miércoles, 31 de mayo de 2017

Calambres en el alma

Rambla. Montevideo. Mayo, 2017.

Sensación térmica, quince. Una tarde mansa comparada a la de hace unos días, tres o cuatro, en que los primeros fríos nos castigaron de una. Los primeros fríos son los peores, dicen. Un sol tímido pero sol al fin. Abandono la cama para arrancar el día. Abandono el hogar –sólo por un rato– para aprovechar el aire, no tan húmedo como estos días. La rambla. Esos aires, esa brisa. El mar. Respiro hondo para cargar energías, de las buenas. Me despojo de algunos pensamientos. Miro el horizonte. Suelto. Suelto lo que tengo que soltar. Esos aires. El mar. Pero siempre hay algún Diablito que se cruza en el camino. Imágenes con las uno quisiera no toparse. Que no se pueden evitar. Que acalambran. Que parten la cabeza como los pensamientos. Y el alma. Entonces ellos van y vienen y vuelven a bombardearme y lo que había soltado sigue por ahí, revoloteando. La sensación térmica aumenta. Eso sí es bueno. Pienso en la suerte que tengo de tener una bolsa con agua caliente en mis pies todas las noches y mañanas, al acostarme, mientras Charly me canta  “… ¿Por qué me tratas tan bien, me tratas tan mal? ¿Sabés que no aprendí a vivir?...”, y veo a ese tipo ahí. La vida trata bien a muchos, mal a otros. Castiga. Algunos sobreviven como pueden, si es que pueden, con sensaciones térmicas que en la noches rondan entre los tres y cinco grados, con necesidades insatisfechas, con emociones que se cruzan como las imágenes, a tantos miles. Y esto recién comienza. El invierno. Y qué suerte la de tener una simple bolsa. La de agua caliente. Y un techo. La vida. Un trompo. Ahora la negrura y una lluvia que no tardará en dejar la tarde gris y desatar el agua desde el cielo, que alguien, seguramente, en algún lugar del planeta, desea. Y Charly sigue:

“…A veces estoy tan bien,
estoy tan down.
Calambres en el alma.
Cada cual tiene un trip en el bocho
difícil que lleguemos a ponernos
de acuerdo...”


Calambres en el alma.
En el alma. 

domingo, 28 de mayo de 2017

El libro que ya no es libro

“En la actualidad todos vivimos en movimiento (…) Algunos no necesitamos viajar: podemos disparar, correr o revolotear por la Web, recibir y mezclar en la pantalla de los mensajes que vienen de rincones opuestos del globo. Pero la mayoría estamos en movimiento aunque físicamente permanezcamos en reposo…”

Zygmunt Bauman

[De "La globalización. 
Consecuencias humanas". 1999]


Plaza de los Inmigrantes, Olivos. Buenos Aires, Argentina. Noviembre, 2016. 

viernes, 26 de mayo de 2017

En el metro

En la 14ª. edición de la Feria del Libro Infantil, en mayo de 2016, un panel decoraba la entrada del hall del atrio de la Intendencia de Montevideo. En el centro del mismo la frase “Un libro es…”, funcionaba de disparador para que niños, niñas y adolescentes reflexionaran sobre este objeto tan valioso y expresaran sus ideas. Siguiendo la frase, un puño pequeño, escribió. “… es volar sin alas”. 

“Un libro es volar sin alas”.   

Buenos Aires, Argentina. Noviembre, 2016.  

miércoles, 24 de mayo de 2017

"Algo habrá hecho"

–¡Tito, Tito!, quién mejor que vos va cuidar a la Susy– le dijo Carlos palmeándole la espalda cuando él le pidió la mano de su hija en el tiempo que ella empezaba el secundario y vivía con sus padres, al lado de la casa de los tíos, en la calle que es una pasaje en realidad, de uno de los barrios más pobres al norte de la ciudad. Y más poblados. Susy es la más grande de ocho hermanos. La conocía como la palma de su mano. La vio salir de la panza Marga, su madre, la vio en pañales, la vio dar sus primeros pasos. Tito era como un hijo más de Carlos, el hijo de su primo Juan, y su mano derecha en el taller mecánico. Después, su suegro. Tito estaba loco por ella. Perdidamente enamorado. 

