sábado, 29 de septiembre de 2018

La misma lengua y, sin embargo, otro lenguaje


Levanto la cortina que cubre la pequeña ventana, a mi derecha. La ciudad está despierta, a pesar de la noche. Llego, y las azafatas se encargan de anunciarlo. Aterrizo el domingo, en horas de la madrugada, en la inmensidad del aeropuerto de Barajas en Madrid, España. Es la segunda vez que subo a un avión, la primera vez que cruzo el continente, y la primera que viajo a Europa, así que también la primera vez que piso las tierras donde nació Manolo, el papá de mí mamá, hace ciento veintinueve años. Mi panza es un mar de cosquillas. Le digo al hombre de barba, el masculino de azafata, que en una de las servilletas con la bandeja de la cena, se fueron mis aparatos. Frunce las cejas, la frente se le arruga. Me mira raro. Piensa. Es que no entiende a pesar de que habla mi misma lengua. Le hago señas. Llevó el índice a la boca, a esa sonrisa enorme que no quiere ser sonrisa en realidad, pero me revela los dientes como la mejor publicidad de una pasta dental, me llevó los dedos de la mano derecha, que uno, a la boca. El azafato achina los ojos y luego de unos segundos, que se me hacen eternos, mueve la cabeza hacia adelante y hacia atrás. A los cinco minutos (para mí media hora) vuelve con mi paladar color rosa y alambres de metal. “Tuvo suerte”, me dice en ese momento de las doce horas en que aún vuelo por las nubes. Suspiro, pero no tan fuerte como el ronquido del veterano de negocios que va a mi lado y después sale del asiento como si un bicho lo picara cuando la voz del piloto sale del parlante anunciando la llegada y agradeciendo en inglés y en español la elección de la aerolínea.

Una pantalla grande en Barajas me indica que aquí, son las cuatro y cincuenta, pero las agujas del reloj que llevo en la muñeca, me dicen que en mi país, son las once y cincuenta, y aún es sábado. Mi madre estará despierta esperando un “llegué bien” cuando yo ya estoy en el día siguiente de haberme embarcado. Acá la hora es diferente y, aunque el idioma no es inconveniente, muchas palabras significan distinto.

Levanto mi equipaje de la cinta que no para de girar y preguntó por la “T4” donde me espera otro check in para combinar el vuelo a Santiago. Me dicen que debo coger la escalera mecánica y salir a la estación a tomar un autobús. No puedo evitar el primer impacto de “coger” la escalera, en vez de subir, e ir a la estación que no es la de trenes sino la parada de ómnibus (de autobús) dentro del aeropuerto. O la estación de servicio que acá llaman gasolinera, me entero después, donde los autos, que es lo mismo que decir coches echan combustible como  nosotros, los uruguayos (que algunos españoles o gallegos tienen la maldita costumbre de confundirnos con argentinos o paraguayos, cuando en Uruguay está minado de gallegos) decimos cargan nafta por la vaga cuestión de generalizar los diferentes tipos de combustible y achicar las palabras, por eso preferimos nafta.

Entonces sonrío (ahora sí con ganas) sola, frente a una morocha china o japonesa, emigrante como yo, que me observa extrañada, y es turista al igual que yo (aunque mi estadía se extenderá al menos por un año), y a un grupo de jóvenes que hablan unos en francés y otros en inglés, y yo no entiendo nadita, entre la inmensidad del aeropuerto donde hay códigos y señales internacionales para que nadie quede afuera ni se pierda de un McCafé o una McHamburguesa. Está lleno de extranjeros de todas partes (Ricardo Darín hace cola para su check in) y yo me siento una ciudadana del mundo cuando, otra vez, las cosquillas revolotean en la panza pero ya no de nervios sino del hambre que me pica. Es que el sándwich del avión, para nosotros un refuerzo, no dio ni para una entrada. Ahí me cae apenas una de las fichas, que es lo mismo que decir que tomo conciencia de que dejé a mi madre y a mis hermanos y a mi sobrinos y a mi cuñada, y a mis amigas y amigos, a mi gente querida, a mi apartamento –eso que en España le llaman “piso”, y a cuánta cosa me iré acostumbrando–, y (por fin) la estación y con ella la noche y unos pocos compañeros y clientes que sé, preguntarán por mí, a mi Montevideo y decenas de libros y recuerdos y varios kilos de armiño para no pagar ciento cincuenta dólares porque sobrepaso los veintitrés kilos, y un saco y unas botas y decenas de remeras y pantalones y polleras y buzos y miles de pertenencias y recuerdos, cuando no hace mucho aterrizar en Barajas era impensable. “Bienvenida a España”, me dijo el chofer del autobús (¡bus!) que me llevó a la Terminal cuatro (a diez minutos para mi sorpresa aunque me habían alertado de que aquello era grande), en esa escala interminable y horas antes de aterrizar en Santiago donde me esperó, para mi suerte, un uruguayo, a esa altura, ya como un hermano.  Y aunque no la llevo en la espalda la bandera de Uruguay está conmigo. 



