A mi viejo
Juntó aire y
fuerzas. Con los pies firmes en el pasto, las piernas abiertas y los nudillos
resaltándole entre los puños, que sujetaban uno la empuñadura y el otro el
mango, levantó el hacha para clavarlo en la mitad del tronco.
Los naranjas
del otoño se iban desvaneciendo. Para ganarle de mano al invierno que traía fríos
cada vez más crueles, el Viejo cortaba leña en el fondo del inmenso patio
cercado por hortensias y la dejaba pronta para que, después, el fuego hiciera
lo suyo.
Aquella tarde
fría de sábado, mientras los hijos acomodaban los palos finos en el garaje, el
Viejo se encargó del resto: achicar los troncos grandes para que su mujer
pudiera cargarlos en su ausencia. Confiado en sí mismo, como tantas veces,
cortó leña sin imaginar jamás que aquello pudiera ocurrirle. Tan sólo ése
instante en que la hoja del hacha se le enredó en la cuerda de la ropa, le fue
a dar a la nuca y lo dejo inconsciente, le alcanzó a su mujer para comprender
que aquel golpe cambiarían el resto de su vida.
***
La tarea se le dificultaba. Un poco nomás. Por culpa del brazo
izquierdo. Un dolor extraño. Indescifrable. No había sufrido golpe alguno. Eran
tiempos de máquinas de escribir aparatosas y teclas duras. Expedientes, hojas
de oficio, trámites, biblioratos que archivaban distintos casos. Esos que todo
escribano acredita ante tanta escritura. La imagen de su escritorio la mostraba
juvenil, sonriente y feliz.
Después, la mano. Se trancaba y todo se le hizo más intolerante. Casi
imposible. Consultó a varios médicos de distintas especialidades. Se sometió a
fisioterapia sin tener claro los síntomas. Nadie le daba con la tecla. Otra
tecla dura.
Entre tantas idas y venidas, tras varios meses, salió de aquella puerta
con una placa de bronce de “Medicina General”, sin saber qué hacer. Pensó hasta
tirarse debajo de un ómnibus. Era una enfermedad crónica, le explicó el hombre
de túnica blanca. Avanzaría lentamente y estaría bien. Había muchos medicamentos,
pero no se curaría. En eso, el especialista, fue tajante.
La firma no le salía. Se moría de vergüenza. Entonces, se jubiló sin
llegar a los cincuenta. Y su vida cambió. El mal la acompañaría de por vida. Un
perverso parkinson. Mónica se negó. Es la primera reacción de un largo e
inevitable proceso para quienes padecen la patología. Más tarde, la depresión
que conduce a infinitas interrogantes como tantas piezas de un puzle que no
encajan entre sí. “¿Por qué a mí”, se preguntó más de una vez. Hasta que al
final “te planteas para qué”. Y ahí comenzó el siguiente periplo: aceptarlo y
convivir con él. Le buscó la vuelta. Y la encontró. Avalancha tanguera. El
tango, fue su terapia. Lo aprendió en un santiamén. Es que tiene algo especial,
dice. Desbloquea a quienes están bloqueados, con los pies pegados al piso. Esa
sensación en que la vida se vuelve off y
parece que todo queda ahí, estático.
Los movimientos del tango, el equilibrio dinámico, las vueltas y caminar
hacia atrás favorece la movilidad y el equilibrio. Y formar parte de un grupo estimula
a los parkinsonianos a no aislarse. Es que hay que hacerle frente al pudor de
andar lento y temblando y cayéndose. Y con la cabeza dando vueltas para un lado
y para otro. Ahora, está mejor, le asegura su doctora. Por el baile. Por el
brillo que va dejando en cuanta baldosa encuentra. Porque según ella, es
cuestión de cerrar los ojos, sentir la música y dejarse llevar.