En ese entonces Tito era bueno. La sorprendía con flores y peluches y cajas de bombones y vestidos escotados y perfumes que ella no sabía de dónde él sacaba porque valían más que su sueldo entero, pero no preguntaba. Susy no preguntaba. La llevaba a los bailes de cumbia los fines de semana para que ella zafara, al menos por algunas noches, de la obligación de cuidar a los hermanos y dedicarse a la casa durante las doce horas en que Marga ganaba una miseria fregando platos, ollas, pisos e inodoros en la mansión del señor Dovat, y durante las dos horas y media del viaje a la otra punta de la ciudad. A Susy le fascina la cumbia. Gerardo Nieto la enloquece. Por eso Tito se ponía una mano en el pecho, en la otra sostenía una rosa, cerraba los ojos, y le cantaba:

“… hasta que te vi
mi identidad perdí,
en mi cabeza estas
sólo tú y nadie más…”

Al principio Susy no quería nada con Tito. Nada. La conquistó por cansancio. A Susy le apasionan los libros y se pasa horas contándoles cuentos a sus hermanos. En algún momento soñó con ser maestra. Después abogada. Voy a ganar más plata, decía. Susy es soñadora, bella, dulce. Tiene la voz suave y los ojos verdes, bien verdes. Todos la quieren en el barrio, sobre todo Valeria, su mejor amiga. La única. Es que Susy se la pasa entre pañales y mamaderas y la cocina y los mandados. Pobre mamá, dice, se la pasa trabajando. Y por eso  Susy abandonó el liceo en tercero. Pero ella jamás bajó los brazos. Siempre se las ingenia para estudiar cuando Valeria le trae apuntes y fotocopias. Cuando algo se le mete entre ceja y ceja, no hay quien se lo saque. 

– ¡Deja esos libros que no te sirven para nada!– le gritó Carlos una mañana mientras le daba la mema a Carla, su hermanita de cuatro años. Vos tenés que casarte y tener hijos como tu madre. Pero Susy hacía oídos sordos. A veces se quedaba horas en el baño simulando una descompostura para leer algo. O largar el llanto. Algunos días Susy no quería nada.  Pensaba irse lejos, bien lejos. No importaba a dónde pero lejos de los hermanos, las tareas domésticas, las exigencias de Marga, los reproches de Carlos, los impulsos y deseos de Tito cada vez que la forzaba a desvestirse para penetrarla sin importarle si ella tenía ganas. Y se violentaba cuando se negaba.

Qué suerte tuvo la Susy, le dijo Marga un sábado de nochecita al Carlos mientras le cebaba un amargo entre fierros y motores. En el vecindario los chismes iban y venían. Qué suerte tuvo la Susy casarse con un pibe tan laburante como El Tito. Mirá, mirá como la cuida a la nena, chusmeaban la Tere y Cata todas las tardecitas, después de la telenovela, cuando él la dejaba a ella en la puerta de la casa con las bolsas de los mandados y se iba de nuevo, en la moto, al taller mecánico. Pero no todo fue del color de las rosas que al principio conquistaron a Susy. Y lo que el vecindario se imaginaba. Sólo Valeria sabía del calvario. El que sufrió su amiga desde el quinto mes de irse a vivir con Tito, el día que recibió la primera cachetada porque ella no quiso que la tocara. Cuando llegaba la noche el cuerpo a Susy ya no le daba.  

Después vinieron los insultos porque la comida no estaba pronta cuando él regresaba del trabajo, porque el baño no estaba limpio, porque el guiso se le pegaba en la olla, entonces “no servís para nada” y “compraste esta mayonesa que no me gusta”, le tiró una vez Tito sobre la mesa cuando no hacía volar algún plato entre medio del llanto de Carlita que Tito, a esa altura, no soportaba porque “vos ahora tenés tu casa, tu marido y tenés que atenderme”, le gritaba también con la mano en alto cuando no la agarraba del pelo lacio, sin opción a decir nada y “qué me importa que tu madre trabaje” y ¡plaf!, la amenaza se convertía en cachetada, por esa amiguita, también, que te mete porquerías en la cabeza. Susy tragaba saliva y respiraba. Y tragaba el llanto porque en la primera de cambio se venía otro cachetazo.

