jueves, 12 de mayo de 2016

Pabla, no Paula

Historias simples: Fortín Olmos

Pabla. Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.

Está de pie, apoyada contra el marco de la puerta de su casa aprovechando el sol. Es que hace dos semanas que en Fortín Olmos no se ve el sol. Quiere saber de dónde soy, de dónde vengo. Quiere conversar. Le digo que no le quiero robar tiempo, pero ella insiste.

– Pero no, si tengo todo el tiempo del mundo– dice estirando todas las “0” mientras saca de su casa dos sillas de plástico. No quiere perderse el sol. Yo tampoco.
–Te vi de lejos y pensé que eras un muchacho. Es que no es común ver a una muchachita de pelo tan corto, me confiesa con vergüenza. Yo repito su nombre: Paula. No Pabla, aclara pronunciando cada letra. Le admito que es la primera mujer que conozco que lleva de nombre el femenino de Pablo. Nos reímos. Ella representa más edad de la que tiene. Como casi todas en Olmos. A los 15, tuvo su primera hija.

– ¿Te gustan las tortas fritas?
– Sí, claro si son uruguayas– me sale como retrucando.
– Enserio– exclama con los ojos bien grandes y estirando de nuevo la “o”. Entonces no me vas a desperdiciar ninguna. No me da opción. Me trae cuatro. Las tortas fritas en Olmos son el pan de cada día.

Frente a su casa de material, donde vive desde agosto de 2013, todo es campo. La calle de barro no tiene nombre pero está ubicada al final de un pasaje donde termina el barrio Las Piedritas. Allí las casas están pegaditas, una seguidita de la otra.
– Un día vinieron y me dijeron que tenían un terreno para mí. Yo me reía. Mirá si me iban a dar uno, suelta de nuevo aquella risa que le trae el recuerdo llevando los ojos al piso y moviendo la cabeza para un lado y para otro como si aún no pudiera creerlo. Y para que a mí no entre sospecha alguna se levanta, entra, abre un cajón en la habitación que es cocina living-comedor y saca unos papeles. Un registro de contrato público número 272, escritura 78 y fecha de 2013 que responde a la donación de la Comuna de Fortín Olmos del terreno a Pabla. Pabla Rivero.

Mejorar la situación de las viviendas de la población más vulnerable del pueblo era imprescindible. El ex presidente de la comuna Abel Gómez se puso el problema al hombro y encaró. Sobre todo, los del norte donde la pobreza salta a la vista. Donde tampoco había saneamiento hasta hace un par de años, sólo luz eléctrica. Ella vivía en una casa de barro con sus cinco pequeños hijos y Daniel, su marido, a unos pocos metros, en el barrio de al lado que aún no tiene saneamiento: Los Pilares.

–Yo no me quería ir de ahí porque me gustaba mi casita de barro– dice en un tono suave y tímido bien santafecino. Con los años Pabla se acostumbró a su casa de material y, ahora, valora los cambios de tener paredes de portland. Aunque dos de sus hijas, ya grandes, de 13 y 16 años, duermen juntas en un colchón finito, finito, repite juntando el pulgar y el índice derechos para que yo imagine el grosor de esa finitez que les produce un dolor de espalda tremendo.

–Pero si compro un colchón nos quedamos un mes sin comer– chasquea los dientes.
Pabla hacía limpiezas en la casa de una señora en Olmos hasta que un día apareció con el rostro hinchado y muchos dolores que le provocaban, dice, la tiroides y la diabetes.

– La doña me dijo que mejor dejara, que me fuera a hacer los estudios. Que ella no quería tener problemas, que no podía tomar a una persona enferma. Así no te puedo tener, me dijo.
Hace poco más de un año que Pabla está sin empleo. Dice que en Olmos no hay trabajo para las mujeres que no son policías o maestras, o tienen un quiosco o algún comercio. Y para los hombres, poca cosa. Daniel vive de las changas: cortar leña y hacer carbón cuando el clima se lo permite. Estuvo una semana parado por la lluvia, se lamenta revoleando un trapo que ahora tiene entre sus manos. Daniel es albañil pero en Olmos no hay grandes obras de albañilería. Son trabajos chiquitos que no dan para nada. Cada tanto el matrimonio recibe una ayudita de Sergio, unos de los hijos del medio, el de 21 años y el único varón.

– El más “mamango”– suelta con orgullo su madre. Trabaja en Córdoba en un tambo, pero ahora se está por venir porque allá todo está pasado por agua.
En Olmos nadie te da nada, sigue Pabla. Nadie. Hay una asistente social que “no saca el culo de la silla”. El gobierno le paga pero nunca viene a recorrer los barrios ni a ver a los abuelitos que no pueden ni moverse. El gobierno no te ayuda en nada, repite indignada. El gobierno, el gobierno… No es como en otras ciudades, dice.

Le digo que no, que no es lo que ella piensa. Que en las grandes ciudades como Buenos Aires hay muchas villas, y grandes villas, donde la pobreza también castiga y arrasa con todo. Le nombro mi Montevideo querido, un lugar que ella jamás había escuchado. Ni mucho menos imagina en un mapa. Me mira sorprendida, cuando le explico que el mundo está lleno de gobiernos que se olvidan de los pobres, que el de su país, su pueblo, no es el único. Los gobiernos, los gobiernos… La convenzo.

– Pero este es una barrio tranquilo– afirma como queriendo arrepentirse, ahora, de algunas palabras que soltó como un pororó segundos antes. La tranquilidad de acá no se paga con nada– asegura. Y en eso le doy la razón. 
Falta media hora para el mediodía. En la casa que está detrás de la capilla, Sarita, Jimena, Aída y Silvana me esperan con un banquete. Hoy en la cocina manda Silvana. Seguro hervirá verduras. Pabla me acompaña un par de cuadras.
– Tengo que ir a comprar carne– me cuenta.
– Que vas a cocinar hoy– quiero saber.

– Ah, lo de siempre: Guiso. Nosotros siempre comemos guiso. Cada tanto un  estofado, pero es lo que hay– suelta mientras me da una bolsa para que me lleve dos de las tortas fritas que no pude desperdiciar. Las otras dos me las comí escuchando sus cuentos. 

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