domingo, 30 de julio de 2017

jueves, 27 de julio de 2017

Cruzando la orilla con Mairal

La fila fue avanzando, caminé por los pasillos alfombrados y entré al buque. El salón grande, con todas esas butacas, tenía algo de cine. Encontré un lugar junto a la ventana, me senté y te mandé el mensaje. Miré por la ventana. Ya estaba aclarando. El espigón se perdía en una neblina amarilla.**

“Ya arriba del barco. Te amo”. Cuando veas el mensaje vas a pensar: Qué escueto. Lo sé. Pero te va a poner bien saber de mí. Y vas a sonreír. En el tumulto de gente que empuja desesperada por el mejor lugar o los cuatro asientos juntos para que la familia viaje junta, logré hacerme de uno contra la ventana. Intento dormir pero el malestar estomacal no me deja. Detesto viajar en estos barcos. En eso somos diferentes. Miro por la ventana de nuevo. Te pienso. Cómo disfrutarías esta vista.  Con la inmensidad del mar a tu disposición. Y la línea del horizonte apenas visible por la neblina. Siempre decís que el mar te trasmite algo. Algo especial. Entonces te recuerdo sentada en la rambla frente al mar. Respiras profundo, cerrás los ojos y dejas que la brisa te dé de lleno en la cara. Cómo gozas de eso. Daría lo que no tengo para que estuvieras en este barco, a mí lado. Apoyarías tu cabeza en mis piernas y seguro te dormirías arrollada como un feto. Y mis dedos se perderían entre tus rulos. Hubiera deseado que mandaras a la mierda a tu jefe. Lo sé, lo sé.  No da sólo con mi sueldo. No está fácil conseguir otro laburo. Pero hubiera preferido que conocieras a mis amigos, saborear las exquisiteces de Andrés. Es todo un chef. Se agarra de eso para conquistar a las minas.


Miro el reloj. En media hora piso suelo bonaersense. Caminaré por las avenidas anchas, me pondré fastidioso por los semáforos, el tránsito, los porteños. Evitaré los taxis y los micro –ya se me pegó el acento, qué patético–. Prefiero los subtes como vos. Pero odio Buenos Aires. En eso, también, somos diferentes. Me fumaré esa tediosa reunión de negocios con Amaral y sus socios que me obligaron a cruzar la orilla. Buscaré un regalo para Andrés. No sé qué. Iré al Ateneo en busca de ese libro que tanto querés y a Montevideo nunca llega. De noche te escribiré nuevamente. “Llegué a lo de Andrés. Todo bien. Te amo”. Que escueto vas  a pensar de nuevo. Pero te va a gustar y te robaré otra sonrisa. En ese momento vas a estar saliendo de la oficina. O entrando a casa. Te sentarás en el sillón para mimarte con la gata. Le vas a decir que en dos días volveré. Sólo faltan dos días. Para abrazarte y decirte frente a frente: “Te amo”. 

Buquebus.  Buenos Aires, Argentina. Noviembre, 2016.


**La uruguaya. Pedro Mairal. Bs. As., Argentina. Emecé Editores. 2016.

domingo, 23 de julio de 2017

Cayó la noche

“…Todo respira, vive, fluye:
la luz en su temblor,
el ojo en el espacio,
el corazón en su latido,
la noche en su infinito…”

Octavio Paz




      Balcones, Centro. Montevideo. Marzo, 2017.

sábado, 22 de julio de 2017

jueves, 20 de julio de 2017

Y viceversa

“…tengo urgencia de oírte
     alegría de oírte
     buena suerte de oírte
     y temores de oírte…

    quizá más lo primero
    que lo segundo
    y también
    viceversa”.

M.Benedetti

Ella, la de pelo más lacio y ojos claros y a la que no se le asoma ni un rulo, la mira a la que sí es puro rulo. Se ríe. La de rulos y unos años más, sabe por qué. Ninguna dice nada. Alcanza la mirada o un gesto para saber lo que a una se le cruza por la cabeza a la otra. Y viceversa.  Ríen, lloran, se abrazan, sueltan carcajadas y puteadas. Pero basta un apretón de manos, una palmadita por el pelo, una caricia por la espalda de una, para que la otra junte un poquito de fuerzas y siga adelante, y viceversa. Basta un ‘cómo estás’ o ‘cómo te fue en el médico, o cómo están las niñas’ (si es que era día de visita al especialista) para saber que la otra está ahí, del otro lado del tubo, aunque no pueda salir corriendo y tomarse un taxi y aterrizar en la otra punta, donde esté o donde sea. Aunque miles de veces lo han hecho, una por la otra, y viceversa. Y avisáme cuando llegues y abrigáte que hace frío le dice una a la otra, y viceversa, como una madre a hija, y viceversa. Y es que a veces con tan solo escuchar la voz alcanza. Alcanza para unos minutos de mate, la visita de médico (no la del especialista sino la que abre la puerta y se sienta con el culo en el borde del sillón y dice unas palabras y se dan un abrazo, corto, y ya está porque el tiempo no da y las niñas esperan y será para la próxima), la peli en el cine para ver al chico bonito y salir a tomar aire, el brindis porque la vida las cruzó y fue de lo mejor. Y chin chin suenan las copas con ese tinto que por fin pudieron tomar porque mirá que hace tiempo están por juntarse, pero las veinticuatro horas del día son cortísimas y el trabajo y el marido y la casa y las niñas y los chiquillos de la otra, y la gimnasia y el yoga que, ahora, hacen juntas para verse aunque sea un poquito y robarle al tiempo una vez a la semana. Para compartir lo que son, lo que se bancan y lo que no, lo que poco o algo que tienen en común, y sin embargo. Son cómplices, amigas, casi como hermanas. Una caricia para alma. Se quieren (soy testigo). Mis amigas. Y viceversa. 

