A los seis años, a Fernando le
vinieron con un paquete más grande que él. Fue en la casa de sus abuelos, donde
vivía. Había un zaguán, una puerta de cancel, las habitaciones al costado y un patio.
Desde el patio vio que sus padres llegaban con un paquete que era
prácticamente de su altura, y le dijeron: “Esto es para vos”. Fernando nunca pensó en un regalo tan
grande, envuelto en ese papel azul duro, de embalaje. Tampoco podía imaginar que
era una guitarra. Y con ella, un libro de solfeo y un cuaderno con pentagramas.
La semana que viene vas a empezar a tomar clases a cien metros de acá [de su
casa], le dijeron sus padres. Con Noemi, una joven argentina de unos 25 años que se había instalado en el
barrio hacía muy poquito.
Noemi había puesto un
cartel grande de metal en la puerta de esa casa convertida en conservatorio que
decía: “Se dan clases de acordeón, guitarra y piano”. Fernando no tuvo opción. Tampoco
se le cruzó por la cabeza contradecir a sus mayores, discutir una posición de
los adultos, para él estaba fuera de toda posibilidad. Entonces paralelo a la
primaria y a treparse a los árboles y a andar en bicicleta con sus primos, empezó
a conocer la guitarra y a tocarla. Sin demasiadas ganas. El solfeo era tedioso. Con
Noemi, el niño tímido empezó a tocar canciones del folklorismo, de los
Chalchaleros, de Atahualpa Yapanqui. Y más tarde a Zitarrosa. Recordándote fue la primera canción de
Alfredo que Noemi le enseñó. A sus
padres, pero sobre todo su madre, le gustaban la bossa nova. El padre era una
fanático del tango. Mirá, mira esa canción, le
decía cada vez que la radio pasaba un tema que a él le gustaba, durante los viajes que hacían juntos en el camión recorriendo Uruguay. El padre era camionero.
El niño paraba la oreja cuando los acordes le llamaban la atención. Y escuchaba.
Tenía musicalidad y cantaba
afinado. Por eso el profesor de coro del Maturana, le decía: "Cabrerita quédate,
no te vayas". En el liceo tampoco tuvo opción. Hacía el coro a “regañadientes” mordiéndose
las ganas, todo el tiempo, de patear una bola en el patio de su casa, en un
campito, en lo verde inmenso del Prado. Además pensaba que después de todo, por
qué si era tan bueno el profesor lo tenía en la segunda voz del coro y no en la
primera. Es que la segunda voz, en realidad no era para cualquiera. Era la más difícil.
En ese tiempo Fernando se sumergió en la música de Osiris Castillo, de Aníbal
Sampayo. En el liceo andaba siempre buscando con quien juntarse. Con el
muchachito que tocaba el violín, por ejemplo, para ver qué podían hacer juntos.
Y recorría media ciudad en busca de un disco.
Al Palacio de la Música de Paso Molino
iba a buscar los discos de los Beatles.
Desde los seis años vivió así,
sin imaginar lo que la música significaría para su vida. Fernando no recuerda
una época en su vida en que no hubiera estado vinculado a la música de una manera muy natural. Tampoco se
acuerda cómo hizo la primera canción ni cómo se lo propuso. “Creo que debo de
haber dicho, bueno por qué no intentar hacer una canción si toco desde niño”,
contó. La hizo, y hoy sigue siendo así. Siempre se le ocurren ideas. En la casa,
dice, tiene vasos y recipientes llenos de lápices y gomas y sacapuntas por todos lados. Y hojas y blog y cuadernos
y pedazos de papeles con una frase o media estrofa, y fragmentos que van
formando un caudal de cosas. “Puedo vivir cien años más que no preciso componer, porque tengo millones de
ideas para terminar, pero el punta pie inicial ya está”, dice. Cuando Fernando
va caminando por la calle, se sienta en un bar o se va de viaje, lleva siempre
un papelito y una lapicera. Aunque las ideas se le duerman, aunque, no escriba
nada en ese momento. En su cabeza tiene una especie de flujo musical que no
para nunca. El cerebro está desarrollando todo el tiempo, se ríe. Pensando en
una armonía, en un acorde. Creo que no
me vuelve loco, ríe de nuevo. O más eso es lo que lo salva, se corrige. La música lo
salva.
La guitarra que lo acompañó en
la noche de ayer no era tan grande como la que le regalaron de gurí. Y se
abrazó a ella y cantó:
“Te
abracé en la noche
era
un abrazo de despedida
te
ibas de mi vida
Te
atrapó la noche
la
oscuridad traga y no convida
quedé
a la deriva
Tal
vez fue un derroche
los
sentimientos más bendecidos
flotan
como idos…”
Con esa se despidió.
Fernando Cabrera en la Sala
Hugo Balzo del Auditorio del Sodre, anoche, en el ciclo “Rueda” creado por
Música de la Tierra, una propuesta con un formato intimista, un
concierto-entrevista, dirigido por el periodista Diego Barnabé.
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