Veinte horas. Ni un minuto más,
ni uno menos. Un bondi de Cutcsa, de los que circulaban por los ochenta
(y antes también), con el número 2018 arriba a la izquierda, estaciona en la
calle Buenos Aires, sobre el cordón de la explanada del Teatro Solís donde un
flaco de camisa a cuadros, diez minutos antes, te pregunta el nombre y mira su
lista de un papel blanco y chiquito. Es que ahí tenés que estar vos o el nombre
de tu acompañante o el que hizo la reserva por teléfono para no quedar afuera.
Los asientos son pocos. Menos de los que tiene el bondi en realidad, porque hay
pasajeros que tienen su lugar asegurado, siempre. Entonces el señor de camisa a
cuadros te da un papel más chiquito de color naranja a cambio de un par de
billetes que le das–ahí es cuando viene la peor parte– que cinco minutos
después, arriba del 2018, mostrás y canjeás por un boleto.
Un boleto que tiene el logo de
Cutcsa en blanco y negro, cinco números, también en blanco y negro, el dibujito
de un bondi debajo del todo y $24, aunque sabes que hoy con esa guita no vas a
ningún lado. El boleto que el guarda, de camisa a rayas y el logo de Cutcsa a
la altura del corazón, corta de una boletera larga y redonda, como las de
antes, cuando son las veinte y cinco minutos y ya no hay asiento libre. El
tipo, muy serio él, se para frente a todos prendido del barrote de arriba que
brilla, aunque es viejísimo, y pega un grito con la voz como de un paisano que
a los de adelante les hace llevarse las manos a las orejas o subir los hombros
hasta el cuello y bajar la cabeza como gurí cagado o como cuando uno se agacha
para que algo no le pegue o no le caiga encima. Ahí te das cuenta que el guarda
es uno de los que te va hacer cagar de la risa, aunque él no se ríe ni por
jodete. Les ves los dientes sólo cuando pasa de un lado a otro el escarbadiente
que lleva pegado a los labios durante más de una hora. ¡Me apagan los
aparatos!, grita con la mirada endemoniada y zarandeando la boletera. Porque si
no, no hay tu tía, ni paseo. Ése que arranca en donde termina Buenos Aires, y enseguida,
en la Torre Ejecutiva, dobla para seguir por San José hasta Ejido apenas una
cuadra porque en el semáforo dobla de nuevo, esta vez a la derecha, para
agarrar la avenida principal hasta una calle que a esa altura no sabes cuál es porque
tenés que estar atento a lo que pasa arriba del bondi en ese diálogo que tienen
los pasajeros –en el que de a poco (y a veces sin imaginarlo), te vas dando
cuenta que muchos son truchos– y cada tanto incluso dos o tres hablan al mismo
tiempo. Entonces si te perdés de una, le pifiás al hilo de los monólogos y la charla
que te revela que, en verdad, son varias las historias, en la que se dan
discusiones: entre el milico y el profe, la vieja y el guarda la coqueta
veterana seducida por el guarda, que dos por tres descoloca a más de un pasajero
cuando lo mira, le encaja una como sacada de una galera como una mago y lo hace
reír a él, a la mina que tiene al lado, a la de atrás, a la del costado, a la
de más atrás y al flaco que está en el fondo, contra la ventana. Entonces las
carcajadas se dispersan en ese trayecto del que muchos no conocen recorrido.
Y de pronto el bondi se detiene
para levantar a otro pasajero, que tampoco es pasajero, te cae la ficha
después. Y es que todo ahí arriba es como una cajita de sorpresas,
independientemente de que te guste o no la sorpresa. Y cuando ya pasaron quince
minutos, intentas calcular, miras para afuera de nuevo y te percatás que dejaste
el centro, cruzaste el Cordón y ya estás en Palermo, sin saber si quiera si cruzaste
alguna parte del Barrio Sur, y ya van por Gonzalo Ramírez a la altura de las
facultades de economía y comunicación, que ahora están frente por frente,
cuando del fondo aparece un veterano que estaba escondido y bien calladito y
suelta un vozarrón caminando por el pasillo del bondi como un borracho. Se para
frente a todos y de espaldas al chofer que no pincha ni corta, dice otra de
esas estupideces que les hace soltar la risa otra vez, a más de uno, aunque a
vos no te duele la panza de tanto reírte, al menos por ahora, como a la rubia de
pelo largo que pasa los cuarenta y está con el marido. En esas miras para todos
lados porque hace media hora que estás arriba del 2018, aunque suena a destartalado
el armatoste, y ya no sabes quién es quién. Sólo que vos sí sos un espectador y
pasajero al fin. Pero la cosa no termina
ahí. Es que cuando llegás a esa cuadra que es empinada, Pablo de María corroboras
después, el bondi se detiene. Y vos que no entendés nada o de repente se te
cruza por la mente que ahí es el destino, ese señor de camisa a rayas y el logo
de Cutcsa a la altura del corazón, muy serio él, te dice, ahora ya sin la
boletera en la mano, que el coche, viejo y añoso tiene que hacer una parada y
te obliga a bajar para que te des de lleno con una casona chiquita que de
afuera parece muy coqueta, pero cuando vas entrando no sabes si reírte o
llorar, por ese pasillo finito y las luces de todos colores y fotos de minas como
las que posan en los almanaques de los talleres de miles de mecánicos, con una
vestimenta muy sutil. Y cuando avanzas unos pocos pasos hacia adelante te
enterás que estás en la Boca del Lobo, y ahí sí no sabes si seguir o salir
rajando, porque el escenario es otro. Ése en donde un morocho de pantalones
blancos y saco azul largo y brilloso al estilo Ricky Maravilla, de sombrero negro,
lentes oscuros y un anillo de piedra grande en el mismo anular con el que
agarra el micrófono, canta una cumbia que te tienta a rajar pero no podés
porque ahí ningún nadie, absolutamente nadie, se salva de zarandear la cadera.
Es que si no te agarra el guarda para bailar, lo hace el viejo borracho o el
militar, o incluso, la veterana más veterana del bondi que hasta se termina desmayando
de tantas historias de amor y desamor, y desencuentros y engaños y miles de disparates
que se van desarrollando entre diálogos y discusiones y monólogos y peleas que
te hacen largar la carcajada de nuevo, ahora sí, agarrándote la panza porque no
podés creer que vos estás ahí viendo todo aquello tan ilusorio y tan real al
mismo tiempo, y por momentos hasta violento. Entonces no sabes si sorprenderte,
si bailar, si llorar o mearte de la risa en esa obra de teatro sobre ruedas que
va por su temporada veintisiete y fue declarada de "interés
turístico" por el Ministerio de Turismo y Deporte. La mismísima que vos
hacía meses, o mejor años, sacas la cuenta, querías ver y dieron
por llamar Barro Negro.
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