Uno, dos, tres. Este mes llevaba cinco. Pero a veces, a Susy no le alcanzaban los dedos de una mano para contar los golpes que Tito le daba. Primero con la mano, después con el puño,  y cuando no le bastaba, con el cinto. Tito ya no era aquel hombre que le prometió amor para siempre. Aquel hombre que la conquistó cinco años atrás con flores y bombones y vestidos y perfumes y hasta caricias y besos que empalagaban. Aquel hombre que la sacó a bailar en el patio de la casa de los tíos entre los parlantes y la música que él mismo consiguió y pagó, en su fiesta de quince. Entonces Susy se cansó. Le contó a los padres del calvario sin importar lo que dijeran y se mandó mudar a la casa de Valeria. Marga quedó desorbitada. No podía creer que el Tito fuera a hacer eso. Carlos decía que no, que no, que ella, algo habría hecho y hasta le pegó cuando supo que su hija había hecho la denuncia.

Era martes. Martes 13. Del mes siguiente. Ella lo supo. Presintió que algo pasaría.
Era el cumpleaños de Valeria. Susy volvía a vestir  jeans ajustado y blusa escotada. Volvía a pasarse una línea negra sobre los ojos y un rosado en los párpados. Volvía a verse linda. La cumbia sonaba en el amplio living de la casa de los padres de Valeria. Susy se reencontraba con varias compañeras y compañeros del liceo. Y coqueteaba con ese joven rubio de ojos azules que le sonreía y guiñaba. Susy volvió a sentirse libre, plena por estar allí. Sabía que si hubiera seguido con Tito no la hubiera dejado ir. Cuando sonó Magia de Gerardo Nieto, zarandeaba las caderas y levantaba los brazos. Se sintió como aquella quinceañera que, sin embargo, no había quedado tan atrás.

“…Cuando te miro yo descubro algo en ti,
que me devuelve la ternura que perdí…”

cantaba con los ojos cerrados y apretando los labios. Entonces el rubiecito de ojos azules, del liceo que, sin embargo, jamás había visto, le estiró la mano y la sacó a bailar. Ella le mostró todos los dientes, parejos y blanquitos, a Manuel (supo su nombre después), mientras él la agarraba de la cintura y la llevaba de un lado a otro entre el dos y uno de la cumbia. Hacía tiempo que Susy no bailaba. Hacía tiempo que Susy no se sentía tan feliz.

Pero la Magia del instante fue cortísima para Susy. Y Manuel.   

Alguien la tironeó del brazo y el rubio quedó en el piso. Tito no soportaba perderla. Los gritos enmudecieron la música, un vaso con cerveza cayó al piso, Valeria lo empujó para que soltara a Susy y cuatro flacos se le tiraron encima a Tito cuando Manuel ya estaba en el piso con el un hilo de sangre en el labio por un puñetazo; las amigas de Valeria se arrinconaron contra la pared con las manos en la boca y gritaban sin poder creer lo que veían. Varios puños volaron por el aire hasta que el brazo de Tito logró prenderse de nuevo del de Susy. Tironeó y se la llevó. Nadie pudo hacer nada.

–¡Puta de mierda, me estuviste engañando con ese rubiecito!– le gritó ya en la casa con los pelos sobre la cara y la estampó de una bofetada, dos, tres, cuatro. Susy quedó en el piso con la punta de la cama clavada en la espalda, la cabeza ensangrentada y la mano del hombre, quince años mayor que ella,  marcada en el pómulo izquierdo.

–¡Perra, hija de puta!– siguió largando como un vómito descontrolado después de una patada que fue a dar en el muslo de ella, envuelta en lágrimas, sin poder siquiera controlar el llanto que la ahogaba. Él pegó la vuelta hacía el armario y sacó algo que Susy alcanzó a ver, cuando lo tuvo enfrente. Y solo pudo gritar “¡No!” una vez.

