Hace días que no lo ves al guacho.
Quince, veinte, sacás la cuenta. No. Treinta, calculás cuando te acordás que la
última vez fue cuando tu amiga te mandó aquel mensaje para que fueras a la casa,
y es que el tiempo pasa y uno no se da cuenta.
Te llega otro mensaje. “Estamos
abajo”, leés. Cuando diste los primeros pasos ya en la vereda, después que
cerraste la puerta, sentís la bocina que viene desde la esquina izquierda.
Tu amiga te ve por el espejo, pero él no porque atado en esa silla apenas puede
moverse y darse vuelta. Te acercás y apenas lo ves por los vidrios negros que
no te dejan. Pero sabes que él empezó a moverse y a gritar algo que no entendés
porque de afuera, con los autos y los bondis que van y vienen no escuchás
nada, nadita. Entonces das la vuelta, vos sí das la vuelta, abrís la puerta que tu
amiga habilita y lo ves, cuando de una nomás, te zampa con la voz clarita, bien
clarita, un “¡te quiero titi!”, palmeando las manos y esa sonrisa más grande que
su cara y los dientes que hace rato le salieron, y encima, enseguida, te
empieza a cantar que los cumplas feliz, aunque ya pasaron veintisiete días de tu
cumpleaños, pero él sigue acordándose de que cumpliste tantos años, que no
tiene idea cuánto, pero después de eso no podés evitar sentirte como un helado que
se derrite fuera de la heladera en pleno verano, y que se te llena el alma. Entonces pensás que nada,
absolutamente nada importa y que todo está bien, todo. Y que el amor es de lo
más hermoso que tiene la vida. Y en eso, él es tu cómplice.
Rambla, Montevideo. Enero, 2018.
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