martes, 22 de agosto de 2017

El asunto en el que ni Dios se mete

Esa mañana Marta traía los ojos inflamados. Golpeó las manos y sacó a Tristán de la somnolencia que le ataca siempre por echarse al sol. Ladró. Nadie salió. Las manos insistieron apenas más fuerte. Tristán siguió con ese ladrido seco, ensimismado ahora en esa rabia que le sale a todo perro cuando alguien que no conoce se le para enfrente y quiere avanzar en su terreno. Aunque la mujer ni siquiera estaba segura si estar allí era lo correcto. Entonces pegó la vuelta y se marchó por el mismo camino de pedregullo calculando que los jueves a Ofelia le tocaba atender la biblioteca. Así que estaría enredada entre archivos, papeles y libros y esa pantalla grande que tiene un teclado y un ratón de juguete que Marta no sabe usar, atendiendo alguna llamada, aunque nadie levanta el tubo para pedir un libro. En el pueblo son pocos los que leen. A pesar de que las hermanas de la Misericordia todos los años renuevan los estantes con novelas y cuentos y algún ejemplar de historia o esos libros de autoayuda que alguna vez la misma Ofelia le ofreció leer a Marta.

Clarita, la que se parece menos a una monja y la más joven, siguió Marta calculando, estaría asistiendo a Marco en sus clases de primaria. Marco es el único niño autista en el pueblo. Sarita, la más veterana, estaría en el instituto que atiende a los chicos diferentes porque discapacitados es una palabra difícil para Marta que apenas sabe leer y escribir. Y Ana estaba de viaje por Almagro, había oído, en otra misión y con otras monjas.

Caminó sin saber a dónde en busca de algo que ni ella supo en ese instante. Atinó a entrar al almacén y pedirle un vaso de agua a Nino. Pero se daría cuenta de sus ojos inflamados y otra vez insistiría en meterse en el asunto. Además del cura Juan, el almacenero era el único hombre bueno que ella conocía, y hacía lo que fuera por defenderla y sacarla de esa vida perra. Así le decía Nino a la vida que llevaba Marta. Pero ella decía que no, que era una locura, porque mirá si el Carlos te lastima. Y aunque Nino es más joven, laburante y tiene cara de bueno, y le jura amor, felicidad y bienestar, es igual que todos. Marta está harta del palabrerío, de las promesas incumplidas. De los hombres. Hasta de Dios porque si realmente existiera ella no estaría pasando por eso.

Siguió caminando y esquivando pozos. Pensó en el banco de la plaza para aliviar el cansancio, para matar el tiempo, pero no. La plaza está rodeada de viejas que viven al alpiste de la vida ajena, como si no hubiera nada más que hacer en el pueblo, y su cara hinchada les daría motivo suficiente para estirar la lengua y meterse en el asunto. El que venía soportando hacía ya un tiempo. Ocho meses, diez, un año. O no. Eran dos en realidad, porque estaba embarazada de Camila cuando Carlos le dio la primera cachetada. 
– Buen día– se escuchó la voz de Mara, la modista del pueblo, saludando a la anciana de bastón que dice ser curandera y de la que Marta nunca supo el nombre, ni tampoco le interesa porque mucho menos cree en esas cosas.

– ¡Bueno!– gritó un hombre desde un camión al mecánico que pitaba un tabaco desde la puerta del taller, en ese tramo en que ella caminaba de cabeza gacha para evitar cualquier saludo, cualquier mirada, y apuraba el paso hacia la canilla del patio del fondo de la escuela, en esa hora en que el timbre del recreo sonó hace rato y para el de salida todavía falta. Tomó agua como si nunca lo hubiera hecho. Le resultó fresca. Se mojó la nuca, el pelo y la cara aunque sabía que a los ojos no los desinflamaba por un buen rato, por todo el día. Seguiría llorando si no fuese porque en la calle cualquiera vecino podía verla e irle a Carlos con el cuento. Marta quería esconderse de él, de su hija, del vecindario, del cura, de Dios, del mundo entero. De ella misma.

Caminó hacia el este, para el lado del río. Buscó la sombra debajo de ese árbol que alguien, alguna vez le había dicho que era un sauce llorón, porque se le ocurrió que al menos él la acompañaría en ese malestar. Y lloró. Lloró por esa mujer que la trajo al mundo y la dejó más de doce horas tirada en un tacho de basura –o al menos eso fue lo que le contaron en la institución de niños huérfanos de donde más tarde se escapó–. Lloró por una vida sin hermanos, ni abuelos, ni tíos ni primos siquiera, ni un afecto; por los años que tuvo que vender su cuerpo para comer cuando apenas tuvo quince; por esa hija que parió sin ganas por culpa de la violación del hijo de puta que dijo ser su padre, por el bebé que perdió por tanto maltrato de ese cretino que le prometió felicidad para siempre y ahora le gritaba y le decía puta y le daba con un cinto cuando se emborrachaba. Marta nunca supo defenderse. De nada ni de nadie. Ni de ella misma cuando le daba al paco y al alcohol, por tanto odio con su propia vida y la idea del suicidio que tuvo desde niña, y jamás concretó por la debilidad de decidir las cosas y tanta vergüenza junta. Marta no sabía decidir y vivía con vergüenza. Ese día no le quedó lágrima para soltar debajo del sauce, que aunque fuera llorón, no sufría tanto. Pasaron dos horas, tres. No supo. Cuando el sol la fastidió caminó, a paso lento, hacia a la casa de esas cuatro mujeres que no usan hábito y son la referencia del pueblo.

Golpeó de nuevo a la hora de la siesta. Lo más sagrado en San Miguel aun para las monjas. Ni una mosca volaba en el ambiente, se dio cuenta Marta cuando avanzó para husmear adentro de la casa antes que le entrara el miedo por ese perro sin raza que le mostró los dientes. Pero no era malo, le habían dicho. Tú eres bueno atinó a calmarlo sin tocarlo mientras pensaba cómo era posible que Sarita no escuchara a Tristán, si poco más que le salía espuma de la boca. Marta había escuchado que los perros largaban una espuma blanca de tanta rabia. O lo había visto en una película, o lo había soñado, quiso recordar cuando al fin Ofelia se asomó. A la monja le alcanzó verle la cara para saber que algo, que tenía ver con Carlos y ese asunto, no andaba bien. El mismo que sufrían varias mujeres en San Miguel, y sin embargo, no había remedio ni curación ni explicación para entender la violencia que ejercían esos  hombres porque sólo el hecho de ser hombres los creía dueños de todo. 

– Pasá querida, pasá– le dijo Ofelia con ese tono que no es del sur ni del norte de la provincia, sino de ese país de América que Marta tampoco recuerda el nombre ni sabe en qué parte del mapa está.
– ¿Cómo anda hermana? Disculpe la molestia–  le salió  a Marta como susurrando al oído.
– Pero Martita no es ninguna molestia, por favor. ¿Tomás un tecito?– ofreció la monja que supo que la visita no iba a ser como la de los médicos. A ver contáme, ¿en qué andas, qué te trae por acá?, preguntó de espaldas a la mesa y a las sillas donde se acomodó Marta. Fue una instante en que sólo se sintió el chorro de agua entrando en la caldera, el yesquero encendiendo la hornalla, el roce de las tazas, el azucarero, la heladera que Ofelia abrió para sacar el limón, la puerta del armario y el papel de las galletitas que abrió. Marta no contestó. Contenía el llanto mientras la monja pensaba cómo tantear el asunto que cada vez se cobraba más víctimas en el pueblo. De todas las hermanas Ofelia era la que tenía más tacto para tratar con el dolor.

– Pasé toda la tarde de ayer haciendo mandados, cocinando, fui a buscar a Camilita a la escuela, me preocupé por tener la cena pronta para cuando él viniera, lavé tres cuerdas de ropa– vomitó Marta después de su silencio. Pero se enojó cuando le pregunté por qué había llegado tan tarde y porque le eché en cara que había estado en el bar tomando, entonces me tiró el plato con el guiso en la cara y cinchó el mantel con los vasos, los cubiertos, la jarra de agua que voló y mojó todo, entonces Camila que estaba ahí, se puso a llorar y él gritaba más y más, y me decía que era una perra, que no tenía que importarme un carajo si había ido al bar, que era una reverenda puta, rompió en llanto Marta.  

–¿Entiende hermana, entiende? Me dijo puta adelante de la nena, me cinchó de los pelos y me dio una bofetada. Yo no aguanto más Ofelia, no aguanto más y no sé qué hacer. La monja le agarró la mano, la trató de calmar y la quiso convencer.
– Tenés que denunciarlo Marta, tenés que denunciarlo. Yo te acompaño a la comisaría.
– Pero y si se entera y me mata– la cortó Marta ahogada en el llanto.
– No podés seguir así querida, le estás dando tiempo a que reaccione cada vez peor y el asunto llegue a lo más tremendo. ¡Ah Dios no lo permita!– se persignó la monja mirando el techo como hablándole al mismo Dios. Mirá lo que le pasó a Patricia y a Graciela y a Julieta y a Rosa– enumeró, y la lista hubiera seguido pero Ofelia no sabía de otros nombres. Hacía ocho meses había aparecido el cadáver de Rosa machucado de tanto golpe por su marido Cacho, un año y medio antes el de Graciela, en julio de 2001 el de Patricia y en marzo del año anterior el de Julieta. Desde que Ofelia había llegado al pueblo, morían más mujeres por violencia que vacas y cabras y ovejas por las sequías.   
– ¿Y dónde está Camilita ahora? – quiso saber la monja.
– La dejé en la casa de mi vecina hoy de mañana, ni bien pude escaparme mientras él dormía.
– ¿Querés que la vayamos a buscar y te quedas acá, por lo menos esta noche?
– No sé Ofelia, no sé– dijo Marta intentando sostener el temblor de las manos y secándose las lágrimas. Seguro el Carlos ya está buscándome por el pueblo, porque no estuve en todo el día.  Y tengo miedo hermana, tengo miedo– largo de nuevo el llanto.

– Vení, vení– la levantó Ofelia de la silla y la tomó del brazo. Vamos a la capilla, por lo menos allí te vas a calmar un poco. Rezamos juntas. Respiras profundo y tratas de tranquilizarte, ¿te parece?– propuso la monja. Entonces las dos decidieron encender dos cabitos de vela, los únicos que le quedaban a la estatua de la virgencita de Cacupé, la patrona inmaculada que Ofelia había traído de sus tierras paraguayas.  
– Ella te va a ayudar, te va a ayudar– repitió la hermana acariciándole el pelo. Pero ese hombre no puede seguir en tu casa ni un día más Marta. Por vos, por tu nena. Tu hija te necesita. Tenés que hacer la denuncia, no podés seguir así, no podés, insistió Ofelia antes de que Marta se hiciera la señal de la cruz y las dos empezaran el Ave María y el Padre Nuestro, y de sentir a Tristán furioso, en otra rabia perversa. Había anochecido cuando golpearon a la puerta. Se miraron. Ninguna se decidió a moverse.


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