martes, 1 de mayo de 2018

A la hora de la siesta

Camino a los trotes por 18 de julio porque, aunque no es la avenida Corrientes, es un mundo de gente y voy con retraso por esos cinco minutos que la cama me sede –cuando hago callar de una, con un golpe seco, al despertador que hoy me fastidió más de la cuenta– y ahora me hacen zigzaguear para llegar a tiempo a la consulta en la que no me puedo demorar porque la atraso a ella en su siguiente cita y en la próxima y en la otra. Entonces esquivo al niño que va mirando figuritas, a la mamá que se entretuvo en la vidriera, al vendedor ambulante de medias y pañuelos y gorros y portallaves que se levantó de la silla después de quién sabe cuántas horas en ella, a las dos veteranas que se enamoran con la pareja que baila tango al lado del Gardel que es pura sonrisa y toma un café, a los turistas que meten flashes en la fuente que está encadenada por donde se la mire por tantos amores que porfían sellarse para siempre, al auto que quiere aventajarme el segundo de la amarilla que me da el semáforo, a la indigente que pide monedas con su niño en brazos, a la parejita que no para de besarse, a la flaca que dejó buena parte del sueldo en Daniel Cassini y no le dan las manos de tanta bolsa, al ciego que hace sonar la lata, al guacho de mechón turquesa que va ensimismado en su celular, a la anciana que apenas puede con el bastón, al perro que no tiene dueño, al linyera que duerme sobre un colchón mugriento, a las pibitas que salen del local de la esquina con la Mc’sonrisa a pesar de la doble de carne que van comiendo y es pura grasa, al entrajetado que lleva el maletín debajo del brazo, al pibe que va enchufado con los auriculares color flúo visibles a trecientos metros, a la vendedora que acomoda zapatos en la vidriera, al mendigo que tiene más calle que años, al gordo que camina con dificultad, a la cuarentona de oca que es puro azul francia y seguro está en la media hora, al guitarrista que bajó de un bondi, al cuida coche que se arma un tabaco, al ejecutivo que intenta salvar el negocio a través del iphone, al manicero que infla bolsas, a la dama de vestido antiquísimo que no se mueve porque es estatua y llama la atención por las rastas largas, al que espera subir a otro bondi con caramelos y golosinas y porta documentos y corta uñas. Y frente a todo ese escenario tan lineal como la avenida misma, la desigualdad se me presenta sin piedad a los pies, ese día en que prefiero evitar esas imágenes porque ya bastante con lo de uno y la sensibilidad lastima, pero no.  

Enredadísima con mis pensamientos, en ese tramo en que ya se camina con un poco más de espacio cuando voy llegando a los semáforos que están a una cuadra del Obelisco, miro mí muñeca y apuro el paso porque el reloj me dice que quedan apenas cinco para unas diez cuadras que no cuento pero sé de memoria (aunque hace meses que a ella no la visito), la vida me sorprende. El tipo al que había visto días antes, sin conocer su rostro, se me cruza con el mismo carro, el mismo perro y la misma perra, me entero después. Se llama Lola me cuenta desde el escalón, a esa altura en que ya me olvidé de ella, de la consulta, de los cinco minutos, de la cita, y le pido permiso para robarle una imagen de esa perra, cachorra pero grande, que hace la siesta sobre la valija que él puso sobre el carro de supermercado y donde conserva, seguramente, lo poco que tiene. Entonces siento que la vida es eso. El amor y el desamor, las personas que perdemos por razones distintas, los fracasos, la pobreza y las carencias, las idas y venidas, lo que fue y lo vendrá, el dolor y hasta la muerte. Y la muy perra, la vida, se me termina de atravesar, ese día, como uno calambre en el medio de la pantorrilla, me sacude y me revuelve las tripas cuando él me toma del brazo para acercarme a sus pertenencias y mostrarme un paquete de curitas. Sin que yo pregunte y en un tono bajo, muy bajo, y hasta con ternura, me dice: “Mi nombre es Alejandro, cualquier ayuda, cualquier moneda me sirve. Cualquiera”. 

Cordón, Montevideo. Abril, 2018. 

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