viernes, 2 de septiembre de 2016

Ana, y su sonrisa

Historias simples: Fortín Olmos

Tres pibes juegan a la bolita en el patio de una casa que está a pasos de la ruta, cruzándola, hacia el norte. En Olmos hay pibes que juegan a la bolita. Sarita les da un beso, les conversa, y a uno le pregunta por su madre. “Está adentro”, contesta él señalando la casa. Pero Sarita, no alcanza a golpear las manos. Ana aparece con un repasador entre las suyas y esa sonrisa que hasta el más desconfiado del pueblo tiene estampada en el rostro.
–Pasen, pasen–insiste con la amabilidad pueblerina y su voz dócil que lamenta no haber sabido de nuestra visita para esperarnos con algo rico, pero que intenta recompensar con un mate, un café, un té. Sarita agradece y niega por las dos. Es que en 40 minutos tenemos una actividad con los chicos del albergue del liceo que aloja a los estudiantes que viven en los parajes.

–Así que te vamos a robar poco tiempo– le dice la más veterana de las monjas que está empecinada en que yo conozca a esta mujer y su historia. Es que Ana conoce Fortín Olmos como la palma de su mano. De chiripa nomás, porque nació en Vera, una de las ciudades más grandes cercana a Olmos. Hace 32 años fue a pasar unos días y se fue quedando, quedando, repite estirando la mano como dibujando una línea imaginaria, sin poder creer aún que su vida, dedicada a la enseñanza y la gente, iba a terminar allí. Ana es la profesora de música del pueblo. Aunque no tiene diploma ni título que lo demuestre. Es que antes no había una carrera de música. Uno se hacía como podía, afinando el oído y dedicándole horas al instrumento, leyendo partituras como lo hizo Luis Alberto, su padre. Un guitarrista rabioso. Ana eligió el piano pero le fascina cantar. Hace unos meses se jubiló, intercepta Sarita en el dialogo en el que yo solo escucho y casi que ni meto pregunta porque la monja me gana de mano. Pero los alumnos de la escuela la siguen extrañando. Siempre que la ven le preguntan cuándo va a volver. Es que a Ana se la extraña, justifica Sarita, porque es de esas personas que da hasta lo que no tiene por los demás.

***
Luis Alberto tocaba folklore y música clásica. Y el pericón nacional, suelta Ana orgullosa previo a estancar los ojos en un espacio sobre la mesa como hipnotizada por la imagen de su padre. “Me parece que lo escucho”, dice sin perder de vista ese punto en el aire que sólo ella contempla, y tararea el pericón y sonríe y lo ve. Ve a su padre con la guitarra sobre una pierna y los dedos deslizándose entre las cuerdas. Lo tiene ahí, en la sien a donde se lleva el índice, y los ojos le brillan.

–Él siempre me decía: ‘Estudia, estudia’. Y yo estudié, pero nunca imaginé que iba a ser maestra de música– desliza con la misma risa pícara del pibe que juega a la bolita en el patio que tiene casi su misma cara. Ana sonríe casi como respira. Y gesticula. Las manos, de dedos largos y finos, ideales para hacer sonar las teclas de cualquier piano, van y vienen en el aire mientras habla. Enseguida me di cuenta que eso era lo mío, sigue. Y Sarita la interrumpe para contarme, y recalcarle a Ana (porque ya se lo ha dicho muchas veces), los dones que tiene.

–Ana–valora la monja con los lentes que le apoyan en la punta de la nariz, cose, teje de maravilla, escribe poesías y obras de teatro y le encanta la actuación.
–Pero no actuar–aclara ella enseguida. Es que detesta subir al escenario. Ana está hecha para llevar la batuta, para enseñar, para dedicarles tiempo a los demás. Ana es como la parte de un todo, como la raíz, la flor o una rama de un árbol se me ocurre (y se lo digo) al mencionar su infancia en el campo rodeada de árboles, como si fuera el Árbol de la Vida que se mueve, desvive y vive para hacer florecer y revivir a los demás. Para que aprendan, remata mordiéndose los labios. Eso la hace feliz. Ana ríe. Siempre ríe.

Y la imagen de su padre persiste en su cerebro. Lo piensa, lo admira. Entonces se va para atrás en el tiempo y empieza el cuento como los de Walt Disney: “Había una vez una familia numerosa…”, desde la generación anterior, la de su abuelo Matias, el padre de su padre. Los Armas eran 14 hermanos criados en el campo. Ocho, partieron en busca de nuevos horizontes sin saber mucho a dónde, más que a algún  lugar de América, en un barco que venía cargado de cientos de europeos que huían de las guerras.  Allí es que Matías conoce a Eugenia della Torre, la tana que le partió la cabeza. Se pusieron de novios ahí, en el barco –ríe Ana– y bajan en Uruguay. Uruguay recalca abriendo bien los ojos porque sabe que soy de allí;  y ahí mismo se casaron y tuvieron 4 hijos, continúa. “El más chiquito era mi papá, Luis Alberto. Cuando él tenía 4 años decidieron cruzar el charco –como dicen ustedes, los uruguayos, me apunta con el índice– y terminaron en Román una localidad de Reconquista, donde forma la primera familia agrícola de esa ciudad”.