Ciudad Vieja, Montevideo. Octubre, 2016. 

miércoles, 19 de julio de 2017

Uruguayismo II

Plaza de los Mártirez de Chicago Montevideo. 1 de mayo.


Entradas relacionadas:
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http://virginiatestigo.blogspot.com.uy/2017/03/no-se-fijan-avisos-se-hacen-tortas-de.html


domingo, 16 de julio de 2017

De padre a hijo y viceversa

A los padres que están, y a los que no.
Feliz día.

Jardín Botánico. Montevideo. Junio, 2015.

viernes, 14 de julio de 2017

miércoles, 12 de julio de 2017

Tierra de nadie

Al sur campo, al norte más campo. Al este campo, al oeste más de lo mismo. La ruta salva, sólo un poco, la monotonía, la quietud, lo chato, el silencio, lo verde. Aunque las tonalidades van cambiando según el cultivo de la tierra, según la cría del ganado, según le dé la gana a Dios y al tiempo. Porque si a la lluvia le da por emperrarse y estancarse como lo hizo en abril del año anterior, todo es gris y opaco. Salvo cuando el sol aparece, tímidamente, y algún contraluz avispa las almas.

La ruta lisa y llana, y no muy ancha, es como un desierto. De vez en cuando un pájaro, la atraviesa, cada tanto un perro, alguna que otra vez un caballo. Un ave muerta  como el misionero que lleva su nombre: Arturo di Paoli –un sacerdote muy cuestionado y perseguido en la dictadura militar por defender a los pobres y obreros, esclavos de los ingleses que llegaron al pueblo para explotar el quebracho–. Autos y camiones, transitan poquísimos. Los que van con carga rumbo al Chaco y algún que otro. Ómnibus, solamente el Pulqui y cuatro veces en el día. Un ida y vuelta, los sábados. Los domingos, descansa. Así que no hay cómo ir de un pueblo a otro si no hay auto ni tractor ni caballo ni pulcky [carro con caballo]. Y la mayoría no tienen. Sólo las piernas salvan algún alimento que hay que ir a buscar al almacén más cercano, a diez kilómetros. O el pulgar paralelo a la sonrisa que algunos tampoco tienen, si alguien lo levanta, si tiene suerte. No es mucha la gente que sonríe.

Desde la mismísima ruta asfaltada hace menos de diez años, hasta la entrada del veintinueve, hay unos trescientos metros. Allí el Pulqui entra, todavía. Pero no a otros  rincones ocultos como éste. Aunque esos otros, al menos, tienen nombre: Cerrito, Charrúa, Santa Lucía. Al veintinueve no se lo llama pueblo. Ni siquiera. Apenas un paraje sin nombre. Esos dos números que supieron ser la referencia de la cantidad de kilómetros que el tren recorría desde Gallareta, un pueblo al norte del departamento de Vera, en el norte de Santa Fe, una de las provincias norteñas de Argentina. Como la pobreza, todo al norte.

En Gallareta, la central de La Forestal, la única fábrica que existía ya antes de los cincuenta, echaba humo después de que los empresarios ingleses, dieran la orden de dejar los árboles a la miseria para aprovecharse del quebracho y el tanino, hacer madera y adueñarse de otras tierras y más palos verdes, pero no los de la madre naturaleza, sino los de la bolsa financiera. A hachazos nomás. De eso sobrevivió este pueblo que no es pueblo, ni tiene referencia ya, ni dueño, ni identificación, ni cédula, como quizás algunos de los que lo habitan. Sobre todo los más pequeños. Aunque los pobladores no son muchos. Sumarán unos doscientos, con suerte. Veteranos resignados a las fuentes de subsistencia, madres jóvenes que no tienen más que ocuparse de la casa y los niños porque ahí no hay más que hacer, y abuelas que tienen hasta bisnietos antes de ser dominadas por las canas y las arrugas. Las familias son un batallón que sobreviven como Dios manda. Los jóvenes parten –muchas veces a pie–al liceo más cercano en Fortín Olmos, dieciocho kilómetros, o sesenta más al sur, en Reconquista, donde el abanico de opciones para los pibes es más amplio; a Rosario en el mejor de los casos, o a la gran capital Buenos Aires ya de milagro, cuando el agro viene de bonanza y al tiempo no le da por castigar y las familias ahorran lo poquísimo que hacen para que sus hijos puedan zafar de esta tierra de nadie, ya sin vida. Algunos –seguramente la mayoría– conocen la capital del país, sólo de nombre.

