Día 1. Te acostás a las 7. Deseabas
cerrar los ojos, pasar al sueño y dejar de sentir el cansancio del cuerpo de
esa noche, en la que te sentiste como un robot atendiendo clientes con un hola
que tal, como está, algo más va a llevar, y entregando el cambio por inercia, automatizada del día a día, con la sonrisa estampada en tu rostro cansino. Por fin llegas.
Apoyas la cabeza en la almohada y sentís que estás entrando en el sueño y ¡zaz!
Martillos, taladrados y otras herramientas que se dan de lleno contra una
pared, la que está del otro lado de tu dormitorio. Y la voz de uno de casco
blanco que no ves pero sabés, está en la azotea y le grita al que se encuentra a
la altura de tu ventana. Sólo querés dormir. Pero no. No hay caso.
Día 2. Te acostas a las 7. Llegas
del laburo cansadísima. Con la cabeza que no te da más y el cuerpo agotadísimo.
Pero hoy es diferente. Hoy, para vos, es como el sábado de los privados que
laburan hasta el mediodía y mañana será domingo aunque el almanaque indique miércoles.
Hoy sabes que te vas a acostar sin alarma ni despertador porque de noche no
trabajas ni mañana tampoco, entonces podrás ponerte al día con el sueño y con
tu cuerpo que pide ¡basta! Sonreís cuando pensás que hasta dentro de dos días no marcas
tarjeta. Después de varios días metiendo cuatro o cinco horas de sueño, a lo
sumo seis, con viento a favor, porque laburar de noche tiene eso, hoy vas
a poder dormir ocho horas. O mejor diez para recuperar las de ayer y antes de
ayer. Y tal vez dos horas más no te alcancen, entonces mejor que sean doce y ya
que estamos trece, aunque después tengas que soportar ese dolor en todo el
cuerpo que hasta resulta placentero de tanto colchón, y aunque no sepas dónde
estés parada cuando te levantes, aunque quedes zombie. La cama está fría y te da chucho, pero es cuestión de
segundos. Cerrás los ojos, te acurrucas y sentís el calor de tu cuerpo que
entró en contacto con la sábana, la frazada y el acolchado, pegas la vuelta, te
abrazas a ese almohadón de colores, desteñidos por los años, cuando tu mente ya
no es consciente de nada porque entraste en el sueño y ¡zaz! Martillos, taladrados
y otras herramientas que se dan de lleno
contra algo que no sabes qué es pero no te importa. El flaco que le grita al
otro que la pintura y el balde y no sé qué porque no alcanzaste a escuchar.
Sólo querés dormir. Pero no. No hay caso.
Día 3. Te despertás. Miras el
reloj. Te pone bien saber que al menos dormiste seis horas. Otra vez las voces.
Pero esta vez no les das chance a fastidiarte. Tenés mil cosas para hacer y las
24 horas no alcanzan para todo. Te sale algo de improvisto. Lo evaluas, lo
pensás, te tienta, pero no, tenés cosas pendientes. Desayunas al mediodía y
juntas el almuerzo con la cena pasada la hora de la merienda. Te bañas, ojeas
las noticias, haces el mandado que hace días estás por hacer y no puede esperar
más, compras comida porque algo hay que comer, recibís mensajes, respondes,
llamas a tu vieja que hace días tampoco sabes de ella, seguís con ese libro que
empezaste hace dos semanas y nos pudiste terminar pero en la segunda hoja
entras a luchar con los ojos que se cierran, te aprontas un segundo mate cuando
ya se hizo la noche. Tu cuerpo sigue cansado. Te percatas que de todo lo
pendiente, al final, no hiciste ni la mitad o nada. Te pateas los ovarios
porque huevos no tenés. Se te fue el día y nada. Te acostas. Al menos un día
podes darte el lujo de dormirte antes de las doce. Tempranísimo. Te das vuelta
para un lado y para el otro. Te abrazas al mismo almohadón desteñido. Maldecis.
Trabajar de noche te desvela a esas horas en que la mayoría de la gente duerme.
Prendes la luz. Agarrás el libro de nuevo.
Te colgás. Lo terminás. ¡Te pusiste al día con algo! pero ya son las
04.00. En tres horas sonará la alarma que pusiste para que te rinda algo la
mañana. Y aunque la alarma no suene, es día de semana y no hay lluvia pronosticada
ni tormenta. Los martillos y taladros y otras herramientas y las voces,
volverán, a la altura de tu ventana. Y ¡zaz! Son las ocho. Dicho y hecho.
