–¡Tito, Tito!, quién mejor que
vos va cuidar a la Susy– le dijo Carlos palmeándole la espalda cuando él le
pidió la mano de su hija en el tiempo que ella empezaba el secundario y vivía
con sus padres, al lado de la casa de los tíos, en la calle que es una pasaje
en realidad, de uno de los barrios más pobres al norte de la ciudad. Y más
poblados. Susy es la más grande de ocho hermanos. La conocía como la palma de
su mano. La vio salir de la panza Marga, su madre, la vio en pañales, la vio
dar sus primeros pasos. Tito era como un hijo más de Carlos, el hijo de su
primo Juan, y su mano derecha en el taller mecánico. Después, su suegro. Tito
estaba loco por ella. Perdidamente enamorado.
En ese entonces Tito era bueno.
La sorprendía con flores y peluches y cajas de bombones y vestidos escotados y
perfumes que ella no sabía de dónde él sacaba porque valían más que su sueldo
entero, pero no preguntaba. Susy no preguntaba. La llevaba a los bailes de
cumbia los fines de semana para que ella zafara, al menos por algunas noches,
de la obligación de cuidar a los hermanos y dedicarse a la casa durante las doce
horas en que Marga ganaba una miseria fregando platos, ollas, pisos e inodoros
en la mansión del señor Dovat, y durante las dos horas y media del viaje a la
otra punta de la ciudad. A Susy le fascina la cumbia. Gerardo Nieto la
enloquece. Por eso Tito se ponía una mano en el pecho, en la otra sostenía una
rosa, cerraba los ojos, y le cantaba:
“…
hasta que te vi
mi
identidad perdí,
en mi
cabeza estas
sólo tú
y nadie más…”
Al principio Susy no quería
nada con Tito. Nada. La conquistó por cansancio. A Susy le apasionan los libros
y se pasa horas contándoles cuentos a sus hermanos. En algún momento soñó con
ser maestra. Después abogada. Voy a ganar más plata, decía. Susy es soñadora,
bella, dulce. Tiene la voz suave y los ojos verdes, bien verdes. Todos la quieren
en el barrio, sobre todo Valeria, su mejor amiga. La única. Es que Susy se la
pasa entre pañales y mamaderas y la cocina y los mandados. Pobre mamá, dice, se
la pasa trabajando. Y por eso Susy abandonó
el liceo en tercero. Pero ella jamás bajó los brazos. Siempre se las ingenia
para estudiar cuando Valeria le trae apuntes y fotocopias. Cuando algo se le
mete entre ceja y ceja, no hay quien se lo saque.
– ¡Deja esos libros que no te
sirven para nada!– le gritó Carlos una mañana mientras le daba la mema a Carla,
su hermanita de cuatro años. Vos tenés que casarte y tener hijos como tu madre.
Pero Susy hacía oídos sordos. A veces se quedaba horas en el baño simulando una
descompostura para leer algo. O largar el llanto. Algunos días Susy no quería
nada. Pensaba irse lejos, bien lejos. No
importaba a dónde pero lejos de los hermanos, las tareas domésticas, las
exigencias de Marga, los reproches de Carlos, los impulsos y deseos de Tito
cada vez que la forzaba a desvestirse para penetrarla sin importarle si ella
tenía ganas. Y se violentaba cuando se negaba.
Qué suerte tuvo la Susy, le
dijo Marga un sábado de nochecita al Carlos mientras le cebaba un amargo entre
fierros y motores. En el vecindario los chismes iban y venían. Qué suerte tuvo
la Susy casarse con un pibe tan laburante como El Tito. Mirá, mirá como la
cuida a la nena, chusmeaban la Tere y Cata todas las tardecitas, después de la
telenovela, cuando él la dejaba a ella en la puerta de la casa con las bolsas
de los mandados y se iba de nuevo, en la moto, al taller mecánico. Pero no todo
fue del color de las rosas que al principio conquistaron a Susy. Y lo que el
vecindario se imaginaba. Sólo Valeria sabía del calvario. El que sufrió su amiga
desde el quinto mes de irse a vivir con Tito, el día que recibió la primera cachetada
porque ella no quiso que la tocara. Cuando llegaba la noche el cuerpo a Susy ya
no le daba.
Después vinieron los insultos
porque la comida no estaba pronta cuando él regresaba del trabajo, porque el
baño no estaba limpio, porque el guiso se le pegaba en la olla, entonces “no
servís para nada” y “compraste esta mayonesa que no me gusta”, le tiró una vez
Tito sobre la mesa cuando no hacía volar algún plato entre medio del llanto de Carlita
que Tito, a esa altura, no soportaba porque “vos ahora tenés tu casa, tu marido
y tenés que atenderme”, le gritaba también con la mano en alto cuando no la
agarraba del pelo lacio, sin opción a decir nada y “qué me importa que tu madre
trabaje” y ¡plaf!, la amenaza se convertía en cachetada, por esa amiguita,
también, que te mete porquerías en la cabeza. Susy tragaba saliva y respiraba.
Y tragaba el llanto porque en la primera de cambio se venía otro cachetazo.
