miércoles, 16 de mayo de 2018

Aún hay vida


Cristina* llega a veces corriendo porque el 158 que la deja a dos cuadras se atrasa. Cada miércoles y sábado, cerca de veinte ancianos la esperan. Es que ella les cambió la vida, dicen algunos de estos viejos que viven alejados de sus familias, “depositados” en un residencial, conocido también como casa de adultos mayores, casa de salud, hogar de ancianos o geriátrico. Varía la calidad de los servicios, el costo económico, lo edilicio (algunos ni siquiera cuentan con la accesibilidad para una silla de ruedas), la cantidad de usuarios, las cabezas que hay detrás de estas instituciones que, en general, no se piensan como lugar acogedor para recibir a la población envejecida, sino en lo redituable que puede ser administrar un sitio como éste, en donde los sujetos dejan de ser sujetos, y pasan a  ser una especie de dimensión entre lo vivo y lo muerto. Cuando un viejo se va a una casa de salud, está aparentemente, en su última etapa, se idealiza a la vejez social y culturalmente. Ya no sirve para nada. Entonces la muerte golpea la puerta, todo el tiempo, y lo único que importa es cubrir las necesidades orgánicas de ingesta y defecación. Así es que el anciano se vuelve un “niño” en el que, allí, cumple normas y rutinas. A la mañana desayuna aunque quiera seguir durmiendo, al mediodía almuerza aunque no tenga ganas, a la tarde merienda y ni bien cae la noche, cena, aunque el estómago diga basta. Y tempranito y a la cama. Ésa que está en la misma habitación que el anciano más canoso que no mira televisión ni lee, entonces el que quiere hacerlo no puede. La intimidad y el deseo personal se pierden. Todo pasa a estar administrado por otros. Entonces los viejos se vuelven “minorías invisibilizadas”, dependientes de quienes llevan la batuta en la institución y de sus familiares que deciden, por ellos, dónde pasar los últimos días.

En pro de una mejor calidad de vida, cada hogar ofrece actividades que activan el cotidiano vivir. Las convenientes para quienes administran la “guardería de viejos”, las que alguien, caritativamente hace de forma honoraria o las que cuestan menos, sin tener en cuenta, qué desean ellos para distraerse, entretenerse, imaginar, sentir, soñar, en ese recreo que los hace zafar de pensar en el encierro, la soledad o las visitas que no llegan. Son muchos los que no reciben visitas. Para avivar el tiempo, para olvidar, al menos por un rato, que la muerte insiste, llama.

Cristina fue contratada para dar clases de teatro en el Hogar Israelita en 2010. El único taller del que los viejos recuerdan el día y la hora, aseguran las funcionarias. Es que en ese espacio, que estimula el trabajo corporal y la motricidad, todos son partícipes más allá de sus limitaciones físicas. Allí los viejos expresan lo que en otros ámbitos no pueden, o no les sale. Cada uno toma consciencia de sí y confianza en sí mismo, se re-conoce y recupera su lugar como sujeto de derechos, que habla, se expresa y es escuchado. Allí los ancianos recuperan su individualidad. Dejan de ser pasivos para ser protagonistas de su acontecer en el que cumplir sus necesidades y deseos se convierte en el principal y único objetivo. Es que, si bien la “profe” se ajusta a las normas institucionales, permite que cada anciano despliegue su talento mediante el juego, el baile, la risa, la escritura, la creatividad, el reconocimiento de sus propias capacidades, algunas incluso no exploradas anteriormente. En el espacio del arte teatral todo cobra sentido. Los viejos se sienten libres y, sobre todo sienten que aún hay vida.





*Cristina Cabrera es psicóloga, actriz de teatro y operadora en educación popular. A través de la experiencia en el residencial, mediante técnicas de recreación y esparcimiento, desarrolló una investigación de la sistematización de la práctica con adultos mayores y el teatro para su tesis “La vejez a proscenio”. Hace meses me viene hablando de eso. En marzo del año pasado, cuando la ciudad iba cambiando la tonalidad por un nuevo otoño, me invitó a registrar, cámara mediante, su trabajo, pero por sobre todo, el revivir de esos abuelos, la sensación de que, a pesar de todo (el encierro, la soledad, la tristeza, el dolor, la rutina, las enfermedades, las carencias afectivas) aún hay vida. Y el amor siempre está.

El mes pasado volvimos a encontrarnos. Me contó de las nuevas actividades, me mostró un par de fotos, que sacó ella misma, de algunos de los ancianos con una nariz roja de payaso y una sonrisa gigante. Me contó de las travesuras de algunos, los nuevos que han ingresado al hogar y de los que ya no están. Es que tristemente, fueron varios de aquellos que me habían dejado una sonrisa en mis fotos, que hoy ya no están.


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