Aquel hombre que en el barrio decían que era bueno y que su padre quería como un hijo, le apuntó a Susy con un revolver calibre 38. Le dio cinco veces. Después se dio a él, en la cabeza. Por no soportar haber perdido a esa mujer que creía suya o por la culpa de matar ese amor enfermizo que se le escapó. Un solo tiro le alcanzó a Tito para no contar el cuento. Susy había cumplido recién los 20. Y aún soñaba con irse lejos, bien lejos, a recibirse de maestra o abogada cuando fue trasladada al nosocomio e intervenida quirúrgicamente. Pero Susy va a salir de esta, ella va a salir, porque a pesar de la cantidad de veces que no tuvo ganas de vivir, jamás bajó los brazos, dice Valeria entre ese llanto que la ahoga. Los vecinos no lo pueden creer. Pobre Susy, pobre, dicen ahora la Tere y Cata. Quién iba a decir eso del Tito. Marga y los hermanitos no paran de llorar. No encuentran consuelo. Carlos sigue convencido que su hija algo habrá hecho para que el Tito reaccionara así. Algo habrá hecho.


sábado, 20 de mayo de 2017

¿Hasta cuándo el silencio?

Serán miles los que hoy caminaran, nuevamente, desde la esquina de Jackson y Rivera hacia la Plaza Libertad evocando la 22ª. Marcha del Silencio. Otra marcha. Otro 20 de mayo. Otro silencio. Serán miles los brazos que levantarán, bien alto, los carteles con las fotos de los rostros de esos cuerpos de los que aún no se sabe nada. Nada. Serán miles las voces que griten “Presente” luego de que alguien nombre a cada desaparecido, al llegar al cruce de la Av. 18 de julio y Ejido. Serán miles las emociones encontradas y las lágrimas y los corazones latiendo por esa pelea interminable de verdad, memoria y justicia que se manifiesta ya en muchos otros actos. Y sigue en silencio. ¿Hasta cuándo el silencio? ¿Hasta cuándo?

Acto en la Plaza Mártires de Chicago. Montevideo. 1 de Mayo, 2016. 



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viernes, 19 de mayo de 2017

Apuesto a que tú juegas

Plaza República Argentina en Rambla Gran Bretaña. Ciudad Vieja - Centro. 
Montevideo. Abril, 2017. 

miércoles, 17 de mayo de 2017

El dolor, las pastillas, la tos, tres meses y ni un puto diagnóstico

Entras. El olor te revuelve el estómago. Túnicas blancas van y vienen por los pasillos de baldosas de ajedrez, donde cientos de pacientes esperan una visita médica, una familiar, que la enfermera traiga el antibiótico o las pastillas de la mañana, del mediodía, de la tarde, el resultado de un estudio, un diagnóstico, una esperanza de vida. O la muerte. Para algunos ya no hay nada más que hacer. No hay nada.  

En una de las salas de Pedro Visca dos ancianas tosen a coro. La que pasa los cuarenta murmulla, con la voz cansina, que se quiere ir. Se quiere ir, repite y suelta las lágrimas que hace horas le hacen un nudo en la garganta. Y la impotencia. Otra, la más joven, deja que la vista se le pierda en el techo blanco. Se mueve apenas –lo  que puede– para un lado y para el otro. La cama es dura, su columna está hecha añicos. Duele. No encuentra cómo sentarse, cómo ponerse. Camina. Va y viene. Y espera. Espera que vengan a operarla para enderezarle las vertebras. A las once de la mañana, le dijeron. Pero son las cuatro de la tarde y ningún hombre o mujer de túnica blanca apareció todavía. Es la única que sabe lo que tiene. Pero la espera no es larga, es eterna.

