Encendí la lámpara que alumbra
apenas. Elegí un vaso largo y dos cubitos. Sólo dos. Abrí la ventana. Me acordé de esos cigarros que tienen un sabor distinto y guardo hace meses en uno de mis
cajones porque alguien me los regaló por no tirarlos, y yo fumo cuando necesito aliviar la pena. Entonces me
quedé ahí, en la ventana, con medio cuerpo afuera y medio adentro, sintiendo el
frío de la pared, pitando, tragando el sabor amargo del whisky –necesitaba sentir
que ése trago me quemara por dentro y que el humo del cigarro saliera por mi
nariz como liberándome de tanta mierda que a veces no me deja respirar–. Me
quedé ahí, con la luna de testigo, sintiendo el aire caliente y húmedo de la
noche. Con su silencio.
Mi silencio.
Mi silencio.
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