–Val-de-rra-ma
–me deletreaba mi viejo.
–¿Valderana? – insistía yo.
–No.
Valde- como el balde que mamá usa
para lava la ropa pero con v corta, y rama
como la del árbol. Como va en el medio la r suena dos veces, me explicaba papá
con toda su paciencia.
–Haber,
repetí: “Rr; rr”
No
había caso. Pronunciar la doble r era casi imposible para mí. Me patinaba el
frenillo. De más grande supe que se llamaba frenillo. La francesita, me decían
muchos con espíritu burlón.
Que
eso es de machos, me decía el viejo cuando me veía patear o abrirme de piernas
y pararme firme con las dos manos apoyadas en las rodillas. Casi siempre me
enchufaban en el arco. Una reverenda cagada. Uno, dos, tres, cuatro goles y me la
clavaban en el ángulo. Mis hermanos me miraban como Tom a Jerry cuando no podía
atraparlo y me querían agarrar de los pelos. Y sí, tenían de sobra. Pero si
quería jugar me la tenía que bancar. Lo prefería antes que ponerme tacos y polleritas
y pelucas y pintarrajearme y salir reboleando las caderas por un escenario
invisible con la mirada fija hacia el centro, primero, y hacia los costados
después, hacia un público y un jurado imaginarios. Hacerse las modelos era lo
máximo para Vivi, la vecinita de enfrente y Paty, la de al lado, mis amigas.
También
prefería el futbolito o el metegol, esos jugadores cuadrados de cartulina, con
fondo violeta si era Defensor o la diagonal negra si era Danubio.
Con esos pelos. Cuando el viejo
me mostró quién era Valderrama lloré una noche entera. Y no pateé más la bola.
Así me apodaron mis hermanos y sus amigos. Se cagaban de risa los muy hijos de
su madre. La mía. La que me cepillaba fuerte y me hacia dos colitas –hasta dejarme los ojos como un chino– para evitar
cuanto piojo circulaba en la escuela. Mis rulos indefinidos y rebeldes y
crespos y voluminosos, fueron su peor pesadilla.
Mi
sueño del fútbol se desplomó. Y para fortuna del viejo y desgracia de Vivi y
Paty, opté por las maestras. La mejor forma que encontré para vengarme por
tantos desfiles de moda y maquillajes que no me identificaban. Me llamaba René
y era mala. Bien mala.
Con
el tiempo, la pesadilla fue mía también. Me llevó años darle forma y
personalidad a los rulos que mi madre cepilló durante catorce años hasta
achinarme los ojos. No había crema ni shampoo que domara aquella melena
voluminosa que me asfixiaba la nuca en verano y me hacía pasar frío en invierno
porque pasarme el secador era quedar como la Leona de la Metro. Así me decía
mamá. Entonces prefería cagarme de frío nomás.
Hasta
que opté por terminar con el problema cuando el 13 de octubre de 2011, lo esperé
a quien fuera en ese entonces mi grandote, con la tijera en mano para definir la
idea que me rondaba en la cabeza durante meses. Fue un antes y un después. Después
recordamos aquellas tardes de mate amargo cuando al acostarnos, mis pelos caían
sobre su rostro. Y cada evocación del pasado le traía a él mi imagen con
aquellos pelos. Y vos con aquellos pelos, me decía. Con esos pelos.
** Publicada en el libro Contrabando de TIRO & FUGA.
Fondos Concursables MEC. Noviembre, 2017.
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