Día 4: Ahora, encima, tenés dos
palos de madera gigantes que no te dejan ni siquiera levantar la persiana para
que te entre una rendija de luz. Mirás entre tanta tierra que cubre la ventana
de la otra habitación. Uno de los obreros tiene el pie apoyado en tu persiana. Afirmadísimo
está como si fuera la pared. Te acordás de la mujer que te parió y de Dios porque
no querés que se rompa ni querés lidiar con la dueña, que no conoces, por eso.
Salís a aprovechar el sol, por lo menos, a despejar la cabeza que te carcome por ese asunto que te tiene mal hace semanas, meses, y a concluir algo de la lista de cosas
pendientes porque tampoco hay radio que puedas escuchar ni lectura en la que te
puedas concentrar y tendrás tiempo para pegarte una siesta antes de volver a marcar
tarjeta y cumplir las ocho horas. Pero no. No hay caso. La siesta se te
interrumpe con los ruidos de las puertas, la música de la vecina y los golpes.
Los tipos ahora están en el apartamento de al lado aunque, desde tu dormitorio,
parezca que están adentro del tuyo.
Día 6: Te acostás una hora más
tarde porque salís una hora más tarde. La noche es más larga, entonces y el
día, cuando te levantas, será más corto. Pero hoy, quizás, los martillos y
taladros y otras herramientas que se dan de lleno contra una pared, y las voces
y los gritos, no estén porque ahora sí amaga la lluvia y está anunciado mal
tiempo y es fin de semana y en la contru se trabaja menos. Pero no. No hay
caso. Otra vez el sueño se te corta cerca de las 09.00 y ese asunto que te ronda de nuevo en la cabeza, pero no, no querés ponerte mal, porque te mereces otra cosa, y lo evitas intentando a esa altura, a las 15.00 cuando
entras en el leve sueño de la siesta que quisieras fuera interminable. Estás
cansada, maldecís a la mujer que te parió, a Dios, al Universo, al laburo de la
noche, al sueño que cuando tenés día libre y la posibilidad de acostarte
temprano te lleva la contra, y a todas aquellas personas que se olvidan o no
saben –o no tienen por qué saberlo– que
te mandan mensajes a primera hora de la mañana. Y otra vez te querés patear los
ovarios porque con el cansancio de anoche te olvidaste de apagar el celular. Y
el sueño se te corta.
Día 7: No mirás el reloj. No
querés mirarlo. No querés pensar en lo poco que volviste a dormir. Te mirás al
espejo. Te decís que estás bella a pesar de esas ojeras. Hoy será un gran día porque
es domingo y le pondrás la mejor onda a otra noche de laburo con un “hola que
tal, como está, algo más va a llevar” y el vuelto que entregas a los clientes, sin
abandonar la sonrisa estampada en tu rostro (esa que “siempre tenés”, te dijo
la rubia que compra siempre Marlboro y yogur con cereales y al menos te dejó contenta),
y disimula, o al menos lo intenta, las manchas negras debajo de tus ojos. Tenés
el día entero para ir a la rambla, sentarte al sol, caminar, empezar otro libro
de todos lo que tenés sin leer en la biblioteca, juntarte con tu amiga o
encerrarte en tu casa para ponerte al día con esa lista de cosas pendientes
porque no hay ruido ni obreros, ni martillos, ni taladros, ni gritos, ni tipos
colgando en un cuerda sobre tu ventana con los pies apoyados en la persiana. Entonces
es el día perfecto para eso que querías hacer desde hace días cuando tu cuerpo
se acostumbró a cuatro o cinco horas de sueño, o seis, con viento a favor, porque
laburar de noche tiene eso, y ¡zaz! Te acordás de la mujer que te parió porque
quisieras tener la energía suficiente para ponerte al día con tu vida y dejar
de luchar con los ojos que, otra vez, se te cierran. Te resignas, dejas todo, y
te acostás para pegar una o dos horitas más de sueño pero sin patearte los
ovarios porque otro día pasó y la lista de cosas pendientes, ahora se agrandó y
¡por Dios! esta obra lleva más de un mes, y no hay caso, ni obra, ni sueño que se
pueda reconciliar.
Mayo, 2017.
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