Aeropuerto de Barajas, Madrid. España. Setiembre, 2018. 

jueves, 27 de septiembre de 2018

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Otoño


Castro de Baroña, municipio de Puerto de Son, La Coruña. Galicia, España. Setiembre, 2018.


martes, 25 de septiembre de 2018

domingo, 23 de septiembre de 2018

La pequeña que le da nombre a la ría


Al entrar a Noya (una pequeña ciudad ubicada en la provincia de La Coruña, al norte de Galicia) desde el norte, bordeando las playas, se atraviesa un pequeño puente, a ambos lados del río. Las calles son angostas, en la plaza hay una cruz de piedra, rodeada de pasajes y construcciones en piedra iluminada en la noche por los faroles al estilo colonial. Como Santiago. Por eso Otero Pedrayo, un escritor gallego, decía que Noya era la pequeña Compostela. Entonces uno, también, se enamora.



Ría de Noya, Coruña. Galicia, España. Setiembre, 2018. 

jueves, 20 de septiembre de 2018

Callejuelas


Uno aquí va caminando por esas calles angostas, angostísimas, de piedra, rodeadas de construcciones también de piedra. Sabes que la calle va a terminar en algún punto o te va a dar la opción de doblar hacia la izquierda o hacia la derecha, o hacia ambos lados. Ves los nombres pero no flechas. Y muchas veces vas caminando, anonadado con tanta belleza, sin saber que a pocos metros hay un cruce, otra calle. Hasta que algo o alguien se te cruza o atraviesa y aparece de algún sitio que todavía no te queda claro y te das cuenta que sí, que ahí hay otra callejuela como le llaman ellos, los gallegos. Y es que esto es como un laberinto en el que perderse es tan fácil como preguntar hacia dónde queda tal avenida, o dónde está tal comercio o tal iglesia. Salvo que a ése que le preguntás sea tan turista como vos y te salve sólo si tiene un mapa. Pero perderse acá lo mismo da. O mejor aún. Santiago es una cajita de sorpresas.



Rúa da Caldeirería, Santiago de Compostela. España. Setiembre, 2018.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

El cruce

Rúa do Home Santo. Santiago de Compostela, Galicia. España. Setiembre, 2018. 

martes, 18 de septiembre de 2018

Lo mágico


Es domingo a la noche, aunque temprano. Las 00.00 de España, las 20.00 de mi país. Hace apenas cinco horas que aterricé en Santiago de Compostela. La ciudad de los sueños, la ciudad de mis ancestros. El flaco, que también es uruguayo y hace diez años que está acá, en Galicia, me lleva a recorrer para que vea la magia de esé lugar en la noche, con los farolitos alumbrando lo suficiente y necesario, las calles angostas y de piedra, el centro histórico. Y en esas, sin que me diga nada, llegamos a la Plaza del Obradoiro. Ese lugar que está rodeado y cercado de edificios antiguos. Alcanza con girar sobre ella, parado en el medio, para identificar los distintos estilos arquitectónicos con más de setecientos años de construcción.

La Catedral, el Hostal de los Reyes Católicos –antiguamente hospital de peregrinos, actualmente parador nacional; el Colegio de San Xerome, sede del rectorado de la universidad, y el Palacio de Raxoi, sede del Ayuntamiento de Santiago. Todas construcciones que representan la vida de la capital gallega: la religión, la educación universitaria, la atención al peregrino y al viajero, y la Administración. Esta plaza resume los usos de la historia milenaria de la ciudad.

Y en esas, parados en el medio de Obradoiro, con sólo cuatro turistas en la vuelta (¿ peregrinos?), el flaco me dice: "Vení, acostate". Y aunque me parece muy loco, no lo dudo. Apoyo mi cuerpo sobre el piso de piedra, en horizontal, con la Catedral de frente y me de acomodo para que ninguna piedra me dé en las vértebras. Levanto la cabeza y la miró. Observo, desde el ahí, el majestuoso edificio barroco. La inmensidad es inexplicable. Como cuando se tiene el océano de frente. Me siento pequeñísima. Y lloro. Es que siento que ya no puedo contener las emociones, y compruebo la insistencia del flaco. Acompañado del silencio de la noche, el lugar, la plaza, la iglesia, todo, es mágico. Y aunque no la veo en ese instante (la vi al salir y en el camino), sé que la luna está por ahí, y es testigo de mi llanto.