La tos sigue. En uno de los rincones la doña que aparenta más años de los que tiene tose. Y no para de tejer. Hace tres meses está allí, ahora en la silla haciendo un buzo color beige para su nuera, para descansar el cuerpo de la posición horizontal que obligan esos fierros que sostienen un colchón duro. Hay que acomodarse como uno pueda. A esos cuerpos muchas veces, les resulta imposible encontrar acomodo. Sus dedos se enredan entre la lana para matar el tiempo. Maniobra dos agujas largas para no dejar que los pensamientos la bombardeen. Para distraer la mente. Hace más de 90 días, en realidad, que espera un diagnóstico, una certeza. No le dan con la tecla. Los médicos no están seguros de qué carajo tiene. La tos sigue.

La que pisa los 80, está fastidiada por ese tubito que le aprieta la nariz y le pasa oxígeno al cuerpo. Le molesta el pecho. Duele. Parece que los años se le hubieran venido encima en apenas cinco días. La voz le sale con menos fuerza aunque dice que hoy está mejor. Un poquito mejor. Pero es un fastidio. Por la maldita tomografía, que nadie dice cómo salió. Nadie dice nada. Nadita. Y no es el estudio, es la actitud. La de los médicos. Es que la tuvieron todo el día, desde la mañana, sin comer ni tomar agua porque después del mediodía le hacían otro estudio. Ni una gota de agua. Y aparecieron a las mil y quinientas, cuando hubo que cerrar la ventana porque el aire estaba fresco y la noche se vino encima. Los labios no le respondían de tanta sequedad. Ni una gota de agua, repite, y su estómago completamente vacío. En la tarde aparecieron sí, para un electrocardiograma. La cosa va de estudio en estudio. Una neumonía, parece, pero nadie dice nada. Nadita. Mientras las enfermeras toman la temperatura y la presión y las pastillas. La de la mañana, la del mediodía, la de tarde, la de la noche. Todo se arregla con pastillas. Y los estómagos  piden auxilio. La tos sigue. Seca y grave.

La doña, a esa que no es fácil darle edad, se distrae ahora con un diario que alguien le lleva porque sus manos ya no aguantan las agujas. Las de tejer. El estómago fastidia. Duele. Y ríe, apenas. Su compañero le roba una sonrisa cuando la hace escuchar, por ese aparato para ella demasiado moderno, los mensajes de sus amigas que le mandan besos y abrazos y fuerza. ¡Mucha fuerza!, se escucha una voz finita que le mete onda. Y los videos de su nieto que viaja por la otra punta del planeta. Fue en la despedida de él que se jodió, por estas malditas temperaturas que la hacen estornudar y rondan entre un otoño rebelde que trae un frescor de la puta y un invierno que amenaza venir con todo. De noche se fastidia por esa gorda que va a cuidarla pero no la cuida. Ojea revistas, contesta mensajes que recibe y vuelve a escribir, duerme mejor que los pacientes en ese sillón amplio para visitas. No seas boluda, no seas boluda, le resuena en la cabeza a la doña la voz de su hija que le dijo bien clarito, pedile a la gorda lo que sea que para eso está, para eso se le paga un sueldo.

La noche cae, gélida. Más de uno ronca. Alguien chupa un mate para mantenerse despierto. Por si las moscas. Decenas de estetoscopios siguen colgados en los cuellos de esos cuerpos de túnicas blancas que van y vienen por las baldosas de ajedrez. La joven va al baño como puede. Agarrada del fierro donde cuelga el suero. Su columna sigue hecha añicos. La tos sobrevive entre el sueño. Y la impotencia. Los olores que revuelven el estómago de cualquiera, también. La supuesta neumonía de la anciana da pelea. Los diagnósticos no aparecen. La espera no es larga, es eterna. Más de una se daría a la fuga pero esos cuerpos no responden. No como ellas quisieran. La más joven repite que se quiere ir. Se quiere ir.


