miércoles, 21 de junio de 2017

Cuando se trata de usted, yo me quedo sin palabras

A los seis años, a Fernando le vinieron con un paquete más grande que él. Fue en la casa de sus abuelos, donde vivía. Había un zaguán, una puerta de cancel, las habitaciones al costado y un patio. Desde el patio vio que sus padres llegaban con un paquete que era prácticamente de su altura, y le dijeron: “Esto es para vos”. Fernando nunca pensó en un regalo tan grande, envuelto en ese papel azul duro, de embalaje. Tampoco podía imaginar que era una guitarra. Y con ella, un libro de solfeo y un cuaderno con pentagramas. La semana que viene vas a empezar a tomar clases a cien metros de acá [de su casa], le dijeron sus padres. Con Noemi, una joven argentina de unos 25 años que se había instalado en el barrio hacía muy poquito.

Noemi había puesto un cartel grande de metal en la puerta de esa casa convertida en conservatorio que decía: “Se dan clases de acordeón, guitarra y piano”. Fernando no tuvo opción. Tampoco se le cruzó por la cabeza contradecir a sus mayores, discutir una posición de los adultos, para él estaba fuera de toda posibilidad. Entonces paralelo a la primaria y a treparse a los árboles y a andar en bicicleta con sus primos, empezó a conocer la guitarra y a tocarla. Sin demasiadas ganas. El solfeo era tedioso. Con Noemi, el niño tímido empezó a tocar canciones del folklorismo, de los Chalchaleros, de Atahualpa Yapanqui. Y más tarde a Zitarrosa. Recordándote fue la primera canción de Alfredo que Noemi le enseñó.  A sus padres, pero sobre todo su madre, le gustaban la bossa nova. El padre era una fanático del tango. Mirá, mira esa canción, le decía cada vez que la radio pasaba un tema que a él le gustaba, durante los viajes que hacían juntos en el camión recorriendo Uruguay. El padre era camionero. El niño paraba la oreja cuando los acordes le llamaban la atención. Y escuchaba.

Tenía musicalidad y cantaba afinado. Por eso el profesor de coro del Maturana, le decía: "Cabrerita quédate, no te vayas". En el liceo tampoco tuvo opción. Hacía el coro a “regañadientes” mordiéndose las ganas, todo el tiempo, de patear una bola en el patio de su casa, en un campito, en lo verde inmenso del Prado. Además pensaba que después de todo, por qué si era tan bueno el profesor lo tenía en la segunda voz del coro y no en la primera. Es que la segunda voz, en realidad no era para cualquiera. Era la más difícil. En ese tiempo Fernando se sumergió en la música de Osiris Castillo, de Aníbal Sampayo. En el liceo andaba siempre buscando con quien juntarse. Con el muchachito que tocaba el violín, por ejemplo, para ver qué podían hacer juntos. Y recorría media ciudad en busca de un disco.  Al  Palacio de la Música de Paso Molino iba a buscar los discos  de los Beatles.

Desde los seis años vivió así, sin imaginar lo que la música significaría para su vida. Fernando no recuerda una época en su vida en que no hubiera estado vinculado a la  música de una manera muy natural. Tampoco se acuerda cómo hizo la primera canción ni cómo se lo propuso. “Creo que debo de haber dicho, bueno por qué no intentar hacer una canción si toco desde niño”, contó. La hizo, y hoy sigue siendo así. Siempre se le ocurren ideas. En la casa, dice, tiene vasos y recipientes llenos de lápices y gomas y sacapuntas  por todos lados. Y hojas y blog y cuadernos y pedazos de papeles con una frase o media estrofa, y fragmentos que van formando un caudal de cosas. “Puedo vivir cien años más que no preciso componer, porque tengo millones de ideas para terminar, pero el punta pie inicial ya está”, dice. Cuando Fernando va caminando por la calle, se sienta en un bar o se va de viaje, lleva siempre un papelito y una lapicera. Aunque las ideas se le duerman, aunque, no escriba nada en ese momento. En su cabeza tiene una especie de flujo musical que no para nunca. El cerebro está desarrollando todo el tiempo, se ríe. Pensando en una armonía,  en un acorde. Creo que no me vuelve loco, ríe de nuevo. O más eso es lo que lo salva, se corrige. La música lo salva.

La guitarra que lo acompañó en la noche de ayer no era tan grande como la que le regalaron de gurí. Y se abrazó a ella y cantó:

“Te abracé en la noche
era un abrazo de despedida
te ibas de mi vida

Te atrapó la noche
la oscuridad traga y no convida
quedé a la deriva

Tal vez fue un derroche
los sentimientos más bendecidos
flotan como idos…”


Con esa se despidió. 


Fernando Cabrera en la Sala Hugo Balzo del Auditorio del Sodre, anoche, en el ciclo “Rueda” creado por Música de la Tierra, una propuesta con un formato intimista, un concierto-entrevista, dirigido por el periodista Diego Barnabé. 

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