martes, 31 de mayo de 2016

El principito y otros cuentos

16ª. Feria del Libro Infantil y Juvenil
Atrio de la Intendencia de Montevideo.
Mayo, 2016.


 


viernes, 27 de mayo de 2016

Cada loco con su tema

Los transeúntes iban y venían. Los taxistas cortaron el tránsito en plena avenida 18 de Julio. Otra vez, en contra de Uber. David observaba todo desde las alturas. David es testigo de todo lo que allí acontece. Si el David hablara... 

Intendencia de Montevideo. Mayo, 2016.

martes, 24 de mayo de 2016

Basura (s)

Manifestación de clasificadores en la Av. 18 de Julio, hoy. 

Eran 12. Poco más, poco menos. Cortaron la avenida principal de Montevideo, frente al Ministerio de Desarrollo Social, reclamándole al gobierno un salario digno. 30.000 pesos. Los clasificadores exigen tener un sueldo de 30.000 pesos. Como tantos otros. Como una cajera de supermercado, de un abitab, de una heladería, de cualquier servicio de alimentos, un vendedora de ropa, un vendedor de libros, una moza, un guarda de seguridad, una empleada doméstica, una telefonista, una recepcionista de hotel, una administrativa de una empresa de ricos, un reponedor de góndolas… Son miles los que apenas llegan (llegamos) a 15.000 y seguramente comen arroz todos los días. Y un alquiler de una habitación en una pensión cuesta alrededor de 10.000. Ni hablemos de un apartamento. Pero lo más triste, entre todos los males, son esos cientos de niños que viven arriba de un carrito revolviendo basura, comiendo basura, oliendo basura, viviendo como basura, y entre tanta basura. ¿Ningún cabecilla de tantos ministerios, ningún jerarca del gobierno, ningún político, sea del color que sea, tenga los ideales que tenga, es tan incapaz de ver la extrema vulnerabilidad y la pobreza y el futuro incierto de esos niños? Eso sí es de basuras. 

viernes, 20 de mayo de 2016

Otro silencio

“Están en algún sitio / concertados
desconcertados / sordos
buscándose / buscándonos
bloqueados por los signos y las dudas
(…)
nadie les ha explicado con certeza
si ya se fueron o si no
sin son pancartas o temblores
sobrevivientes o responsos
(…)
cuando empezaron a desaparecer
como el oasis en los espejismos
a desaparecer sin últimas palabras
tenían en sus manos los trocitos
de cosas que querían
están en algún sitio / nube o tumba
están en algún sitio / estoy seguro
allá en el sur del alma…”

Mario Benedetti

                                   20ª. Marcha del Silencio. Montevideo. Mayo, 2015.


El silencio, ese silencio, habla por sí solo. Año a año, miles de personas parten a paso lento de la esquina de Av. Rivera y Jackson, cada 20 de mayo, con pancartas que suplican con letras grandes Verdad y Justicia, que exigen ¡Basta a la impunidad! Y los rostros de siempre. Esos rostros que en los años 70 desaparecieron. Y nunca más se supo de ellos. Nunca más.

Son cientos los familiares que hace 40 años, o más, siguen buscando a sus hijos y nietos, que siguen teniendo la esperanza de que algún día puedan hallar esos cuerpos, de enterrarlos, que quienes saben –porque seguro hay militares (y no militares también) que saben– hablen, confiesen. Y que el gobierno, de una vez por todas, se ponga los derechos humanos al hombro y haga lo que tiene que hacer, que deje de perdonar a cientos de viejitos que se cagaron en miles de jóvenes que lucharon por sus ideales y torturaron a más no poder en un pasado que sigue latente. Un pasado que no se olvida, que es Presente, al menos hasta que esos cuerpos aparezcan, hasta que la verdad y la justicia le ganen a la impunidad. Basta de impunidad. Basta. Basta. Basta. Este año la consigna es: "Ellos en nosotros contra la impunidad de ayer y hoy, por verdad y justicia". Otro silencio. El 21. 

martes, 17 de mayo de 2016

De madre a hijo y viceversa II

 A mi hermana del alma

“El amor no es repetición.
Cada acto de amor es un ciclo en sí mismo,
una órbita cerrada en su propio ritual.
Es, cómo podría explicarte, un puño de vida”.