Hospital Maciel. Montevideo, 2017. 

jueves, 4 de mayo de 2017

No hay caso ni obra, ni sueño que se pueda reconciliar

Día 1. Te acostás a las 7. Deseabas cerrar los ojos, pasar al sueño y dejar de sentir el cansancio del cuerpo de esa noche, en la que te sentiste como un robot atendiendo clientes con un hola que tal, como está, algo más va a llevar, y entregando el cambio por inercia, automatizada del día a día, con la sonrisa estampada en tu rostro cansino. Por fin llegas. Apoyas la cabeza en la almohada y sentís que estás entrando en el sueño y ¡zaz! Martillos, taladrados y otras herramientas que se dan de lleno contra una pared, la que está del otro lado de tu dormitorio. Y la voz de uno de casco blanco que no ves pero sabés, está en la azotea y le grita al que se encuentra a la altura de tu ventana. Sólo querés dormir. Pero no. No hay caso.

Día 2. Te acostas a las 7. Llegas del laburo cansadísima. Con la cabeza que no te da más y el cuerpo agotadísimo. Pero hoy es diferente. Hoy, para vos, es como el sábado de los privados que laburan hasta el mediodía y mañana será domingo aunque el almanaque indique miércoles. Hoy sabes que te vas a acostar sin alarma ni despertador porque de noche no trabajas ni mañana tampoco, entonces podrás ponerte al día con el sueño y con tu cuerpo que pide ¡basta! Sonreís cuando pensás  que hasta dentro de dos días no marcas tarjeta. Después de varios días metiendo cuatro o cinco horas de sueño, a lo sumo seis, con viento a favor, porque laburar de noche tiene eso, hoy vas a poder dormir ocho horas. O mejor diez para recuperar las de ayer y antes de ayer. Y tal vez dos horas más no te alcancen, entonces mejor que sean doce y ya que estamos trece, aunque después tengas que soportar ese dolor en todo el cuerpo que hasta resulta placentero de tanto colchón, y aunque no sepas dónde estés parada cuando te levantes, aunque quedes zombie. La cama está fría y te da chucho, pero es cuestión de segundos. Cerrás los ojos, te acurrucas y sentís el calor de tu cuerpo que entró en contacto con la sábana, la frazada y el acolchado, pegas la vuelta, te abrazas a ese almohadón de colores, desteñidos por los años, cuando tu mente ya no es consciente de nada porque entraste en el sueño y ¡zaz! Martillos, taladrados y otras  herramientas que se dan de lleno contra algo que no sabes qué es pero no te importa. El flaco que le grita al otro que la pintura y el balde y no sé qué porque no alcanzaste a escuchar. Sólo querés dormir. Pero no. No hay caso.

Día 3. Te despertás. Miras el reloj. Te pone bien saber que al menos dormiste seis horas. Otra vez las voces. Pero esta vez no les das chance a fastidiarte. Tenés mil cosas para hacer y las 24 horas no alcanzan para todo. Te sale algo de improvisto. Lo evaluas, lo pensás, te tienta, pero no, tenés cosas pendientes. Desayunas al mediodía y juntas el almuerzo con la cena pasada la hora de la merienda. Te bañas, ojeas las noticias, haces el mandado que hace días estás por hacer y no puede esperar más, compras comida porque algo hay que comer, recibís mensajes, respondes, llamas a tu vieja que hace días tampoco sabes de ella, seguís con ese libro que empezaste hace dos semanas y nos pudiste terminar pero en la segunda hoja entras a luchar con los ojos que se cierran, te aprontas un segundo mate cuando ya se hizo la noche. Tu cuerpo sigue cansado. Te percatas que de todo lo pendiente, al final, no hiciste ni la mitad o nada. Te pateas los ovarios porque huevos no tenés. Se te fue el día y nada. Te acostas. Al menos un día podes darte el lujo de dormirte antes de las doce. Tempranísimo. Te das vuelta para un lado y para el otro. Te abrazas al mismo almohadón desteñido. Maldecis. Trabajar de noche te desvela a esas horas en que la mayoría de la gente duerme. Prendes la luz. Agarrás el libro de nuevo.  Te colgás. Lo terminás. ¡Te pusiste al día con algo! pero ya son las 04.00. En tres horas sonará la alarma que pusiste para que te rinda algo la mañana. Y aunque la alarma no suene, es día de semana y no hay lluvia pronosticada ni tormenta. Los martillos y taladros y otras herramientas y las voces, volverán, a la altura de tu ventana. Y ¡zaz! Son las ocho. Dicho y hecho.