Para cuando nació Ana, Luis Alberto hacía años que estaba instalado en Vera, en el campo,  con 15 hijos (como para no perder la costumbre de las familias que se multiplican). Pero papá no tenía experiencia en trabajo de campo, se hizo nomás, dice con el repasador que ahora sus manos doblan primero en dos, después en cuatro. Un campo lleno de vacas. Ana ríe ahora por verse a ella misma ordeñando las vacas a los seis años a la sombra de un árbol gigantesco.

–Nos levantábamos con mis hermanos a las 4.30 y no nos quejábamos Ahora si un nene hace eso, dicen ¡hay pobrecito! Ana calla, menea la cabeza, se ríe. Y sigue con el cuento. Tres de mis hermanos le daban de mamar al ternero y otros tres ordeñábamos las vacas, y  para nosotros era normal. Después papá iba al pueblo con uno de los hijos y vendían la leche. A Ana le tocaba también lavar cada tacho mientras otra de sus hermanas barría la casa que era grandísima –dice estirando la “a” para que me haga una idea de lo grande que era– al tiempo que su mamá lavaba la ropa y otra de sus hermanas cocinaba. Cada uno tenía su trabajo.

–Qué educador tu papá– interrumpe de nuevo Sarita. Cómo les trasmitió el sentido del trabajo, y por eso, le asegura, a vos te gusta tanto educar.
–Él nos sentaba alrededor de la mesa a todos y nos enseñaba a interpretar el evangelio porque ir a misa nos quedaba muy lejos– sigue con el cuento y el mismo repasador entre manos que dobla en dos, en cuatro, y ahora, hasta en ocho. Sabíamos la vida de Jesucristo como la palma de la mano, agrega para justificar que una de las hermanas se hizo monja. Y cuando faltábamos a la escuela por las temporadas de lluvia –es que vivíamos en una zona inundable –nos sentábamos todos alrededor de él en unas sillas petizas y nos enseñaba las reglas ortográficas para recuperar las clases perdidas. Y después tocaba la guitarra.

Ana se ríe. Ríe también porque después de unos días cuando el sol secaba el barro de las calles y los Armas volvían a la escuela, los compañeros los miraban como bichos raros. Y siempre había uno que le decía a la maestra: ‘Señorita llegaron los Armas’. Era como extraño que llegáramos nosotros… Lo recuerdo como si fuera hoy, dice sin abandonar la sonrisa en su rostro de piel blanca y suave. Ana hacía 22 kilómetros en bicicleta para ir a la escuela (11 para ir y 11 para volver). Para colmo por la ruta, donde pasaban los camiones enormes con el humo negro y más de una vez terminábamos en la banquina, relata. Y la risa se convierte en una carcajada.

Cuando la mamá murió, Ana pasó a ocupar el lugar de ella. Tenía 17 años. “Mi papá se apoyaba mucho en mí”. Ahí ya se habían instalado en Fortín Olmos. Pero fue unos meses antes que Lita Cuaroli –la directora de la escuela de ese pueblo del que Ana no sabía ni de su existencia– buscaba una profesora de música y le preguntó a Luis Alberto si no le quedaba un hijo músico. En ese entonces, Ana no sabía ni siquiera para qué lado quedaba Olmos, ni siquiera lo había sentido nombrar. Y él me dijo: ‘Anda y proba, anda unos días y después te venis’. Así llego Ana a este pueblo lleno de inmigrantes que hace unos años no tenía diseño de pueblo, ni la ruta asfaltada. “Te pones a sacar la cuenta y es como dice el chamamé: ‘somos un embolleré’ que en guaraní quiere decir un enredo”, y contagia su risa; hay tantas razas que se mezclaron que no sabemos qué origen tienen, sigue, y las familias se multiplican, pero es toda gente que hace amistad enseguida y que a uno le hablan como si lo conocerían de toda la vida, lo invitan, le abren las puertas con un mate en una mano y una torta frita en la otra. Por eso, Ana esta convencidísima que todos los extranjeros que visitamos Olmos, nos enamoramos del pueblo. Y ella, me invita a almorzar uno de esos días, de mi estadía.

–¡Pero no, pasado mañana se va!– se apresura a responder Sarita que no se le escapa una. Y  pasaron 40 minutos y nos vamos porque los chicos del albergue nos esperan. Me quedo con las ganas de probar un menú de esas manos que imagino, cocinan como los dioses. Pero me llevo el recuerdo. El de su risa, su cordialidad, su afecto, y ese dije que me deja de regalo unas horas antes de emprender mi regreso, en un sobrecito metalizado y plateado muy pequeño que lleva una moñita del mismo color. Una delicadeza como el mismo árbol, el de la Vida, que cuelga de una cadena. Para que te lleves de recuerdo, me dice esta mujer que en 40 minutos me abrió las puertas, me contó su historia y me invitó a almorzar. Cómo para no enamorarse uno de este pueblo, me sale entre un apretado abrazo y el agradecimiento infinito por tanto amor que me pone la piel de gallina. Y Ana se ríe.

Ana, en su casa.  Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016. 

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