Mario Benedetti
 
Suena el celular. Gerónimo abre grande los ojos. Me mira. Es ella para avisar que va en camino. Le digo que vuelva tranquila, que vaya suave, que está todo bien, que la mañana estuvo genial. Gerónimo no habla todavía. Sólo se le escapa un “Titi” cada tanto y algunas palabras sueltas, indescifrables, cuando se pone majadero. Pero conoce bien esa voz. La que salió del otro lado del aparato y se ubica, en ese momento, en algún punto de la ciudad. Sonríe. Salta en el sillón, mira para afuera por el ventanal grande que deja empañado cuando apoya la nariz y las manos. Esas manos tan pequeñas. Está feliz. Es que su madre está a punto de llegar. Es solo cuestión de minutos, diez, quince quizás, no más. Gerónimo me mira de nuevo, sonríe. Y cuando ve entrar el auto azul suelta el chiche que hacía más media hora su mano no soltaba ni por jodete, se baja del sillón, primero con una pierna, después con la otra, corre hasta la puerta, apenas unos pasos, y hace lo posible por llegar a la cerradura. No alcanza por más en punta que se pongan sus piecitos.  Quiere ganarle a la madre que, sabe, en cualquier momento aparecerá del otro lado. Salta, me mira, grita. Es pura sonrisas.

La puerta se abre. Esos ojos chiquitos pero bien abiertos, los de ella, brillan al ver ese cuerpito que hace seis horas no ve, y sus brazos lo levantan. Entonces Gerónimo gira en el aire y juntos dan varias vueltas. Y giran, giran como un trompo mientras yo viajo en el tiempo y la recuerdo a ella ocho, diez, doce años atrás, cuando leía a Benedetti, cuando pedaleaba por arriba del Viaducto para ir a ver a decenas de pibes en situaciones vulnerables antes de recibir el título universitario, cuando íbamos de boliche en boliche y escuchábamos a La Vela, La Bersuit, La Tabaré y a Cabrera y Silvio si nos atrapaba la melancolía, y nos escapábamos juntas, ni bien podíamos, a cambiar de aire a la punta, la del Diablo, con un tinto de caja para zafarle a los fríos del amanecer que nos emperrábamos en ver. Cuando ese hijo rubiecito de ojos claros no se había transformado aún en proyecto, ni siquiera era imaginado. Ahora los tiempos son otros, dice Silvia cuando se percata que la vida se le enreda entre pañales, cunas, viandas para el jardín, pediatras, enchufes escondidos y chiches desparramados por toda la casa que es un despelote, suelta apretando los labios, porque ya nunca la puede tener en orden, en el orden que ella tan meticulosamente quisiera. Es que un hijo te cambia la vida me repite siempre. Un hijo te cambia la vida. Y soy testigo de ese incondicional amor –puro amor– que esta madre tiene por su hijo. Y viceversa.


