jueves, 4 de mayo de 2017

No hay caso ni obra, ni sueño que se pueda reconciliar

Día 1. Te acostás a las 7. Deseabas cerrar los ojos, pasar al sueño y dejar de sentir el cansancio del cuerpo de esa noche, en la que te sentiste como un robot atendiendo clientes con un hola que tal, como está, algo más va a llevar, y entregando el cambio por inercia, automatizada del día a día, con la sonrisa estampada en tu rostro cansino. Por fin llegas. Apoyas la cabeza en la almohada y sentís que estás entrando en el sueño y ¡zaz! Martillos, taladrados y otras herramientas que se dan de lleno contra una pared, la que está del otro lado de tu dormitorio. Y la voz de uno de casco blanco que no ves pero sabés, está en la azotea y le grita al que se encuentra a la altura de tu ventana. Sólo querés dormir. Pero no. No hay caso.

Día 2. Te acostas a las 7. Llegas del laburo cansadísima. Con la cabeza que no te da más y el cuerpo agotadísimo. Pero hoy es diferente. Hoy, para vos, es como el sábado de los privados que laburan hasta el mediodía y mañana será domingo aunque el almanaque indique miércoles. Hoy sabes que te vas a acostar sin alarma ni despertador porque de noche no trabajas ni mañana tampoco, entonces podrás ponerte al día con el sueño y con tu cuerpo que pide ¡basta! Sonreís cuando pensás  que hasta dentro de dos días no marcas tarjeta. Después de varios días metiendo cuatro o cinco horas de sueño, a lo sumo seis, con viento a favor, porque laburar de noche tiene eso, hoy vas a poder dormir ocho horas. O mejor diez para recuperar las de ayer y antes de ayer. Y tal vez dos horas más no te alcancen, entonces mejor que sean doce y ya que estamos trece, aunque después tengas que soportar ese dolor en todo el cuerpo que hasta resulta placentero de tanto colchón, y aunque no sepas dónde estés parada cuando te levantes, aunque quedes zombie. La cama está fría y te da chucho, pero es cuestión de segundos. Cerrás los ojos, te acurrucas y sentís el calor de tu cuerpo que entró en contacto con la sábana, la frazada y el acolchado, pegas la vuelta, te abrazas a ese almohadón de colores, desteñidos por los años, cuando tu mente ya no es consciente de nada porque entraste en el sueño y ¡zaz! Martillos, taladrados y otras  herramientas que se dan de lleno contra algo que no sabes qué es pero no te importa. El flaco que le grita al otro que la pintura y el balde y no sé qué porque no alcanzaste a escuchar. Sólo querés dormir. Pero no. No hay caso.

Día 3. Te despertás. Miras el reloj. Te pone bien saber que al menos dormiste seis horas. Otra vez las voces. Pero esta vez no les das chance a fastidiarte. Tenés mil cosas para hacer y las 24 horas no alcanzan para todo. Te sale algo de improvisto. Lo evaluas, lo pensás, te tienta, pero no, tenés cosas pendientes. Desayunas al mediodía y juntas el almuerzo con la cena pasada la hora de la merienda. Te bañas, ojeas las noticias, haces el mandado que hace días estás por hacer y no puede esperar más, compras comida porque algo hay que comer, recibís mensajes, respondes, llamas a tu vieja que hace días tampoco sabes de ella, seguís con ese libro que empezaste hace dos semanas y nos pudiste terminar pero en la segunda hoja entras a luchar con los ojos que se cierran, te aprontas un segundo mate cuando ya se hizo la noche. Tu cuerpo sigue cansado. Te percatas que de todo lo pendiente, al final, no hiciste ni la mitad o nada. Te pateas los ovarios porque huevos no tenés. Se te fue el día y nada. Te acostas. Al menos un día podes darte el lujo de dormirte antes de las doce. Tempranísimo. Te das vuelta para un lado y para el otro. Te abrazas al mismo almohadón desteñido. Maldecis. Trabajar de noche te desvela a esas horas en que la mayoría de la gente duerme. Prendes la luz. Agarrás el libro de nuevo.  Te colgás. Lo terminás. ¡Te pusiste al día con algo! pero ya son las 04.00. En tres horas sonará la alarma que pusiste para que te rinda algo la mañana. Y aunque la alarma no suene, es día de semana y no hay lluvia pronosticada ni tormenta. Los martillos y taladros y otras herramientas y las voces, volverán, a la altura de tu ventana. Y ¡zaz! Son las ocho. Dicho y hecho.

