Nombres, nombres, nombres y más
nombres suenan en el parlante por una voz masculina y otra femenina que se intercalan,
y se ven en la pantalla grande de Dieciocho y Ejido con sus rostros. Y es como
si no terminaran nunca, cuando miles y miles de pies avanzan, lento, por la
avenida hacia la estatua de la Libertad, mientras los desaparecidos siguen quién
sabe dónde y los familiares comidos por la incertidumbre. Son cientos, entre las
promesas de un gobierno que ha hecho poco, poquísimo, o más bien nada. Y el
silencio es el más grande que se pueda imaginar –como la marcha misma que cada
año forma una multitud de cuadras y cuadras (uno siente por momentos que todo
Montevideo está allí, aunque no)–. Hasta que se entonan las estrofas del himno
y varias pieles se ponen de gallina y muchas lágrimas corren por más de una mejilla.
Luego los aplausos que, como los nombres, parecen no terminar. Porque después
del primer aplauso, vienen esos que reclaman y gritan –aunque no tienen voz– y piden
justicia.
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