Jueves
10
El candado se cerró para
siempre. Las llaves volaron por el aire y cayeron en algún lugar, lejos. En un
techo, sobre una ventana o tal vez dentro de una planta, o sobre algunos de
esos escalones de hierro que, juntos uno sobre el otro, forman como un caracol
y llevan a una azotea de alguna casa. Quién sabe. Pao y Nacho figuran dentro de
un corazón hecho por él mismo, sobre el metal brillante de un candado. Lo hizo la
noche anterior cuando planificaron ir a esa fuente que acumula candados para
seguir la leyenda. La que dice que al colocar un candado en la fuente con las
iniciales o los nombres de dos personas que se aman, volverán juntas a visitarla
y su amor vivirá para siempre. Nacho no cree en eso pero hace los que sea para
ver feliz a Pao. Entonces celebran por esas llaves que nadie sabe a dónde
fueron a parar y el candado que quedó en la fuente. Por el día en que la vida
los cruzó y se ennoviaron, y ahora que decidieron vivir juntos por todo lo que
vendrá: los viajes, la casa, los hijos. Por el amor. Por todo junto.
Malena
está por tomar un café. O una cerveza. Elige una mesa afuera. Las de adentro le
avivan la memoria por ese amor que ya no está. El boliche es puro recuerdo. En
otra mesa parece que Carlitos también va tomar un café. Lleva un traje marrón y lujoso y un sombrero a tono. Una estampa el Mago de los tangos que posa para los
extranjeros y algún lunático como esa vieja despeinada con chaqueta y pollera a
cuadros y unos dientes menos, que lo abraza y sonríe para una foto que nadie
saca. Malena espera al mozo y mira. A la mujer que le sonríe a nadie pero a
todo el que pasa –pobre tipa piensa–, a Pao y Nacho que se besan frente a ella.
No es la primera vez que a Malena se le cruzan parejas que caminan de la mano o
se frenan por un beso, cuando ella tiene el corazón roto. El recuerdo de él se
le viene encima. Su rostro, su piel, su sonrisa, sus pestañas largas, su
mirada, sus caricias, su olor, sus abrazos, sus curvas, la química de sus
cuerpos cuando se encontraban. Malena
seguiría abriendo las puertas de esa casa, la de él. Pero ya no tiene llaves. Ahora
él quiere estar solo. Aunque la quiere, y aun sabiendo ella que en realidad, él
no está solo.
Los
parlantes del boliche largan acordes. Una guitarra, un piano y un bandoneón que
le erizan la piel a ella cuando el mozo aparece, por fin, con la Stella, porque
qué mejor que el alcohol para matar las penas. Una morocha de labios rojos (un
rojo bien furioso), moño grande, vestido ajustado y tacos finos se deja llevar
por un caballero de pelo engominado y traje gris, mientras Carlitos entona. Malena –la de la
canción– canta el tango como ninguna y en
cada verso pone su corazón-. Malena –la de piel y hueso– aprieta los labios
para atajar las emociones que no quiere soltar delante de la gente y los
bailarines que no paran de girar, y porque él no se merece ninguna lágrima. Ni
una.
A
ella le gusta el tango y lleva ese nombre porque su viejo era un fanático de
ese tema y de El Mago. A Malena que no canta el tango, pero como la de la
canción tiene los ojos oscuros como el olvido y los labios apretados como el rencor,
le muerde la rabia y la furia y la tristeza y el dolor por ese hombre que la quiere,
pero no se la juega por el amor que ambos sienten. Un amor sin duda.
Tus
tangos son criaturas abandonadas que cruzan sobre el barro del callejón cuando
todas las puertas están cerradas, canta Carlitos. La puerta que
me cerraron, piensa Malena y toma otro trago. Malena se convence que ya está,
que por algo pasó, que el amor no es para siempre y que no todas las parejas
que sellan sus nombres en candados siguen siendo parejas, o sí. Quizás sólo ella tenga mala
suerte con el amor eterno. Si es que existe el amor eterno.