Catedral de Santiago de Compostela. Galicia, España. Setiembre, 2018.

domingo, 16 de septiembre de 2018

jueves, 13 de septiembre de 2018

El delirio de los tres colores


Nacional empataba con Racing. En los cuarenta y cinco minutos del primer tiempo, solo dos veces se había acercado al área contraria. Una la atajó el arquero de Racing y la otra fue a dar a la Atilio García. Estábamos en el Gran Parque Central, un domingo de 2013. ¡Pero pégale pelotudo!, gritó un veterano que con una mano sostenía la radio chiquita pegada a la oreja y con la otra hacía ademanes. Una cuarentona teñida con la camiseta ajustada al pecho y el escudo “bolso” del lado izquierdo hacía gestos, le hablaba a su compañera, gritaba, se paraba, se sentaba, daba los pies contra el hormigón, palmeaba las manos contra sus rodillas y de a ratos explotaba en un “¡Boludooo!” a uno de los jugadores o a varios, pero ninguno la escuchaba. Más abajo un pibe acodado en el alambre que separa el césped de la tribuna soltaba expresiones grotescas y malas palabras, una tras otra, mientras los jugadores corrían detrás de la pelota. Era una fiesta de banderas y puteadas y gritos y chiflidos, de nervios, tensión y una presión insostenible. Ni un aplauso ni un papelito. Y miles de cuerpos contracturados. Fuera quien fuera el arquero, los delanteros o los que están en el medio campo, lo del hincha es un delirio, es pasión es sufrimiento cuando el cuadro anda mal o lleno de alegría cuando la suerte lo acompaña. Es puro sentimiento. Y contagia.



Gran Parque Central. Montevideo, 2013.



La "enfermedad" me contagió entonces empecé a ir más seguido con la cámara agarrada al cuello. Es que esa fiesta diga de ser registrada. En mayo de 2016, Tres colores una pasión, se expuso en la Sala Tejera de la Casa de la Cultura de Maldonado, quien financió el proyecto. Hoy el fotoreportaje viste el hall de la sede de Club Nacional de Football y a las 19.30 cuando empiece la fiesta, en que cientos de socios recibirán medallas, las imágenes serás testigo de que todo es un sentimiento. Y yo cumplo un sueño. 

martes, 11 de septiembre de 2018

El colmo de una tumba


 “Primero hay que saber sufrir,
después amar, después partir
y al fin andar sin pensamiento.
Perfume de naranjo en flor,
promesas vanas de un amor
que se escaparon en el viento…”



Una mujer va a llegar con unas flores entre las manos, se va a acercar a una lápida, seguro se arrodillará e incluso, quizás, rece y llore, dejará las flores y quedará frente al muerto, recordando tiempos. Aquellos tiempos. Ése es el momento que esperan Atilio y Johnny. Es que la melancolía y el desamparo de las viudas atrae a estos hombres para jugar con su propia seducción, y los lleva a tener una cita allí, donde uno menos imagina: frente a una tumba. En ese encuentro en que intercambian ideas y frases y opiniones y discuten y sueñan, Johnny se enfoca en el sexo “crudo” mientras Atilio, con un libro que saca de su bolsillo, usa la poesía como espada para seducir. Pero nada es lo que espera. Ni tampoco el mismísimo Johnny. De la muerte, la risa. Y entre tangos, el amor y el sexo,  lo erótico y el humor, Andar sin pensamiento quiere ser un reflejo de “una parte de nuestra alma colectiva”.









Johnny, en realidad, es Tabaré Luzardo, Atilio, Roberto Fernández y ella, la viuda, Cristina Cabrera. Juntos protagonizan Andar sin pensamiento que un día del 2000, el argentino Jorge Huertas escribió. Esta obra que el viernes pasada estrenó el teatro La Candela, y recibió un premio en la división Latino Playwriters (Houston, Texas), en el concurso organizado por el Stage Repertory Theatre. Al año siguiente ganó otro premio en el Concurso Internacional de Teatro de "Casa del Teatro" de Santo Domingo, República Dominicana. Y como siempre pasa en las tablas de esos escenarios, las tablas, más allá, más acá, suenan.


viernes, 7 de septiembre de 2018

Tangueses


Entre milongas y tangos rondó la noche. De los clásicos y las melodías propias, de esas que hablan de lo cotidiano y lo urbano, de la calle, del tipo que sube a los bondi vendiendo pomada china y quita manchas, y ella llama tangueses. Con la voz de Adriana Filgueiras, la guitarra de Jorge Alastra y el violonchelo de Juan Rodríguez, Malajunta Trío.




Adriana Filgueiras. Malajunta Trío. Ayer, en Kalima Boliche. Montevideo, 2018.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Un día de colores

“Sueña y espera
que mañana todo irá mejor
y vas a ver brillar el sol,
aguantando corazón.

Ríe y sueña
Como estrella que mirando va.
El camino pronto va clarear
Y la espera pasará.

Un día, un día de colores llega
Un día, un día de colores llega.

Montevideo. Agosto, 2018.



Mira y escucha
 Que la voz con su poder irá
Cantando al cuore va a sanar
Y esas flores nacerán.

Cantando al cielo
La palabra con alas irá
Remontando el viento Y en su andar
En tu pecho quedará
Pecho abierto como el mar Uruguay.

Un día, un día de colores llega
Un día con amores llega”.

Rosana Taddei