Día 4: Ahora, encima, tenés dos palos de madera gigantes que no te dejan ni siquiera levantar la persiana para que te entre una rendija de luz. Mirás entre tanta tierra que cubre la ventana de la otra habitación. Uno de los obreros tiene el pie apoyado en tu persiana. Afirmadísimo está como si fuera la pared. Te acordás de la mujer que te parió y de Dios porque no querés que se rompa ni querés lidiar con la dueña, que no conoces, por eso. Salís a aprovechar el sol, por lo menos, a despejar la cabeza que te carcome por ese asunto que te tiene mal hace semanas, meses, y a concluir algo de la lista de cosas pendientes porque tampoco hay radio que puedas escuchar ni lectura en la que te puedas concentrar y tendrás tiempo para pegarte una siesta antes de volver a marcar tarjeta y cumplir las ocho horas. Pero no. No hay caso. La siesta se te interrumpe con los ruidos de las puertas, la música de la vecina y los golpes. Los tipos ahora están en el apartamento de al lado aunque, desde tu dormitorio, parezca que están adentro del tuyo. 

Día 5: ¡Va para abajo!, sentís la voz entre el sueño que no es la pesadilla de anoche. No tenés tiempo para pesadillas durante el sueño porque con la de la obra, los martillos, los taladrados y otras herramientas que se dan de lleno contra una pared, y las voces y los gritos, te dan y te sobra. 08.20. Al menos pegaste cuatro horas de sueño porque la noche de laburo fue más corta, pero la paciencia se te acaba. Maldecís. Otra vez te acordás de la mujer que te parió y de Dios para que por favor esto se termine de una vez y para siempre. Vas por un mate. Armás el tendedero que te quita un montón de espacio e interrumpe la pasada porque el de afuera está inutilizable, pero tenés que empezar a secar esa ropa que sobrepasa el lavarropa. Todo es pura tierra y revoques y pintura fresca y cuerdas que van y vienen. Ahora, al menos, no tenés lo palos en tu ventana y podés iluminar tu pieza y el edificio va tomando otro color, intentás ponerle onda, buscarle la vuelta. Pensás en la comida porque algo hay que comer. Vas y venís sin concretar mucho más de esa lista de cosas pendientes porque te queda una hora para salir y los tiempos no dan.

Día 6: Te acostás una hora más tarde porque salís una hora más tarde. La noche es más larga, entonces y el día, cuando te levantas, será más corto. Pero hoy, quizás, los martillos y taladros y otras herramientas que se dan de lleno contra una pared, y las voces y los gritos, no estén porque ahora sí amaga la lluvia y está anunciado mal tiempo y es fin de semana y en la contru se trabaja menos. Pero no. No hay caso. Otra vez el sueño se te corta cerca de las 09.00 y ese asunto que te ronda de nuevo en la cabeza, pero no, no querés ponerte mal, porque te mereces otra cosa, y lo evitas intentando a esa altura, a las 15.00 cuando entras en el leve sueño de la siesta que quisieras fuera interminable. Estás cansada, maldecís a la mujer que te parió, a Dios, al Universo, al laburo de la noche, al sueño que cuando tenés día libre y la posibilidad de acostarte temprano te lleva la contra, y a todas aquellas personas que se olvidan o no saben –o  no tienen por qué saberlo– que te mandan mensajes a primera hora de la mañana. Y otra vez te querés patear los ovarios porque con el cansancio de anoche te olvidaste de apagar el celular. Y el sueño se te corta.