domingo, 15 de mayo de 2016

De madre a hijo y viceversa

Los hijos son de la vida, no de uno, me dijo un día mi vieja. Mi madre. Sólo que me gusta decirle la vieja, mi vieja, me resulta más fraterno. Varias veces lo decía. Pero recuerdo aquella vez en que yo me tomaba los vientos en busca de otros caminos y me fui de mi casa, la suya, la de mi viejo también. Para ella no era fácil, le implicaba seguir en una ruta ya conocida por demás pero tediosa y bien empedrada y, sin embargo, ese día me lo repitió una y otra vez, quizás para que no me sintiera culpable por la otra parte del cuento que no viene al caso, y seguro porque ella de verdad quería que yo encontrara mi camino, mi libertad, que no perdiera mi independencia. Y así fue. Me fui sin abandonarla, claro está porque ella sabía que, a pesar de la distancia, tendría siempre mi apoyo. Y viceversa. Y viceversa.
La vieja, mi vieja, es de esas mujeres de fierro que no tituben jamás cuando uno llama o aparece de sopetón, sin sospecha, porque necesita un mimo, una caricia, un consejo, ese abrazo en que uno se siente como al lado de una estufa, y a salvo. Yo puteo, me caliento, rezongo porque ella tiene esa maldita costumbre de sacarme siempre, de ponerme los pelos de punta por ser tan insistente y llena huevo –que por qué no comes algo, que por qué no te abrigas, que por qué no hablas con fulanito y o haces tal cosa o tal otra como yo siguiera siendo una niña, su niña– me roba la poca paciencia que tengo y enseguida hiervo como el agua dentro de la caldera que chifla enloquecida en la hornalla de la cocina. Pero después, entre mates, anécdotas y gestos –pequeños gestos que son inmensos– uno se percata y recuerda que para la vieja uno, yo en este caso, jamás dejaré de ser niña, jamás dejaré de ser su hija. Y que el amor de una madre a una hija, un hijo, es incondicional. Y viceversa. Que la madre es el único ser en el mundo que jamás dice “no”. Por eso, es que a mí me gusta regalarle algo, una cartera, una buzo, una tetera, un libro, una flor, un mimo, cualquier cosa que a ella le haga bien, cualquier día del año porque ella conmigo está los 365 días de todos los año de su vida.

Montevideo. Julio, 2015. 

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jueves, 12 de mayo de 2016

Pabla, no Paula

Historias simples: Fortín Olmos

Pabla. Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.

Está de pie, apoyada contra el marco de la puerta de su casa aprovechando el sol. Es que hace dos semanas que en Fortín Olmos no se ve el sol. Quiere saber de dónde soy, de dónde vengo. Quiere conversar. Le digo que no le quiero robar tiempo, pero ella insiste.

– Pero no, si tengo todo el tiempo del mundo– dice estirando todas las “0” mientras saca de su casa dos sillas de plástico. No quiere perderse el sol. Yo tampoco.
–Te vi de lejos y pensé que eras un muchacho. Es que no es común ver a una muchachita de pelo tan corto, me confiesa con vergüenza. Yo repito su nombre: Paula. No Pabla, aclara pronunciando cada letra. Le admito que es la primera mujer que conozco que lleva de nombre el femenino de Pablo. Nos reímos. Ella representa más edad de la que tiene. Como casi todas en Olmos. A los 15, tuvo su primera hija.

– ¿Te gustan las tortas fritas?
– Sí, claro si son uruguayas– me sale como retrucando.
– Enserio– exclama con los ojos bien grandes y estirando de nuevo la “o”. Entonces no me vas a desperdiciar ninguna. No me da opción. Me trae cuatro. Las tortas fritas en Olmos son el pan de cada día.

Frente a su casa de material, donde vive desde agosto de 2013, todo es campo. La calle de barro no tiene nombre pero está ubicada al final de un pasaje donde termina el barrio Las Piedritas. Allí las casas están pegaditas, una seguidita de la otra.
– Un día vinieron y me dijeron que tenían un terreno para mí. Yo me reía. Mirá si me iban a dar uno, suelta de nuevo aquella risa que le trae el recuerdo llevando los ojos al piso y moviendo la cabeza para un lado y para otro como si aún no pudiera creerlo. Y para que a mí no entre sospecha alguna se levanta, entra, abre un cajón en la habitación que es cocina living-comedor y saca unos papeles. Un registro de contrato público número 272, escritura 78 y fecha de 2013 que responde a la donación de la Comuna de Fortín Olmos del terreno a Pabla. Pabla Rivero.

