En el Día del Trabajador
Historia simple IV
Son las 13.57. Álvaro se para frente al reloj y
espera. No piensa regalar un minuto de su tiempo. Apoya una mano en la pared y
la otra en la cintura. Su vista se distrae. Desafía la baldosa color crema y
brillante que le devuelve su rostro cansino. Descubre un cordón del zapato
hacia afuera. Lo deja. Mira de nuevo. Espera. Ahora tiene dos minutos para
encontrar su tarjeta, entre las más de 500, en el fichero de madera que ocupa
buena parte de la pared contigua. Pero le alcanza y le sobra. Lleva años allí
adentro. La agarra casi sin mirar. Espera. Piensa. Sus ojos siguen las agujas
grandes como hipnotizado. Listo. 14.00 en punto. El aparato emite el mismo
sonido cada una hora. Pero Álvaro, espera 58 segundos más para que la franja
magnética se deslice por la ranura y emita el “pip” que, todos los días, le recuerda
que luego de ése instante y en ese lugar, ya no es Álvaro. Es el 378.
Se decide a atender el cordón del zapato blanco,
manchado de tanto uso. Ve pies a su alrededor que van y vienen. Sabe que
después de atravesar el largo pasillo y el supermercado lleno de clientes, sus
ritmos cambian. No porque le guste. Así es el trabajo. Exhausto. Todos los días la misma historia.
80, 81, 82 llaman las vendedoras a los clientes que
exigen buena atención y comida fresca. En lo posible, recién pronta. Al mediodía
y de noche. Siempre. Detrás del mostrador, veinte empleadas producen sin parar
como Chaplin en Tiempos Modernos. Menús
del día (desde pastas a guisos), postres, sándwiches, ensaladas. Y Álvaro no da abasto.
Los días “festivos” que apuntan a aumentar el
consumo, peor aún. Y los previos a los feriados en que el supermercado cierra
antes o directamente no abre las puertas, Álvaro quisiera no existir. Cada tanto, voltea la cabeza y mira el
almanaque que tiene detrás. Imaginariamente le hace una cruz al día en que está
y cuenta cuántos faltan para el lunes: su día libre.
Ollas, fuentes, asaderas, jarras… Todo se
desparrama alrededor de la pileta a la espera de agua y jabón y las manos de
Álvaro que viste ropa como para atajar un temporal: botas de goma, gorra y un
delantal de naylon encima del uniforme que fue blanco sólo durante el largo recorrido
desde el reloj tarjetero a la cocina de la rotisería.
A media tarde, sale la segunda tanda de producción.
Pero Álvaro, con suerte, recién está terminando de enjuagar lo que esperaba desde
la mañana. Y otra vez: jarras, ollas fuentes, cubiertos, espumaderas. Muchas veces piensa en pegar “la vuelta y renunciar”. Se muerde los labios de bronca. Saborea pastillas, las mueve de un lado a otro hasta que pierden el
gusto y se derriten en el paladar. Es que quiere terminar la tarea y quedar un poco
tranquilo. Pero es imposible. Frente al
almanaque otro reloj. Mirarlo es una tortura. Ése, para él, es más lento aún.
Si le quedan cosas para lavar al otro día se lleva una puteada. A veces, “sólo
a veces”, le mandan a alguien para ayudarlo. Cuando no, su horario se extiende
y, hasta rotaa. Cada tanto lo sorprenden: debe estar de nuevo blanquito y
pronto a las 6.00 del día siguiente. De unas horas.
Limpiar los pisos, los hornos y las cámaras de
frío, donde pasa al menos media hora, es también parte de su tarea, por la
que cobra poco más de 6.000 pesos al mes; 1.000 se le van en boletos y otros
tantos en alquiler, luz y agua. Siempre, a mitad de mes tiene que pedirle
plata a mamá.
Un lunes la encargada le pidió que fuera. Él optó por
respetar su descanso. Ella se enojó. Le
gritó. No lo dudó. Dejó su dental sobre la mesa y caminando hacia el pasillo, manso,
como es él, se fue diciéndole que era su último día.
En la vueltita, nomás
De chico añoraba ser chofer de ómnibus. Aunque
jamás agarró un volante, su vida giró sobre ruedas. Los estudios no fueron su
fuerte. Repitió primero de liceo y abandonó. Vendía especias con su padre en la
feria. A los 18 años se largó por su cuenta a vender pastillas y curitas
(alternando, años después, el trabajo en el supermercado). Viajar en los ómnibus
también es rutinario: las mismas caras, el mismo recorrido, pero no es tan
exhausto. Y gana casi lo mismo que
lavando pisos y ollas en el supermercado. Dice que cuando la gente cobra, él
trabaja más, y los días “malos”, cuando hay poca venta, saca “300 pesos”.
El trabajo en el supermercado era bajo presión,
dice. “Acá nadie me manda” y si llueve no sale.
Sociabilizar con la gente y hacer amistad con los
choferes y los guardas, fue lo que lo “enamoró” de andar en la calle. Lo hace
con orgullo, me contó mientras me mostraba la mercadería que llevaba dentro del
canasto que le regaló su madre. Ahora también vende naipes, set de costura,
palillos, maní con chocolate y chicles. Aunque las curitas y pastillas sigue
siendo, desde hace 20 años, lo que más se vende.
Después de unos “infaltables” mates madrugueros compra
la mercadería en Mercedes y Arenal Grande (ex Control de Ómnibus de Cordón), y
emprende su primer viaje rumbo a Ciudad Vieja. Vuelve al centro y viceversa. Es
que “en el centro hay menos vendedores que en otros barrios”. Cuando el sol
está en lo más alto, Álvaro descansa una hora para arrancar, esta vez, con más
fuerza hasta ya entrada la noche. En horas pico cuando los ómnibus vienen
“hasta las manos”, espera tranquilo, pero ansioso, una línea sin tantos
pasajeros para no “molestar a la gente con el canasto”.
El dinero que lleva a diario a su hogar “no alcanza”,
pero mientras dé para las cosas de la casa y reponer las ventas “está bien”. No
es consumista. Se nota. Tiene un celular Nokia muy pasado de moda y su facha es
simple. “No ando en droga, no fumo, no soy borracho”. Alguna copita en un
bar de los viejos cuando juegan Peñarol
o la Celeste.
Le pregunto por sus expectativas, por su futuro.
“Me he anotado en empresas de seguridad y cada tanto miro el Gallito Luis a ver
si sale algo mejor”. Tiene claro que beneficios como el de la salud, en la
calle brillan por la ausencia. Por eso más de una vez recurrió a alternativas
laborales como el supermercado.
La venta en el transporte no es una práctica nueva.
En la década del 50 existía una normativa que permitía a canillitas y loteros hacerlo.
Hoy estamos en un sistema nuevo, en una sociedad diferente en que los trabajadores
se plantan con otra cabeza. Álvaro tiene bien plantada la suya. Es “feliz”.
Está “muy conforme” con la vida que tiene. No pretende demasiado. Por ejemplo,
no volver jamás a la rotisería. Es tranquilo, sedentario, de poco carácter,
respetuoso y trabajador. Así se define, y así parece ser. Le creo. Dice que no
tiene muchos amigos y siempre anda solo. “Me gustó la charla”, me dice. “Nunca
me habían preguntado sobre mi vida y mi trabajo. Está bueno porque uno se
desahoga un poco”, me confesó café mediante y previo rumbo a su primer viaje de
la tarde sobre ruedas.
En un ómnibus de Cutcsa de la línea CA1. Setiembre, 2014. |
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