Cuando las lluvias abundan, no hay camión ni pies que entren. Es puro charco y barro. Y las lluvias castigas siempre. En el veintinueve las calles no son calles. Son, pasajes sin nombre. Uno camina sin saber por dónde. Tampoco conocen el pavimento. Y de seguro no los harán porque ni siquiera Fortín Olmos, el pueblo al que pertenece municipalmente, tiene fecha de fundación que aparezca en las páginas de Ministerio de la Nación del gobierno argentino, ni existencia en los mapas. Un pueblo fantasma.

Las casas son ranchos de chapas y adobe. Algunas carecen de ladrillos y revoque porque no hay con qué. Terminar una casa no es moco de pavo, dice una doña que espera la misa en la capilla de techo de dos aguas de pared blanca que pide un pincel de repaso. Allí se refugian muchos de los habitantes, los sábados, antes que el sol se oculte en el horizonte, cuando llega el cura y alguna monja a dar la ostia y una palabra de esperanza –la de Dios–, a reavivar la rutina cuando el tiempo, también, lo permite. Todo depende de la lluvia. Porque ni el cura entra cuando abunda el agua. Entonces todos rezan para que el cielo no desate un diluvio y deje inundado lo poco que se tiene, que el carbón abunde y sean muchos los camioneros que vienen de otras tierras, a comprarlo; que los mosquitos, como la pobreza, den tregua.

A la derecha de la entrada, dos casas como las de una película de cowboy de Hollywood, de esas que tenían vida cuando el ferrocarril avivaba las vías, hacen más pintoresco a este pueblo que no es pueblo y lo habitan también cabras y chanchos y perros y caballos y gallinas y vacas y hormigas que hacen sus caminos al costado de los hornos de barro. Gracias al carbón los pobladores sobreviven. Cuando la lluvia también quiere. Pero no da para mucho, dice Ramón Torres, prendido del alambre que hace de portón delante de su casa que tiene una patio lleno de fierros oxidados. Ramón tiene más canas que años. Desde los nueve vive en el paraje veintinueve. Tiene once hijos, siete son mujeres. Según sus cálculos, hace unos años eran cerca de ochocientos los que vivían en ese recóndito que de unas pocas manzanas, pero los gurises se tienen que ir la ciudad a estudiar, a trabajar, a ganarse la vida, a buscar nuevos rumbos. Como sus hijas. Ramón cría chivos, terneros y algún chancho, pero no da para nada. Igual en el veintinueve “nos arreglamo’ con poco”, dice el hombre de sonrisa tímida que abre las puertas de su casa hasta al más desconocido. Allí todos invitan puertas adentro. Allí la ternura abunda a pesar de lo árido del paisaje. Allí la pobreza –digna como la humildad– inunda como las aguas cuando vienen en abundancia.  “Acá somos felices con poca cosa”, insiste Ramón con la mismísima mueca de fatiga que los árboles y la resignación de quien sabe, porque no le quedó más opción, que acostumbrarse a vivir con lo mínimo. Hasta los santos de la capilla tienen un gesto de cansancio que se olvida por un instante cuando uno estira el pescuezo, en las noches de cielo limpio, asegura Ramón, y todo está estrellado. Cuando la lluvia perdona y a Dios se le antoja. Y, a la mañana siguiente, los gallos cantan.



 Paraje 29, Fortín Olmos, Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.


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lunes, 10 de julio de 2017

En un gesto de cansancio

“El cielo triste y caliente, indolente, bajo, claro,
en un gesto de cansancio, pesado, oblicuo, tendido,
como otra conciencia sobre la del hombre fatigado,
el cielo bajo y caliente, el cielo indolente, digno,
pesando sobre los árboles y su temblor detenido
y sus pájaros sellados, los árboles en suspenso,
quietos , el cielo bajo y pesado, el viento dormido,
el viento dormido, el cielo bajo y pesado y quieto.
El silencio estaba inmóvil apoyándose en las hojas
para no turbar la calma magnífica de las cosas.
Cuando, de pronto, increíble, insólito, apenas, cálido,
casi imperceptible, leve, desde el fondo de la tarde,
un suave soplo ligero se desvaneció, y cuando,
las hojas se estremecieron como si fueran de carne”.


Idea Vilariño


Peaje 29, Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.

jueves, 6 de julio de 2017

Caricaturesco

Entre El Che y Mahatma

 Diego, artista callejero. Plaza Matriz, Ciudad Vieja. Montevideo. 2006. 

domingo, 2 de julio de 2017

La tarde



“Sola
Sola bajo el agua que cae y que cae,
Los ruidos se agrisan, termina la tarde,
y siento que añoro o deseo algo,
quizás una lágrima que rueda y que cae.



Rambla Carrasco. Montevideo. Abril, 2009. 



Sola
Sola bajo el agua que cae y que cae,
sola frente a todo lo gris de la tarde
pensando que añoro o deseo algo,
quizás una lágrima color de la tarde…”

Idea Vilariño