Malena controla el llanto que sabe
largará al día siguiente cuando vea a la mujer que lleva el mismo nombre que la
rubia de la botella pero con E. Malena llegará al consultorio de siempre. Se sentará en el
sofá de siempre. El de tres cuerpos. Se abrazará a un almohadón como siempre.
La rubia de rulos largos sentada en el sillón de un cuerpo, el de enfrente, que
la analiza una vez por semana, le preguntará cómo está, cómo estuvo la semana.
Malena respirará profundo. “Solté lo que tenía que soltar”, dirá con las
lágrimas corriéndole por las mejillas. Cómo te sentís con eso, será la próxima
pregunta de la terapeuta. Malena respirará hondo de nuevo. Quedará muda unos
minutos, una eternidad para ella, frente a la mirada intimidante de Estela. Cómo me siento con eso… se dice
en voz alta cuando mira al mozo y le pide otra Stella, adelantándose a la próxima
pregunta que sabe, la otra Estela, le hará. Cómo contárselo, cómo ganarle a ese
dolor que le causa el desprendimiento de ese amor, de esas llaves, y le duele como
cuando el corazón de un ser querido deja de latir. Como si alguien hubiera
muerto.
Martes
8
Suena el despertador. Abre los
ojos. Toma conciencia. Sabe que hoy el día no va a ser fácil. Le cae un
mensaje. Es él. Le confirma que a partir de mediodía estará en la casa. Que la
espera. Quiero devolverte la llave, le escribió ella unos días antes. Es que
seguir así no tiene sentido. Lo extraña, pero sabe que en algo anda. Ella baja
del bondi. Camina cinco cuadras con las manos en los bolsillos. En el derecho,
las llaves que ya no le pertenecen. Las envuelve en el puño, las aprieta. Las
piernas le tiemblan. Llega al edificio. La puerta está abierta. Justo hoy está
abierta. No necesita llave para abrir. La doña que limpia el edifico le devuelve
una sonrisa sutil a sus buenos días. Hace tiempo no me ve, piensa. Para en el
primer piso. Afloja las piernas. Siente como si el corazón se le fuera a
desprender del pecho. Cierra los ojos. Respira. Toca timbre en el 17. Para qué
usar la llave si ya no le pertenece, si él está adentro. Su cara no es buena.
Me había dormido, le cuenta después de apretarle la mejilla con un beso y
rozarla con la barba que se dejó. Se sientan, se miran.
– ¿Cómo estás? ¿Cómo vas con tu
nuevo viaje? –es directa. Para qué andar con vueltas si sabe todo. Estaba segura
que iba a ser ella la que rompiera el hielo.
– No te quiero lastimar– se
ataja él con cara de niño abandonado.
– Está todo bien, Chiqui– lo
nombra como él la llama a ella. Pero, ¿te pensás que soy estúpida, que no se sé
que estás con alguien?
Él queda perplejo y no es así,
se defiende cuando ella nombra la traición. Que no, que la quiere, que
sigue en su mente. Que nunca va a tener tanta química con otra mujer como con ella. Que si queres quédate
con las llaves, pero para qué. ¿Para entrar y verte con otra?, no duda ella mientras
él se emperra en recordar el viaje en barco y el de la costa que él no conocía
y la orquesta de tango y el tren y los subtes y los helados.
Malena quiere creerle, pero le
cuesta. Detesta absolutamente todo en ese instante. Su casa, su mascota, el mundo entero. A
él. Y para frenar la bronca abre la sidra que compró en alguna fiesta y sigue en
la heladera. Es que tampoco permitirá que la tome con la otra. Por qué no celebrar,
entonces, que se conocieron y todo lo que vivieron. Y el corcho revienta en el
techo con la misma furia descontrolada, la de ella que enseguida hace
sonar las copas, aunque a él le parezca más loco que abrazarla y decirle que la
sigue queriendo, a pesar de que no es hombre de compromisos serios ni lazos
afectivos tan intensos que pueda sostener. Y que está con otra.
