martes, 12 de diciembre de 2017

El señor que afila para el asado del domingo

La cuidad y los otros

El tipo va pedalenado de calle en calle, de barrio en barrio, de pueblo en pueblo. Conoce el país gracias al oficio. Un oficio en extinción. Pero William Bentos es uno de los casi diez afiladores de Montevideo que se emperra día a día en que eso no suceda. Aunque asegura que sólo tres o cuatro viven de sacarle filo y brillo a cuánta tijera y cuchilla se les cruza en el camino.

Sonó el silbido. El que anuncia su llegada, su paso por el vecindario. El que rompe el silencio de la mañana de domingo en Ciudad Vieja (además del de los pocos bondis que trasladan a otros destinos). El que brota de sus labios y resopla en un pequeño instrumento que se parece a una armónica pero él prefiere llamar flauta. Es un flauteo, dice con la soltura de un hombre que conoce la calle más que la palma de su mano. Por culpa del flauteo le sangraban los labios cuando apenas sabía de aceros y fierros, y la bicicleta se le trancaba y los dedos se le acalambraban de tanto afirmarse a la afiladora y los nervios de principiante le hacían cortarse los dedos, todos los dedos. Cuando la adolescencia se le pasó en un abrir y cerrar de ojos y tuvo que encarar la vida. Por el ochenta y seis. “Pero le agarré la mano enseguida”, desafía el veterano no tan veterano de aventuras filosas. Es que lleva una vida de afilador. El tiempo que su país lleva de democracia. Y paradójicamente, mientras los exiliados regresaban, William no tuvo otra opción que agarrar lo necesario y marcharse, cruzar la orilla con una mano atrás y otra adelante. No había trabajo. Podía haber cruzado la frontera de Brasil, haber conocido una garota, enamorarse y tener trillizos. Terminar de electricista, de carpintero, de camionero. Pero nada es casualidad, dicen. El destino está marcado. El suyo era Buenos Aires.

¡Clarín, La Nación, diarios!, gritaba William en los trenes de Once para ganarse la vida. Allí conoció a Antonio, sin saber en ese entonces, que sería un pilar fundamental en su vida. Antonio fue su patrón, su maestro. Un viejo desvastador. Así se le llamaba a los afiladores. Antonio le enseñó el oficio (de origen español) con la condición que volviera a su país en 2 años. Es que él tenía ya la maldita experiencia de vivir veranos, primaveras, inviernos y otoños, alejado de su país. Antonio se reía cuando los labios de William sangraban. Ya te vas a acostumbrar, le repetía con aquel tono manso que caracterizaba al europeo cuando los trenes se desacomodaban y había que rebuscárselas. Qué hubiera sido de William si el descendiente de gallegos, que afiló cuchillos hasta que la guerra de España le permitió y luego pasó de ser un simple vendedor a canillita, no le se hubiera cruzado en el camino. Ni él lo sabe. Pocas veces lo pensó. Pocas veces lo imaginó.

Son las diez. Wiliam ya hizo trescientos pesos en apenas una cuadra.
– Cuánto sale afilar un cuchillo– le pregunta Adrián, un joven de jopo y jeans con cadenas. 
– Cien, amigo.
– Esto es así, viste. El trabajo viene solo. Te ven, te preguntan y cuando te querés acordar te piden que la próxima vez les toques timbre– dice mientras Adrián sube al tercer piso del último edificio de la cuadra, en busca del cuchillo artesanal con estuche de cuero que brilla de piedras preciosas.  
– “Es un regalo de un amigo”– aclara después el chico punk.
Siempre se engancha alguno en zonas como éstas donde los afiladores somos uno, dos, asegura mientras sus piernas giran en círculo y las manos de piel seca, degastadas y uñas negras, maniobran el cuchillo como Luisito Suárez con la pelota de un pie a otro, y le sonríe a las hijas del punk. William ya no mira la afiladora cuando saca chispas como hacía en el ochenta y ocho, cuando afianzó el oficio ya instalado en el Montevideo de cambios y augurios, después de una larga y terrorista dictadura. Promesa cumplida y el español loco de contento. A William la experiencia le sobraba, pero tuvo que hacer de tripas corazones para afianzarse como afilador.

