces comprendí que el
abuelo no mencionaba al viejo por tanta tristeza, tanto llanto
acumulado que lo ahogaba y, sin embargo, soportaba ante mi presencia.
Ver al viejo con ese Parkinson de mierda entre pañales y sondas,
hacía sufrir a cualquiera, pero cómo explicarle al anciano de 86
años que la vida, Dios, el destino o quién coño fuera, lo habían
querido así, que la muerte había encontrado a su hijo antes que a
él. No había consuelo.
Al
quinto día tuve que volver a mi rutina. Supe que al abuelo le
quedaba poco. 9
de setiembre. Seis de la tarde. Llovía copiosamente. Rin, rin.
Del otro lado, la voz quebrada de mamá. Esta vez, para avisarme que
el corazón del abuelo había dejado de latir. Y le agradecí a Dios
porque para él ya no tenía sentido vivir.
Abuelo
Arsenio, Durazno. Marzo, 2009.
**Entrada relacionada:
http://virginiatestigo.blogspot.com.uy/2014/09/arsenio.html
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