Día 4: Ahora, encima, tenés dos palos de madera gigantes que no te dejan ni siquiera levantar la persiana para que te entre una rendija de luz. Mirás entre tanta tierra que cubre la ventana de la otra habitación. Uno de los obreros tiene el pie apoyado en tu persiana. Afirmadísimo está como si fuera la pared. Te acordás de la mujer que te parió y de Dios porque no querés que se rompa ni querés lidiar con la dueña, que no conoces, por eso. Salís a aprovechar el sol, por lo menos, a despejar la cabeza que te carcome por ese asunto que te tiene mal hace semanas, meses, y a concluir algo de la lista de cosas pendientes porque tampoco hay radio que puedas escuchar ni lectura en la que te puedas concentrar y tendrás tiempo para pegarte una siesta antes de volver a marcar tarjeta y cumplir las ocho horas. Pero no. No hay caso. La siesta se te interrumpe con los ruidos de las puertas, la música de la vecina y los golpes. Los tipos ahora están en el apartamento de al lado aunque, desde tu dormitorio, parezca que están adentro del tuyo. 

Día 5: ¡Va para abajo!, sentís la voz entre el sueño que no es la pesadilla de anoche. No tenés tiempo para pesadillas durante el sueño porque con la de la obra, los martillos, los taladrados y otras herramientas que se dan de lleno contra una pared, y las voces y los gritos, te dan y te sobra. 08.20. Al menos pegaste cuatro horas de sueño porque la noche de laburo fue más corta, pero la paciencia se te acaba. Maldecís. Otra vez te acordás de la mujer que te parió y de Dios para que por favor esto se termine de una vez y para siempre. Vas por un mate. Armás el tendedero que te quita un montón de espacio e interrumpe la pasada porque el de afuera está inutilizable, pero tenés que empezar a secar esa ropa que sobrepasa el lavarropa. Todo es pura tierra y revoques y pintura fresca y cuerdas que van y vienen. Ahora, al menos, no tenés lo palos en tu ventana y podés iluminar tu pieza y el edificio va tomando otro color, intentás ponerle onda, buscarle la vuelta. Pensás en la comida porque algo hay que comer. Vas y venís sin concretar mucho más de esa lista de cosas pendientes porque te queda una hora para salir y los tiempos no dan.

Día 6: Te acostás una hora más tarde porque salís una hora más tarde. La noche es más larga, entonces y el día, cuando te levantas, será más corto. Pero hoy, quizás, los martillos y taladros y otras herramientas que se dan de lleno contra una pared, y las voces y los gritos, no estén porque ahora sí amaga la lluvia y está anunciado mal tiempo y es fin de semana y en la contru se trabaja menos. Pero no. No hay caso. Otra vez el sueño se te corta cerca de las 09.00 y ese asunto que te ronda de nuevo en la cabeza, pero no, no querés ponerte mal, porque te mereces otra cosa, y lo evitas intentando a esa altura, a las 15.00 cuando entras en el leve sueño de la siesta que quisieras fuera interminable. Estás cansada, maldecís a la mujer que te parió, a Dios, al Universo, al laburo de la noche, al sueño que cuando tenés día libre y la posibilidad de acostarte temprano te lleva la contra, y a todas aquellas personas que se olvidan o no saben –o  no tienen por qué saberlo– que te mandan mensajes a primera hora de la mañana. Y otra vez te querés patear los ovarios porque con el cansancio de anoche te olvidaste de apagar el celular. Y el sueño se te corta.

Día 7: No mirás el reloj. No querés mirarlo. No querés pensar en lo poco que volviste a dormir. Te mirás al espejo. Te decís que estás bella a pesar de esas ojeras. Hoy será un gran día porque es domingo y le pondrás la mejor onda a otra noche de laburo con un “hola que tal, como está, algo más va a llevar” y el vuelto que entregas a los clientes, sin abandonar la sonrisa estampada en tu rostro (esa que “siempre tenés”, te dijo la rubia que compra siempre Marlboro y yogur con cereales y al menos te dejó contenta), y disimula, o al menos lo intenta, las manchas negras debajo de tus ojos. Tenés el día entero para ir a la rambla, sentarte al sol, caminar, empezar otro libro de todos lo que tenés sin leer en la biblioteca, juntarte con tu amiga o encerrarte en tu casa para ponerte al día con esa lista de cosas pendientes porque no hay ruido ni obreros, ni martillos, ni taladros, ni gritos, ni tipos colgando en un cuerda sobre tu ventana con los pies apoyados en la persiana. Entonces es el día perfecto para eso que querías hacer desde hace días cuando tu cuerpo se acostumbró a cuatro o cinco horas de sueño, o seis, con viento a favor, porque laburar de noche tiene eso, y ¡zaz! Te acordás de la mujer que te parió porque quisieras tener la energía suficiente para ponerte al día con tu vida y dejar de luchar con los ojos que, otra vez, se te cierran. Te resignas, dejas todo, y te acostás para pegar una o dos horitas más de sueño pero sin patearte los ovarios porque otro día pasó y la lista de cosas pendientes, ahora se agrandó y ¡por Dios! esta obra lleva más de un mes, y no hay caso, ni obra, ni sueño que se pueda reconciliar.

     Mayo, 2017. 


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