La vi con su cabello rubio,
grande, madura, pura, inocente, bella.
Bellísima. Sentí su olor, tan suave. La besé una vez, dos, tres. En su pelo lacio,
en su brazo, en la espalda. Pero su sueño era profundo. Muy profundo. Entonces
el abrazo quedó en el aire como en suspenso. La miré, la recordé hace unos años,
chiquita, cuando andaba arriba del escenario en puntitas de pie, y la admiré. Después,
rato después, cuando yo ya estaba a unos kilómetros de distancia sobre las
ruedas que me llevaban a mi destino, me mandó un corazón con un “Te amo”, seguramente
entre dormida. Se me erizó la piel y se me hinchó el pecho en el instante en
que cerré los ojos por el sol que me daba de lleno en la cara, contra la
ventana, entre lo verde del paisaje. Y de nuevo, su aroma suave, y su
abrazo. La pensé, y caí en la cuenta del tiempo, los años, su estatura. Qué
grande, qué bella, qué pura. Me maravillé y el orgullo se me vino encima. Entonces se me
llenó el alma y, otra vez, sentí que nada, absolutamente nada importa, que todo
está bien. Todo. Y que el amor es de lo más hermoso que tiene la vida. Y en
eso, ella, también es mi cómplice.
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