Esa mañana Marta traía los ojos
inflamados. Golpeó las manos y sacó a Tristán de la somnolencia que le ataca
siempre por echarse al sol. Ladró. Nadie salió. Las manos insistieron apenas
más fuerte. Tristán siguió con ese ladrido seco, ensimismado ahora en esa rabia
que le sale a todo perro cuando alguien que no conoce se le para enfrente y
quiere avanzar en su terreno. Aunque la mujer ni siquiera estaba segura si
estar allí era lo correcto. Entonces pegó la vuelta y se marchó por el mismo
camino de pedregullo calculando que los jueves a Ofelia le tocaba atender la
biblioteca. Así que estaría enredada entre archivos, papeles y libros y esa
pantalla grande que tiene un teclado y un ratón de juguete que Marta no sabe usar,
atendiendo alguna llamada, aunque nadie levanta el tubo para pedir un libro. En
el pueblo son pocos los que leen. A pesar de que las hermanas de la
Misericordia todos los años renuevan los estantes con novelas y cuentos y algún
ejemplar de historia o esos libros de autoayuda que alguna vez la misma Ofelia
le ofreció leer a Marta.
Clarita, la que se parece menos
a una monja y la más joven, siguió Marta calculando, estaría asistiendo a Marco
en sus clases de primaria. Marco es el único niño autista en el pueblo. Sarita,
la más veterana, estaría en el instituto que atiende a los chicos diferentes
porque discapacitados es una palabra difícil para Marta que apenas sabe leer y
escribir. Y Ana estaba de viaje por Almagro, había oído, en otra misión y con
otras monjas.
Caminó sin saber a dónde en
busca de algo que ni ella supo en ese instante. Atinó a entrar al almacén y
pedirle un vaso de agua a Nino. Pero se daría cuenta de sus ojos inflamados y otra
vez insistiría en meterse en el asunto. Además del cura Juan, el almacenero era
el único hombre bueno que ella conocía, y hacía lo que fuera por defenderla y
sacarla de esa vida perra. Así le decía Nino a la vida que llevaba Marta. Pero
ella decía que no, que era una locura, porque mirá si el Carlos te lastima. Y aunque
Nino es más joven, laburante y tiene cara de bueno, y le jura amor, felicidad y
bienestar, es igual que todos. Marta está harta del palabrerío, de las promesas
incumplidas. De los hombres. Hasta de Dios porque si realmente existiera ella
no estaría pasando por eso.
Siguió caminando y esquivando
pozos. Pensó en el banco de la plaza para aliviar el cansancio, para matar el
tiempo, pero no. La plaza está rodeada de viejas que viven al alpiste de la
vida ajena, como si no hubiera nada más que hacer en el pueblo, y su cara
hinchada les daría motivo suficiente para estirar la lengua y meterse en el
asunto. El que venía soportando hacía ya un tiempo. Ocho meses, diez, un año. O
no. Eran dos en realidad, porque estaba embarazada de Camila cuando Carlos le dio
la primera cachetada.
– Buen día– se escuchó la voz
de Mara, la modista del pueblo, saludando a la anciana de bastón que dice ser
curandera y de la que Marta nunca supo el nombre, ni tampoco le interesa porque
mucho menos cree en esas cosas.
– ¡Bueno!– gritó un hombre
desde un camión al mecánico que pitaba un tabaco desde la puerta del taller, en
ese tramo en que ella caminaba de cabeza gacha para evitar cualquier saludo,
cualquier mirada, y apuraba el paso hacia la canilla del patio del fondo de la
escuela, en esa hora en que el timbre del recreo sonó hace rato y para el de
salida todavía falta. Tomó agua como si nunca lo hubiera hecho. Le resultó fresca.
Se mojó la nuca, el pelo y la cara aunque sabía que a los ojos no los
desinflamaba por un buen rato, por todo el día. Seguiría llorando si no fuese
porque en la calle cualquiera vecino podía verla e irle a Carlos con el cuento.
Marta quería esconderse de él, de su hija, del vecindario, del cura, de Dios, del
mundo entero. De ella misma.
Caminó hacia el este, para el
lado del río. Buscó la sombra debajo de ese árbol que alguien, alguna vez le
había dicho que era un sauce llorón, porque se le ocurrió que al menos él la
acompañaría en ese malestar. Y lloró. Lloró por esa mujer que la trajo al mundo
y la dejó más de doce horas tirada en un tacho de basura –o al menos eso fue lo
que le contaron en la institución de niños huérfanos de donde más tarde se
escapó–. Lloró por una vida sin hermanos, ni abuelos, ni tíos ni primos
siquiera, ni un afecto; por los años que tuvo que vender su cuerpo para comer cuando
apenas tuvo quince; por esa hija que parió sin ganas por culpa de la violación
del hijo de puta que dijo ser su padre, por el bebé que perdió por tanto
maltrato de ese cretino que le prometió felicidad para siempre y ahora le
gritaba y le decía puta y le daba con un cinto cuando se emborrachaba. Marta
nunca supo defenderse. De nada ni de nadie. Ni de ella misma cuando le daba al
paco y al alcohol, por tanto odio con su propia vida y la idea del suicidio que
tuvo desde niña, y jamás concretó por la debilidad de decidir las cosas y tanta
vergüenza junta. Marta no sabía decidir y vivía con vergüenza. Ese día no le
quedó lágrima para soltar debajo del sauce, que aunque fuera llorón, no sufría tanto.
Pasaron dos horas, tres. No supo. Cuando el sol la fastidió caminó, a paso
lento, hacia a la casa de esas cuatro mujeres que no usan hábito y son la
referencia del pueblo.
