La muy hija de puta siempre nos
sorprende. Cómo decirle que no, que ahora no, que aún no estamos prontos. Cómo
explicarle que ese ser es de nuestra sangre, nos pertenece. O no, pero es bien
cercano y lo queremos y lo necesitamos. Cómo hacerle entender que si bien lo
sabemos, que ella en algún momento llega, no estamos preparados. En realidad,
no se está preparado para perder a un ser querido, un amor, un amigo, un
familiar, un compañero. Que en realidad eso no se nos enseña. En la vida muchas
cosas se nos enseña. La vida misma nos enseña. Pero aceptarla a ella no. Nunca,
jamás. Nadie quiere hacerlo. Es que vivir con ella, es lo más doloroso para el
ser humano. Por más que digan que ese cuerpo está enfermo, cansado, desgastado,
maltratado de tanto fármaco y droga, y viejo y ya cumplió su ciclo. Y, a pesar,
de que sabemos que ese cuerpo, muchas veces la merece porque más vale que se acuerde
del él antes que siga sufriendo. Pero
no. Igual, como sea, ella es la enemiga. Ella es una perra. Una maldita perra.
Todos los días se lleva un
cuerpo. Hoy se fue Emilio (y seguro otros tantos en algún otro lugar del
planeta), el papá de Jorge. Jorge, un primo, un amigo, un maestro –por sus años
de docencia y por sus sabias explicaciones de la vida–. Un padre que no fue. Que yo sí adopté. Parece… Parece un
hombre “sabio”, me murmuró Clara con timidez cuando lo conoció. Tenía 12 años. Era la definición perfecta. Ésa que yo no sabía precisar. Sabe cada detalle
de lo que sea y lo explica con delicadeza, detenimiento, atención. Y él sabía
que, tarde o temprano, la muerte vendría por Emilio. Y fue, quizás, justa. Un poco
justa. O quizás del todo justa. Emilio tenía 91 años. Y las nanas en su cuerpo lo
estaban atacando sin que supiera lo que era sufrir. Es el único consuelo de su
hijo y quienes los conocimos. Navegó. Navegó por la vida cuánto quiso y pudo. Conocía el mar como la palma de su mano. Y muchas veces le hizo frente. Los barcos eran su debilidad.
Lo cierto es que el corazón
manda. Ordena hasta cuando bombear el cuerpo.
Hasta que a la muerte se le antoje y se lleve el cuerpo a la tumba (por
eso odiamos, la gran mayoría, los cementerios; nos recuerda que allí está el
cuerpo) y el alma vaya a saber a dónde. Seguramente a algún lugar del cielo. Al
menos el de esa alma buena. Así es la vida. Sencillamente así. Quienes quedamos,
cuando un cuerpo se nos va, debemos acostumbrarnos a convivir con la muerte. Con
esa ausencia, con ese dolor que el tiempo se encarga, lentamente, muy
lentamente, de suavizar. Después de todo, como decía Mario [Benedetti], la
muerte es un síntoma de que hubo vida.
Cementerio de La Teja. Setiembre, 2011.
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