Uno, dos, tres. Este mes
llevaba cinco. Pero a veces, a Susy no le alcanzaban los dedos de una mano para
contar los golpes que Tito le daba. Primero con la mano, después con el
puño, y cuando no le bastaba, con el
cinto. Tito ya no era aquel hombre que le prometió amor para siempre. Aquel
hombre que la conquistó cinco años atrás con flores y bombones y vestidos y
perfumes y hasta caricias y besos que empalagaban. Aquel hombre que la sacó a
bailar en el patio de la casa de los tíos entre los parlantes y la música que
él mismo consiguió y pagó, en su fiesta de quince. Entonces Susy se cansó. Le
contó a los padres del calvario sin importar lo que dijeran y se mandó mudar a
la casa de Valeria. Marga quedó desorbitada. No podía creer que el Tito fuera a
hacer eso. Carlos decía que no, que no, que ella, algo habría hecho y hasta le
pegó cuando supo que su hija había hecho la denuncia.
Era martes. Martes 13. Del mes
siguiente. Ella lo supo. Presintió que algo pasaría.
Era el cumpleaños de Valeria.
Susy volvía a vestir jeans ajustado y
blusa escotada. Volvía a pasarse una línea negra sobre los ojos y un rosado en
los párpados. Volvía a verse linda. La cumbia sonaba en el amplio living de la
casa de los padres de Valeria. Susy se reencontraba con varias compañeras y
compañeros del liceo. Y coqueteaba con ese joven rubio de ojos azules que le
sonreía y guiñaba. Susy volvió a sentirse libre, plena por estar allí. Sabía
que si hubiera seguido con Tito no la hubiera dejado ir. Cuando sonó Magia de Gerardo Nieto, zarandeaba las
caderas y levantaba los brazos. Se sintió como aquella quinceañera que, sin
embargo, no había quedado tan atrás.
“…Cuando
te miro yo descubro algo en ti,
que me
devuelve la ternura que perdí…”
cantaba con los ojos cerrados y
apretando los labios. Entonces el rubiecito de ojos azules, del liceo que, sin
embargo, jamás había visto, le estiró la mano y la sacó a bailar. Ella le
mostró todos los dientes, parejos y blanquitos, a Manuel (supo su nombre
después), mientras él la agarraba de la cintura y la llevaba de un lado a otro
entre el dos y uno de la cumbia. Hacía tiempo que Susy no bailaba. Hacía tiempo
que Susy no se sentía tan feliz.
Pero la Magia del instante fue cortísima para Susy. Y Manuel.
Alguien la tironeó del brazo y
el rubio quedó en el piso. Tito no soportaba perderla. Los gritos enmudecieron
la música, un vaso con cerveza cayó al piso, Valeria lo empujó para que soltara
a Susy y cuatro flacos se le tiraron encima a Tito cuando Manuel ya estaba en
el piso con el un hilo de sangre en el labio por un puñetazo; las amigas de
Valeria se arrinconaron contra la pared con las manos en la boca y gritaban sin
poder creer lo que veían. Varios puños volaron por el aire hasta que el brazo
de Tito logró prenderse de nuevo del de Susy. Tironeó y se la llevó. Nadie pudo
hacer nada.
–¡Puta de mierda, me estuviste
engañando con ese rubiecito!– le gritó ya en la casa con los pelos sobre la
cara y la estampó de una bofetada, dos, tres, cuatro. Susy quedó en el piso con
la punta de la cama clavada en la espalda, la cabeza ensangrentada y la mano
del hombre, quince años mayor que ella,
marcada en el pómulo izquierdo.
–¡Perra, hija de puta!– siguió
largando como un vómito descontrolado después de una patada que fue a dar en el
muslo de ella, envuelta en lágrimas, sin poder siquiera controlar el llanto que
la ahogaba. Él pegó la vuelta hacía el armario y sacó algo que Susy alcanzó a
ver, cuando lo tuvo enfrente. Y solo pudo gritar “¡No!” una vez.
Aquel hombre que en el barrio
decían que era bueno y que su padre quería como un hijo, le apuntó a Susy con
un revolver calibre 38. Le dio cinco veces. Después se dio a él, en la cabeza.
Por no soportar haber perdido a esa mujer que creía suya o por la culpa de
matar ese amor enfermizo que se le escapó. Un solo tiro le alcanzó a Tito para no
contar el cuento. Susy había cumplido recién los 20. Y aún soñaba con irse
lejos, bien lejos, a recibirse de maestra o abogada cuando fue trasladada al nosocomio
e intervenida quirúrgicamente. Pero Susy va a salir de esta, ella va a salir,
porque a pesar de la cantidad de veces que no tuvo ganas de vivir, jamás bajó
los brazos, dice Valeria entre ese llanto que la ahoga. Los vecinos no lo pueden
creer. Pobre Susy, pobre, dicen ahora la Tere y Cata. Quién iba a decir eso del
Tito. Marga y los hermanitos no paran de llorar. No encuentran consuelo. Carlos
sigue convencido que su hija algo habrá hecho para que el Tito reaccionara así.
Algo habrá hecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario