miércoles, 17 de mayo de 2017

El dolor, las pastillas, la tos, tres meses y ni un puto diagnóstico

Entras. El olor te revuelve el estómago. Túnicas blancas van y vienen por los pasillos de baldosas de ajedrez, donde cientos de pacientes esperan una visita médica, una familiar, que la enfermera traiga el antibiótico o las pastillas de la mañana, del mediodía, de la tarde, el resultado de un estudio, un diagnóstico, una esperanza de vida. O la muerte. Para algunos ya no hay nada más que hacer. No hay nada.  

En una de las salas de Pedro Visca dos ancianas tosen a coro. La que pasa los cuarenta murmulla, con la voz cansina, que se quiere ir. Se quiere ir, repite y suelta las lágrimas que hace horas le hacen un nudo en la garganta. Y la impotencia. Otra, la más joven, deja que la vista se le pierda en el techo blanco. Se mueve apenas –lo  que puede– para un lado y para el otro. La cama es dura, su columna está hecha añicos. Duele. No encuentra cómo sentarse, cómo ponerse. Camina. Va y viene. Y espera. Espera que vengan a operarla para enderezarle las vertebras. A las once de la mañana, le dijeron. Pero son las cuatro de la tarde y ningún hombre o mujer de túnica blanca apareció todavía. Es la única que sabe lo que tiene. Pero la espera no es larga, es eterna.

La tos sigue. En uno de los rincones la doña que aparenta más años de los que tiene tose. Y no para de tejer. Hace tres meses está allí, ahora en la silla haciendo un buzo color beige para su nuera, para descansar el cuerpo de la posición horizontal que obligan esos fierros que sostienen un colchón duro. Hay que acomodarse como uno pueda. A esos cuerpos muchas veces, les resulta imposible encontrar acomodo. Sus dedos se enredan entre la lana para matar el tiempo. Maniobra dos agujas largas para no dejar que los pensamientos la bombardeen. Para distraer la mente. Hace más de 90 días, en realidad, que espera un diagnóstico, una certeza. No le dan con la tecla. Los médicos no están seguros de qué carajo tiene. La tos sigue.

La que pisa los 80, está fastidiada por ese tubito que le aprieta la nariz y le pasa oxígeno al cuerpo. Le molesta el pecho. Duele. Parece que los años se le hubieran venido encima en apenas cinco días. La voz le sale con menos fuerza aunque dice que hoy está mejor. Un poquito mejor. Pero es un fastidio. Por la maldita tomografía, que nadie dice cómo salió. Nadie dice nada. Nadita. Y no es el estudio, es la actitud. La de los médicos. Es que la tuvieron todo el día, desde la mañana, sin comer ni tomar agua porque después del mediodía le hacían otro estudio. Ni una gota de agua. Y aparecieron a las mil y quinientas, cuando hubo que cerrar la ventana porque el aire estaba fresco y la noche se vino encima. Los labios no le respondían de tanta sequedad. Ni una gota de agua, repite, y su estómago completamente vacío. En la tarde aparecieron sí, para un electrocardiograma. La cosa va de estudio en estudio. Una neumonía, parece, pero nadie dice nada. Nadita. Mientras las enfermeras toman la temperatura y la presión y las pastillas. La de la mañana, la del mediodía, la de tarde, la de la noche. Todo se arregla con pastillas. Y los estómagos  piden auxilio. La tos sigue. Seca y grave.

La doña, a esa que no es fácil darle edad, se distrae ahora con un diario que alguien le lleva porque sus manos ya no aguantan las agujas. Las de tejer. El estómago fastidia. Duele. Y ríe, apenas. Su compañero le roba una sonrisa cuando la hace escuchar, por ese aparato para ella demasiado moderno, los mensajes de sus amigas que le mandan besos y abrazos y fuerza. ¡Mucha fuerza!, se escucha una voz finita que le mete onda. Y los videos de su nieto que viaja por la otra punta del planeta. Fue en la despedida de él que se jodió, por estas malditas temperaturas que la hacen estornudar y rondan entre un otoño rebelde que trae un frescor de la puta y un invierno que amenaza venir con todo. De noche se fastidia por esa gorda que va a cuidarla pero no la cuida. Ojea revistas, contesta mensajes que recibe y vuelve a escribir, duerme mejor que los pacientes en ese sillón amplio para visitas. No seas boluda, no seas boluda, le resuena en la cabeza a la doña la voz de su hija que le dijo bien clarito, pedile a la gorda lo que sea que para eso está, para eso se le paga un sueldo.

La noche cae, gélida. Más de uno ronca. Alguien chupa un mate para mantenerse despierto. Por si las moscas. Decenas de estetoscopios siguen colgados en los cuellos de esos cuerpos de túnicas blancas que van y vienen por las baldosas de ajedrez. La joven va al baño como puede. Agarrada del fierro donde cuelga el suero. Su columna sigue hecha añicos. La tos sobrevive entre el sueño. Y la impotencia. Los olores que revuelven el estómago de cualquiera, también. La supuesta neumonía de la anciana da pelea. Los diagnósticos no aparecen. La espera no es larga, es eterna. Más de una se daría a la fuga pero esos cuerpos no responden. No como ellas quisieran. La más joven repite que se quiere ir. Se quiere ir.


Hospital Maciel. Montevideo, 2017. 

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