viernes, 9 de septiembre de 2016

Tu ruta no es mi ruta

Lunes de agosto. Llovía. Y hacía frío. Hacía poco más de un mes que la nona había pedido turno en el hospital para sacarse sangre y hacerse ese maldito examen que la tenía perturbada. Madrugó más de la cuenta para asistir, esperar el turno, ver cómo las enfermeras van y vienen por los pasillos, los rostros “moribundos” de los pacientes, casi todos viejos a esa hora, que esperan varias vueltas de las agujas del reloj para ser atendidos, los que llegan ensangrentados a la emergencia, los olores de hospital que le revuelven el estómago a cualquiera y a la nona le revientan, pero no hay otra, dice con una caída de ojos, resignada.
Salió a la calle en busca de un taxi. No estaba para caminar seis cuadras. La llovizna empapaba. Le hizo señas al primero que paso.
– Al Maciel, le dijo al tachero.
– Ah, pero son seis cuadras– le contestó al tachero en un tono quejoso y chirriando los dientes.
– Sí. ¿Y? Tengo que ir al hospital– dijo ella asombrada por esa respuesta.
El tipo chirrió los dientes, revoleó los ojos y la miró por el espejo, durante las seis cuadras.  
***
Jueves de agosto. De la semana siguiente. La nona va al bolichito que una de sus nietas abrió hace poco más de un año. Le lleva una torta para que venda, para ayudarla aunque sea con algo. Una excusa, también, para verla, para estar un rato con ella. Salió a la calle en busca de un taxi. Imposible viajar en ómnibus con la torta a cuestas, imposible subir los escalones tan altos de los ómnibus que, a veces, hasta el más joven de los jóvenes le cuesta subir. Laura le dice a dónde va, pero no le especifica el recorrido, las calles por las que prefiere ir. El tachero toma la avenida principal y aminora la marcha. La nona se percata que lo hace para llegar al semáforo en rojo. Todos. Entonces le pide, por favor, que doble a la derecha para ir por donde hay menos tránsito y semáforos.
–Ah, pero va a ser lo mismo señora porque a esta hora el tránsito está igual en todos lados– soltó el tachero en un tono arrogante.
El camino que la nona quería era más directo. Y no había semáforos cada tres cuadras. Le pidió de nuevo, con un por favor, ya irritado en ella. El tipo dobló, chirrió los dientes, y recién ahí apretó un poco el acelerador, solo un poco. El viaje terminó saliendo tres cuartas partes más de los anteriores. La nona no era la primera vez que hacía el mismo viaje. Lo supo desde que tachero había tomado la avenida principal. Y tuvo suerte el tachero, porque la nona llevaba un poco más de billetes, pero ya no le alcanza para volver.
***
La nona nunca viajó en Uber. No tiene la aplicación ni un celular moderno para ese servicio, pero sabe que uno llama y los tipos llegan a los tres minutos exactos, que al cliente lo saludan amablemente, que hasta se bajan del auto, lustrado y con un aroma a algún desodorante agradable, y le guardan los bolsos en la valija si es que el cliente lo lleva, y toma por el camino que indica. Se lo contó una amiga que vino a visitarla hace unos meses cuando se fue de la casa de ella hacia Tres Cruces para volver a su pueblo del interior. Y los tacheros se quejan, dice la nona, de Uber y las empresas multinacionales, hacen manifestaciones, marchas e instalan una carpa en la explanada de la Intendencia con grandes carteles y volantes. Esa que estuvo hasta hace unos días. Se quejan, menea la cabeza la nona, pero a uno siempre lo atienden igual. Todos, dice. Es que la nona no ha tenido suerte en que le toque uno “como la gente”. Seguramente, piensa, porque se aprovechan de que uno es mayor, y por eso piensan que tienen derecho hacer lo que quieran, o que nosotros los mayores, somos estúpidos, dice la nona. ¡Estúpidos!, chirria los dientes. Ahora es ella la que chirria los dientes. Pero con razón.      

Manifestación del Sindicato de Taxis contra Uber, frente a la Intendencia, Montevideo. Mayo, 2016. 

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