Golpeó de nuevo a la hora de la
siesta. Lo más sagrado en San Miguel aun para las monjas. Ni una mosca volaba en
el ambiente, se dio cuenta Marta cuando avanzó para husmear adentro de la casa
antes que le entrara el miedo por ese perro sin raza que le mostró los dientes.
Pero no era malo, le habían dicho. Tú eres bueno atinó a calmarlo sin tocarlo
mientras pensaba cómo era posible que Sarita no escuchara a Tristán, si poco
más que le salía espuma de la boca. Marta había escuchado que los perros
largaban una espuma blanca de tanta rabia. O lo había visto en una película, o
lo había soñado, quiso recordar cuando al fin Ofelia se asomó. A la monja le
alcanzó verle la cara para saber que algo, que tenía ver con Carlos y ese
asunto, no andaba bien. El mismo que sufrían varias mujeres en San Miguel, y
sin embargo, no había remedio ni curación ni explicación para entender la
violencia que ejercían esos hombres porque
sólo el hecho de ser hombres los creía dueños de todo.
– Pasá querida, pasá– le dijo Ofelia
con ese tono que no es del sur ni del norte de la provincia, sino de ese país de
América que Marta tampoco recuerda el nombre ni sabe en qué parte del mapa
está.
– ¿Cómo anda hermana? Disculpe
la molestia– le salió a Marta como susurrando al oído.
– Pero Martita no es ninguna
molestia, por favor. ¿Tomás un tecito?– ofreció la monja que supo que la visita
no iba a ser como la de los médicos. A ver contáme, ¿en qué andas, qué te trae
por acá?, preguntó de espaldas a la mesa y a las sillas donde se acomodó Marta.
Fue una instante en que sólo se sintió el chorro de agua entrando en la
caldera, el yesquero encendiendo la hornalla, el roce de las tazas, el
azucarero, la heladera que Ofelia abrió para sacar el limón, la puerta del
armario y el papel de las galletitas que abrió. Marta no contestó. Contenía el
llanto mientras la monja pensaba cómo tantear el asunto que cada vez se cobraba
más víctimas en el pueblo. De todas las hermanas Ofelia era la que tenía más
tacto para tratar con el dolor.
–
Pasé toda la tarde de ayer haciendo mandados, cocinando, fui a buscar a Camilita
a la escuela, me preocupé por tener la cena pronta para cuando él viniera, lavé
tres cuerdas de ropa– vomitó Marta después de su silencio. Pero se enojó cuando
le pregunté por qué había llegado tan tarde y porque le eché en cara que había estado
en el bar tomando, entonces me tiró el plato con el guiso en la cara y cinchó
el mantel con los vasos, los cubiertos, la jarra de agua que voló y mojó todo,
entonces Camila que estaba ahí, se puso a llorar y él gritaba más y más, y me
decía que era una perra, que no tenía que importarme un carajo si había ido al
bar, que era una reverenda puta, rompió en llanto Marta.
–¿Entiende
hermana, entiende? Me dijo puta adelante de la nena, me cinchó de los pelos y
me dio una bofetada. Yo no aguanto más Ofelia, no aguanto más y no sé qué
hacer. La monja le agarró la mano, la trató de calmar y la quiso convencer.
–
Tenés que denunciarlo Marta, tenés que denunciarlo. Yo te acompaño a la
comisaría.
–
Pero y si se entera y me mata– la cortó Marta ahogada en el llanto.
–
No podés seguir así querida, le estás dando tiempo a que reaccione cada vez
peor y el asunto llegue a lo más tremendo. ¡Ah Dios no lo permita!– se persignó
la monja mirando el techo como hablándole al mismo Dios. Mirá lo que le pasó a
Patricia y a Graciela y a Julieta y a Rosa– enumeró, y la lista hubiera seguido
pero Ofelia no sabía de otros nombres. Hacía ocho meses había aparecido el
cadáver de Rosa machucado de tanto golpe por su marido Cacho, un año y medio
antes el de Graciela, en julio de 2001 el de Patricia y en marzo del año
anterior el de Julieta. Desde que Ofelia había llegado al pueblo, morían más
mujeres por violencia que vacas y cabras y ovejas por las sequías.
–
¿Y dónde está Camilita ahora? – quiso saber la monja.
–
La dejé en la casa de mi vecina hoy de mañana, ni bien pude escaparme mientras
él dormía.
–
¿Querés que la vayamos a buscar y te quedas acá, por lo menos esta noche?
–
No sé Ofelia, no sé– dijo Marta intentando sostener el temblor de las manos y
secándose las lágrimas. Seguro el Carlos ya está buscándome por el pueblo,
porque no estuve en todo el día. Y tengo
miedo hermana, tengo miedo– largo de nuevo el llanto.
–
Vení, vení– la levantó Ofelia de la silla y la tomó del brazo. Vamos a la
capilla, por lo menos allí te vas a calmar un poco. Rezamos juntas. Respiras
profundo y tratas de tranquilizarte, ¿te parece?– propuso la monja. Entonces
las dos decidieron encender dos cabitos de vela, los únicos que le quedaban a
la estatua de la virgencita de Cacupé, la patrona inmaculada que Ofelia había
traído de sus tierras paraguayas.
–
Ella te va a ayudar, te va a ayudar– repitió la hermana acariciándole el pelo. Pero
ese hombre no puede seguir en tu casa ni un día más Marta. Por vos, por tu nena.
Tu hija te necesita. Tenés que hacer la denuncia, no podés seguir así, no
podés, insistió Ofelia antes de que Marta se hiciera la señal de la cruz y las
dos empezaran el Ave María y el Padre Nuestro, y de sentir a Tristán furioso,
en otra rabia perversa. Había anochecido cuando golpearon a la puerta. Se
miraron. Ninguna se decidió a moverse.
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