– Tuve problemas con mucha gente, sobre todo con mi propia familia que me denegó–. Pero no hay cosa más linda que ser afilador, sigue. Te da bien para vivir, tenés tus horarios, vas a donde te pinte. A Pocitos, Buceo, Carrasco, Malvín, el Borro, Manga, Cuarenta Semanas, donde sea. En los barrios “bajos” es donde más se labura. “De repente no cobras el mismo precio, pero entro ahí, hago la plata necesaria y me voy”. Y en los barrios “pitucos” se trabaja muy bien. Allí William tiene su clientela. Otra gente, dice. Un mundo aparte. Allí William toca timbre y avisa: “¡El afilador!”. Le abren, pasa bicicleta adentro y la propietaria o, generalmente, la bolita o peruana que hacen lucir lo ya lujoso, le piden que vaya a la cocina y busque la cuchilla. La confianza es de años. Y esa misma va pasando de boca en boca, de puerta en puerta. William no usa tarjetas para entregar con su nombre y número de teléfono. Lo hizo en una época pero ahora los clientes la tiran. Además, “demasiado tenemos ya con andar con recibos de ute y ose para poder pagar y todavía con tarjetas arriba”, se ríe con sin la sin deshonra por el par de dientes delanteros que no tiene.
En Pocitos o Carrasco los dueños de casa miran que el rostro del hombre que silba sea el de siempre. Si no, esperan. Tarde o temprano William llega.

–Por qué una de las cuchillas hay que ponerlas en la heladera– le pregunta el Rana después que hizo afilar una de las suyas. Se refería a la de mango blanco.
–Porque esa cuchilla está hecha para los barcos pesqueros. Ellos trabajan con hielo. El fierro que está del lado de abajo es para trabajar con el frío. Si lo pones en la heladera se afloja el material y queda bien finito y la cuchilla trabaja bien.

“Secretos de oficio”, me guiña el ojo ni bien el flaco pega la vuelta para seguir con el medio tanque y el tinto en la vereda. “Si te afirmas en la piedra, quemas el filo y la cuchilla pierde el acero”, explica el sabio de fierros y aceros y metales y marcas y procedencias que ahora no se corta ni por jodete. No es lo mismo una Toledo o Tres Claveles que una Solingen. Pero, “si la doña me trae un cuchillo de trece mil pesos y lo lava siempre con agua caliente, es lo mismo que la nada”. “Mentira que la cebolla desafila”, asegura moviendo el índice. El agua caliente destempla el cuchillo, su fortaleza, y ya no es el mismo. Por eso los campesinos después de usar el cuchillo para comer la carne, lo pasan por el pan y se lo guardan. “Esos son un espejismo como cortan”.  O si no, sigue el cuento de la doña (y tanto uruguayo), usa el mismo cuchillo para cortar la verdura, el  schaet de mostaza, el de shampoo y hasta la triste hoja de la plantita que ruega agua, pero fría. “Como va a cortar bien el cuchillo si lo tenés de multiuso. ¿Sabes qué es lo peor? Que lo primero que dicen es: ‘El afilador me jodió’”. Pero están las otras doñas que cuando lo ven le dicen: ‘Ah, cuando yo era chica y escuchaba el afilador’. “El reconocimiento es de las cosas lindas que dejan este oficio”, afirma con la cabeza.  

El silbido rompe el silencio nuevamente. Se prende al mosquito con la agilidad de un botija, pero sin usar el motor. Ése lo hace laburar sólo para llevarlo a su casa. Para los afilados prefiere el pedaleo porque sino el bichito le pesa demasiado. Pega la vuelta en el último rincón del barrio, cuando Cerrito ya no es Cerrito sino Lindolfo Cuestas. Se pierde de vista.  El flauteo suena más débil. Seguro una vecina le hizo señas y va por más filos que dejarán las cuchillas perfectas para el asado del domingo. 



** Publicada en el libro Contrabando de TIRO & FUGA. Fondos Concursables MEC. Noviembre, 2017.

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