–Perdóname Chiqui– dice él
sosteniéndole la cara son sus manos como cuando le partía la boca de un beso. Ahora
es él el que sostiene el llanto y la abraza de nuevo, bien fuerte, sin percatarse
que ella le echa un vistazo al cuadro que compraron juntos, al equipo de música
del que sonaron los diecinueve días y las quinientas noches, esas noches interminables
con cervezas y vinos y forros, entre películas que rememora cuando los ojos se
topan con la pantalla grande, a esa altura, hinchados por el dolor que cala
hondo en todo el cuerpo, lo siente ella cuando se levanta, pasa por el escritorio
y ve las llaves, las que fueron de ella, y sin mirar hacia atrás dice adiós
para siempre.
Jueves
10
La fuente está rodeada de
turistas y curiosos. Las iniciales V y G se estampan en un candado dorado.
Quizás Vivi y Guille, tal vez Vero y Germán o Valerio y Guillermina. Son cientos los nombres e iniciales que se
prometen amor para siempre, pero Malena
sabe que eso es puro verso –como se llama la librería que está a media cuadra–.
Malena no cree en el amor ni mucho menos en esa estúpida leyenda del candado y
las llaves y la fuente y el amor para siempre. Para Malena no hay forever.
La
guitarra sigue sonando desde los parlantes. El bandoneón hace lo suyo. El
hombre de traje gris –como el de la canción de Joaquín que Malena escuchaba con
él (todo lo asocia con él)– hace girar a
la mujer del moño y zapatos en punta. Le engancha una pierna sobre la de ella
como una caricia y la roza con el mocasín, también en punta. Cabecean, giran,
se frenan, dan un paso atrás, otro al costado, él acomoda una mano en la
cintura de ella. La bailarina hace lo mismo con su mano en la espalda de él.
Sus otras manos se aprietan y quedan en el aire. Sudan. El tango los guía como
a Malena la Stella por la furia y dolor de ese romance que quiso y no pudo ser
y solo nombra cuando se pone triste con
el alcohol, canta Carlitos.
Son varios los que paran a ver
el espectáculo que para Malena es patético. Todo a ella le resulta patético. La
vieja despeinada de chaqueta y pollera a cuadros sigue posando para fotos que
nadie saca. Y abraza a El Mago porque nunca imaginó que iba sentarse a su lado.
¡Carlitos!, suelta mirando a Malena.
–¿No tenés vos una cámara?– le
pregunta para robar una imagen que jamás verá porque aunque alguien la saque no
tiene cómo guardarla.
Malena toma los últimos tragos
y contiene el llanto que la amenaza de nuevo porque Nacho y Pao empalagan con
tantos besos. Malena quisiera levantarse y decirles que no es lo que ellos
piensan, que el color de rosas del principio después se desvanece, que convivir
es otra cosa, que fregar platos y hacer mandados, que el espacio de uno y de
otro y que hay que salir y hacer cosas nuevas porque la rutina, y la confianza
y las mentiras piadosas, otra vez
recuerda Malena las canciones de Joaquín y a él, y las tardes enteras debajo de
las sábanas y las pizzas y fainás entre caricias y la noche del porro.
De la guitarra sale el último
acorde de Malena. Los bailarines
hacen el último paso, a Pao se le cae el candado que Malena alcanza a ver de
cerca. Debajo de sus nombres, dentro del corazón, Nacho escribió una fecha. Seguramente
cuando ellos decidieron sellaron su amor en un candado sin llaves. La mismísima
fecha que Malena se quedó sin las de ese amor. Y ahora, como la de la canción,
tiene pena de bandoneón, cierra Carlitos en el instante que un alquien la
sorprende:
– Chiqui, no me darías una
monedita pa’ el bondi–estira la i un pichi que le ruega con las palmas juntas,
debajo del mentón. ¡Por favor Chiqui!
–No tengo flaco, no tengo–
responde atónita y con la voz quebrada, sin sacar del bolsillo del saco las
manos en busca de esas llaves que ya no están.
Entonces Malena no puede. No
puede con el llanto ni la pena ni el amor.
Fuente
del Bar Facal. Montevideo. 2014.
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