“Borra infancia
aprendiendo en bellas artes a
crecer,
con pechos de rosales sin
espinas,
agua marina,
Anaclara…”
Daniel Viglietti
Anaclara.
Hacía años que ellos estaban juntos. Mi amiga Naty y Rodolfo fueron de esos que se hicieron noviecitos en la escuela y después
siguieron y siguieron. Se hicieron grandes, pelotudos en verdad, y el amor
fluyó, cada día, como una nueva conquista. El noviazgo transcurrió entre idas y
venidas por las distancias. Ella se fue a estudiar a la capital y compartió
apartamento y (experiencias) con más amigas, él vivió un poco con sus padres y
otro poco con amigos, hasta que el tiempo hizo que se reencontraran. Entonces
compartieron techo, llaves que abrieron las mismas puertas, cama, mesas con almuerzos
y cenas, y hasta cepillos de dientes. El amor tomó la forma cotidiana y el
proyecto de una cosa y otra y otra. Y de los sueños. Pero la vida les jugó una
mala pasada y los separó de nuevo, sólo por distancia. Él se hizo ingeniero,
trabajó acá y allá, cruzó puentes, ríos, campos. Ella lo siguió, sólo a
veces, porque terminó su carrera y consiguió trabajo en la otra punta del mapa
de donde estaba él. Ahí es que el amor tomó potencia. Se extrañaron como nunca
y viajaron miles de kilómetros para verse una hora, dos, un día. Y así, medio a
la distancia y en los ratos cortos pero intensos, transformaron ese sueño en familia. Entonces llegó esa nena, que
ya camina hace rato, y mi amiga le dio nombre por esa canción que escuchó hasta
el cansancio por su incondicionalidad a Daniel Viglietti. Y le dio otra forma a ese amor que
nació cuando Naty y Rodo eran gurisitos y, a esa altura, se sabían de memoria, a pesar de la distancia, las idas y venidas. Anaclara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario