Levanto la cortina que
cubre la pequeña ventana, a mi derecha. La ciudad está despierta, a pesar de la noche. Llego, y las azafatas se encargan
de anunciarlo. Aterrizo el domingo, en horas de la madrugada, en la inmensidad
del aeropuerto de Barajas en Madrid, España. Es la segunda vez que subo a un
avión, la primera vez que cruzo el continente, y la primera que viajo a Europa,
así que también la primera vez que piso las tierras donde nació Manolo, el papá
de mí mamá, hace ciento veintinueve años. Mi panza es un mar de cosquillas. Le
digo al hombre de barba, el masculino de azafata, que en una de las servilletas con la bandeja de la cena, se fueron mis
aparatos. Frunce las cejas, la frente se le arruga. Me mira raro. Piensa. Es
que no entiende a pesar de que habla mi misma lengua. Le hago señas. Llevó el
índice a la boca, a esa sonrisa enorme que no quiere ser sonrisa en realidad,
pero me revela los dientes como la mejor publicidad de una pasta dental, me llevó
los dedos de la mano derecha, que uno, a la boca. El azafato achina los ojos y
luego de unos segundos, que se me hacen eternos, mueve la cabeza hacia adelante
y hacia atrás. A los cinco minutos (para mí media hora) vuelve con mi paladar
color rosa y alambres de metal. “Tuvo suerte”, me dice en ese momento de las
doce horas en que aún vuelo por las nubes. Suspiro, pero no tan fuerte como el ronquido
del veterano de negocios que va a mi lado y después sale del asiento como si un
bicho lo picara cuando la voz del piloto sale del parlante anunciando la
llegada y agradeciendo en inglés y en español la elección de la aerolínea.
Una pantalla grande en Barajas me
indica que aquí, son las cuatro y cincuenta, pero las agujas del reloj que
llevo en la muñeca, me dicen que en mi país, son las once y cincuenta,
y aún es sábado. Mi madre estará despierta esperando un “llegué bien” cuando yo
ya estoy en el día siguiente de haberme embarcado. Acá la hora es diferente y, aunque
el idioma no es inconveniente, muchas palabras significan distinto.
Levanto mi equipaje de la cinta
que no para de girar y preguntó por la “T4” donde me espera otro check in para
combinar el vuelo a Santiago. Me dicen que debo coger la escalera mecánica y
salir a la estación a tomar un autobús. No puedo evitar el primer impacto de
“coger” la escalera, en vez de subir, e ir a la estación que no es la de trenes sino la parada de ómnibus (de autobús) dentro del aeropuerto. O la estación de servicio que acá
llaman gasolinera, me entero después, donde los autos, que es lo mismo que
decir coches echan combustible como nosotros, los uruguayos
(que algunos españoles o gallegos tienen la maldita costumbre de confundirnos con
argentinos o paraguayos, cuando en Uruguay está minado de gallegos) decimos
cargan nafta por la vaga cuestión de generalizar los diferentes
tipos de combustible y achicar las palabras, por eso preferimos nafta.
Entonces sonrío (ahora sí con ganas) sola, frente a
una morocha china o japonesa, emigrante como yo, que me observa extrañada, y es turista al igual que yo (aunque mi estadía se extenderá al
menos por un año), y a un grupo de jóvenes que hablan unos en francés y otros en
inglés, y yo no entiendo nadita, entre la inmensidad del aeropuerto donde
hay códigos y señales internacionales para que nadie quede afuera ni se pierda de un McCafé o una McHamburguesa. Está lleno de
extranjeros de todas partes (Ricardo Darín hace cola para su check in) y yo me
siento una ciudadana del mundo cuando, otra vez, las cosquillas revolotean en
la panza pero ya no de nervios sino del hambre que me pica. Es que el
sándwich del avión, para nosotros un refuerzo, no dio ni para una entrada. Ahí
me cae apenas una de las fichas, que es lo mismo que decir que tomo conciencia
de que dejé a mi madre y a mis hermanos y a mi sobrinos y a mi cuñada, y a mis
amigas y amigos, a mi gente querida, a mi apartamento –eso que en España le
llaman “piso”, y a cuánta cosa me iré acostumbrando–, y (por fin) la estación y
con ella la noche y unos pocos compañeros y clientes que sé, preguntarán por
mí, a mi Montevideo y decenas de libros y recuerdos y varios kilos de armiño
para no pagar ciento cincuenta dólares porque sobrepaso los veintitrés kilos, y
un saco y unas botas y decenas de remeras y pantalones y polleras y buzos y
miles de pertenencias y recuerdos, cuando no hace mucho aterrizar en Barajas era impensable. “Bienvenida a España”, me dijo el chofer del autobús (¡bus!) que
me llevó a la Terminal cuatro (a diez minutos para mi sorpresa aunque me habían
alertado de que aquello era grande), en esa escala interminable y horas antes
de aterrizar en Santiago donde me esperó, para mi suerte, un uruguayo, a esa
altura, ya como un hermano. Y aunque no
la llevo en la espalda la bandera de Uruguay está conmigo.
Aeropuerto de Barajas, Madrid. España. Setiembre, 2018.