Mejorar la situación de las viviendas de la población más vulnerable del pueblo era imprescindible. El ex presidente de la comuna Abel Gómez se puso el problema al hombro y encaró. Sobre todo, los del norte donde la pobreza salta a la vista. Donde tampoco había saneamiento hasta hace un par de años, sólo luz eléctrica. Ella vivía en una casa de barro con sus cinco pequeños hijos y Daniel, su marido, a unos pocos metros, en el barrio de al lado que aún no tiene saneamiento: Los Pilares.

–Yo no me quería ir de ahí porque me gustaba mi casita de barro– dice en un tono suave y tímido bien santafecino. Con los años Pabla se acostumbró a su casa de material y, ahora, valora los cambios de tener paredes de portland. Aunque dos de sus hijas, ya grandes, de 13 y 16 años, duermen juntas en un colchón finito, finito, repite juntando el pulgar y el índice derechos para que yo imagine el grosor de esa finitez que les produce un dolor de espalda tremendo.

–Pero si compro un colchón nos quedamos un mes sin comer– chasquea los dientes.
Pabla hacía limpiezas en la casa de una señora en Olmos hasta que un día apareció con el rostro hinchado y muchos dolores que le provocaban, dice, la tiroides y la diabetes.

– La doña me dijo que mejor dejara, que me fuera a hacer los estudios. Que ella no quería tener problemas, que no podía tomar a una persona enferma. Así no te puedo tener, me dijo.
Hace poco más de un año que Pabla está sin empleo. Dice que en Olmos no hay trabajo para las mujeres que no son policías o maestras, o tienen un quiosco o algún comercio. Y para los hombres, poca cosa. Daniel vive de las changas: cortar leña y hacer carbón cuando el clima se lo permite. Estuvo una semana parado por la lluvia, se lamenta revoleando un trapo que ahora tiene entre sus manos. Daniel es albañil pero en Olmos no hay grandes obras de albañilería. Son trabajos chiquitos que no dan para nada. Cada tanto el matrimonio recibe una ayudita de Sergio, unos de los hijos del medio, el de 21 años y el único varón.

– El más “mamango”– suelta con orgullo su madre. Trabaja en Córdoba en un tambo, pero ahora se está por venir porque allá todo está pasado por agua.
En Olmos nadie te da nada, sigue Pabla. Nadie. Hay una asistente social que “no saca el culo de la silla”. El gobierno le paga pero nunca viene a recorrer los barrios ni a ver a los abuelitos que no pueden ni moverse. El gobierno no te ayuda en nada, repite indignada. El gobierno, el gobierno… No es como en otras ciudades, dice.

Le digo que no, que no es lo que ella piensa. Que en las grandes ciudades como Buenos Aires hay muchas villas, y grandes villas, donde la pobreza también castiga y arrasa con todo. Le nombro mi Montevideo querido, un lugar que ella jamás había escuchado. Ni mucho menos imagina en un mapa. Me mira sorprendida, cuando le explico que el mundo está lleno de gobiernos que se olvidan de los pobres, que el de su país, su pueblo, no es el único. Los gobiernos, los gobiernos… La convenzo.

– Pero este es una barrio tranquilo– afirma como queriendo arrepentirse, ahora, de algunas palabras que soltó como un pororó segundos antes. La tranquilidad de acá no se paga con nada– asegura. Y en eso le doy la razón. 
Falta media hora para el mediodía. En la casa que está detrás de la capilla, Sarita, Jimena, Aída y Silvana me esperan con un banquete. Hoy en la cocina manda Silvana. Seguro hervirá verduras. Pabla me acompaña un par de cuadras.
– Tengo que ir a comprar carne– me cuenta.
– Que vas a cocinar hoy– quiero saber.

– Ah, lo de siempre: Guiso. Nosotros siempre comemos guiso. Cada tanto un  estofado, pero es lo que hay– suelta mientras me da una bolsa para que me lleve dos de las tortas fritas que no pude desperdiciar. Las otras dos me las comí escuchando sus cuentos. 

martes, 10 de mayo de 2016

Carnívoros

Barrio La Comercial, Montevideo. Mayo, 2015.

Vi la imagen y recordé. Recordé aquella Ciudad Ocre de Apegé** –ahora confirmo que fue una de enero de 2015– que tituló “La carne plebeya” en la que describía un anoche de verano en la Cuidad Vieja. Lo que mil veces vi. El histórico barrio es mi barrio.  Y “…en la vereda de enfrente y al pie de una puerta de madera que parecía bombardeada, toda una familia azuzaba un fuego del que se desprendía un humo incontenible y olor a carne”.
Esta vez no era una noche cualquiera, sino un día especial: el 1 de mayo, el Día de los Trabajadores. El típico día donde en algunos barrios (ciertos barrios) la gente, ésa que no tiene parrilleros en sus casas y que les importa un comino mostrarse en las veredas, saca el mediotanque para ese asadito tan esperado. Dijera Apegé, un acto plebeyo “en el sentido de hacer lo que puedo con lo que tengo, de no pedir más que ese rato de satisfacción, de aceptar, también, las condiciones de mi parrillero”.

Terminado el acto –en el que se reclamaron derechos, se recordaron otros tantos, se estiraron brazos y apretaron puños que quedaban en el aire mientras sonaban las estrofas del himno y cientos de gargantas lo gritaban y muchas banderas flameaban– caminando por los alrededores del Palacio entre esa montonera de gente y el humo de las tortas fritas, los mediotanques lucían en los alrededores.

El hábito, aquel que describía Apegé hace poco más de un año, sigue en pie. “Nunca había visto tanto mediotanque en las calles como en las últimas fiestas. Y tanto impudor para ocupar la vereda: tribus familiares o de amistad enteras con mesas, sillas, bebidas, heladeritas, todo el banquete sobre sus veredas, con las puertas abiertas, los televisores prendidos, la cumbia a tope, aunque la mayoría de los comensales se mantenga sentada esperando su generosa porción vacuna”. Y sí, los uruguayos somos carnívoros.


**Ciudad Ocre. la diaria, 15, enero, 2015; pág. 7.
http://ladiaria.com.uy/articulo/2015/1/la-carne-plebeya/


viernes, 6 de mayo de 2016

Laburantes II

“Lo primero que hay que hacer
 es cuidar la unidad”.

José “Pepe” D’Elia

Acto por el Día de los Trabajadores en la plaza Mártires de Chicago. 
Montevideo, 1 de mayo. 2016.






jueves, 5 de mayo de 2016

Qué votas

 Las Elecciones Universitarias convocaron, al parecer, a más de 200 mil estudiantes, egresados y docentes. Ni los pingüinos se salvaron.

Facultad de Veterinaria, ayer. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

Toribio

El 30 de abril los trabajadores rurales celebraron “su” feriado no laborable pago, establecido en la Ley N° 19.000 promulgada en noviembre de 2012. Y yo me acorde de Toribio.

Nadie podía creerlo. Todos sonreían, y la esperanza de que el agua dejara un poco en paz, crecía. La mañana estaba soleada. Dos semanas estuvo Fortín Olmos sin ver el astro que hasta altura calienta poco. Pero, ahora, lo importante es que seque, dice Toribio mientras con un balde saca agua de la calle –un pasaje en realidad– sin nombre que lo lleva a su humilde casa en el barrio Los Pilares. Toribio es trabajador rural. Y hace changas "de lo que venga". Es que cuando a las lluvias le dan por instalarse en el pueblo, no hay campo ni animales que aguanten. Todo queda estancado, dice. La mayoría de los hombres allí, se dedican al campo, a la ganadería. Otros a cortar leña y hacer carbón para vender a grandes mercados.  Siempre y cuando la lluvia lo permita. La lluvia. Siempre la lluvia.

Toribio. Fortín Olmos, Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.
**Entrada relacionada: 


martes, 3 de mayo de 2016

Laburantes

Acto por el Día de los Trabajadores organizado por el PIT-CNT en plaza Mártires de Chicago, el domingo.