Día 7: No mirás el reloj. No querés mirarlo. No querés pensar en lo poco que volviste a dormir. Te mirás al espejo. Te decís que estás bella a pesar de esas ojeras. Hoy será un gran día porque es domingo y le pondrás la mejor onda a otra noche de laburo con un “hola que tal, como está, algo más va a llevar” y el vuelto que entregas a los clientes, sin abandonar la sonrisa estampada en tu rostro (esa que “siempre tenés”, te dijo la rubia que compra siempre Marlboro y yogur con cereales y al menos te dejó contenta), y disimula, o al menos lo intenta, las manchas negras debajo de tus ojos. Tenés el día entero para ir a la rambla, sentarte al sol, caminar, empezar otro libro de todos lo que tenés sin leer en la biblioteca, juntarte con tu amiga o encerrarte en tu casa para ponerte al día con esa lista de cosas pendientes porque no hay ruido ni obreros, ni martillos, ni taladros, ni gritos, ni tipos colgando en un cuerda sobre tu ventana con los pies apoyados en la persiana. Entonces es el día perfecto para eso que querías hacer desde hace días cuando tu cuerpo se acostumbró a cuatro o cinco horas de sueño, o seis, con viento a favor, porque laburar de noche tiene eso, y ¡zaz! Te acordás de la mujer que te parió porque quisieras tener la energía suficiente para ponerte al día con tu vida y dejar de luchar con los ojos que, otra vez, se te cierran. Te resignas, dejas todo, y te acostás para pegar una o dos horitas más de sueño pero sin patearte los ovarios porque otro día pasó y la lista de cosas pendientes, ahora se agrandó y ¡por Dios! esta obra lleva más de un mes, y no hay caso, ni obra, ni sueño que se pueda reconciliar.

     Mayo, 2017. 


martes, 2 de mayo de 2017

De Fierro

El Ministro, bandoneonista de la Orquesta Típica Férnandez Fierro. Buenos Aires, Argentina. Noviembre, 2016.

Un portón que no dice mucho. Como esos de un taller mecánico. En Sánchez Bustamente 772. En pleno barrio El Abasto, Buenos Aires. Entrás, una rubia y un pibe te atienden en un mostrador casi improvisado. Más adelante, un salón grande sin glamour alguno. Unas mesas de maderas, y una barra donde otros pibes te venden empanadas y tartas de varios gustos, y cervezas de todos los sabores. Delante, una tela negra inmensa. La cita es a las 21.00, los miércoles (hasta 2016, al menos). Quince minutos, nada. Media hora, nada. A esa altura ya te tomaste una cerveza y te comiste un par de empanadas. Esperas. La ansiedad te carcome. Sobre todo si ya sabes de qué se trata. Sabes que en cualquier momento se viene ese sonido que te calla de una, se levanta el telón y aparecen cuatro tipos tocando el bandoneón, rabiosamente. Como si descargaran la bronca de toda una vida. Detrás dos violinistas, una viola y un violonchelo, el contrabajo y al costado izquierdo, mirando al escenario, el piano. Tenés que agarrarte de la mesa porque hasta el culo te tiembla. Son doce músicos y la voz de Julieta Laso (hasta el 2013 el cantante fue el Chino Laborde) que se juntan a tocar tango, revolucionariamente,  desde el 2001 y se hacen llamar la Orquesta Típica Fernández Fierro. El portón es la entrada del Club Atlético Fernández Fierro administrado por ellos mismos. Así como editan sus discos de manera independiente. Han ganado premios y llevado su música a distintas partes del mundo. El próximo sábado vuelven a Montevideo a hacer temblar las paredes de la Sala Zitarrosa. La espera vale la pena. Después que los ves, sentís que cualquier otra música que escuchás, es una mierda, aunque no. Pero pasa. El cuerpo te queda vibrando, las manos te arden de tanto que los aplaudís, chiflas por otra y otra y otra porque no podes creer haber visto aquello a esos pibes de Fierro.


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lunes, 1 de mayo de 2017

Uruguayismo

La vereda, el sol, el aire otoñal, la carne roja bien jugosa, ésa que muchos saben de antemano que van a comer, porque este día es de asadito en el patio, en la barbacoa, en la vereda con el tanque y la familia alrededor, los amigos y todo aquel que se prenda, sin horarios ni reloj que marque las horas –por las que se corren todos los días al trabajo y la escuela y el liceo y la oficina– y con el tinto o la rubia bien fría que celebre la vida de laburante. El ritual.  

Barrio La Comercial. Montevideo. 1 de Mayo, 2016.