***
Es que los parkinsonianos no funcionan como cualquier persona. Deben ordenarle a su cerebro los
movimientos para seguir adelante. Una y mil veces, pensando cada paso. Los
síntomas aparecen mucho tiempo después que al paciente le cae la ficha en tan
sólo un instante. Temblor, rigidez, lentitud de movimientos, son los principales
síntomas. Los que delatan a simple vista. Luego, dependiendo de cada caso (no
todos reaccionan de la misma manera), una larga lista los acompaña. La
hipofonía (disminución en el volumen del habla) y disfagia (dificultades para
tragar) son unas de ellas. A veces el enfermo parece ido, sobre todo los de más
edad. Las limitaciones son grandes. Y varias. En algunos casos, hasta la
discriminación se hace presente.
En nuestro país, la
Asociación Uruguaya de Parkinson (AUP), una institución sin fines de lucro,
ayuda al parkinsoniano a reintegrarse a la sociedad. Y a sus familiares a
sobrellevar la situación. Para ninguno es sencillo. El apoyo familiar es
fundamental. Por eso es importante que se informen sobre todos los aspectos de
la enfermedad, y sin presiones, tratando de que el enfermo sea lo más
independiente posible, que se valga a sí mismo. Para eso es necesario contar
con una buena dosis de paciencia. Como la que tiene Marta, la hija de Adelina. Ella la llevó a la AUP. No fue fácil. “‘¿Qué voy a ir hacer
ahí, ver cómo tiembla la gente al igual que yo?’”, le decía la madre a su hija.
Pero muchos no temblaban. A veces, ni siquiera se notaba quién era el familiar
y quién el enfermo.
A Adelina se lo diagnosticaron en 2009, pero los síntomas aparecieron
cinco años antes. Temblores, dedos endurecidos, rigidez. Lo de siempre. Y no lo
quedó otra que dejar de tejer. Los talleres de AUP la ayudaron increíblemente.
Los ejercicios de respiración le daban buenos resultados. Es que respirar se
vuelve todo un tema. Allí encontró su grupo de pertenencia, cuenta Marta. Se
siente cómoda. Hasta cuenta chistes. Y
ya no se aleja tanto. Es más: El
parkinson se convirtió en “su amigo”.
***
Su voz es normal. A
simple vista, parece una mujer común. Es elegante. Muy elegante. Seguro fue una
adolescente bonita. Años atrás, solía viajar con su marido al Chuy por aquellos
surtidos grandes y baratos que muchos uruguayos hacían. Y de paso, un paseito
por las fronteras. Aunque se cansaba de andar tantas horas en auto. Necesitaba
parar, estirar las piernas. Le dolían. Y no sabía por qué. Caminaba un ratito,
y “ta”. Tiempo después, se enteró: el síndrome de piernas quietas es uno de los primeros que se desarrolla
en el parkinson.
Cuando Ana María llegó a la AUP vio que todos estaban en la misma:
temblaban. Así que no fue incómodo, y aprendió a vivir con eso. Actualmente, es
la presidenta. Es muy positiva. Cuando se aceptan las limitaciones se logra
vencerlas, dice. Y buscar cómo combatirlas.
En Uruguay, son cerca de 6000 las personas que padecen parkinson. La
enfermedad neurodegenerativa más frecuente después del Alzheimer, detectada por
James Parkinson en 1818. De ahí su nombre. En 1997, la Organización Mundial de la Salud, decretó el 11 de abril como el
"Día Mundial del Parkinson". Su origen se desconoce, pero se presume que hay una combinación de
aspectos genéticos y toxinas ambientales, ya que en los países industrializados
hay más parkinsonianos. Ataca a todas las personas. Hoy es muy común en los
jóvenes.
***
Laburaba bien. Ganaba
más que suficiente. Tenía un auto y su casita. Recién comprados. El sueño del
pibe. Encajaba bien en los estereotipos sociales. Y era feliz. Viajo por casi todo
el mundo con sus compañeros, futuros colegas. Arquitectos. No llegaba a los 30.
Se llevaba el mundo por delante, dice. Tocaba el cielo con las manos. Hasta que
se salió del paradigma social.
Notó cierta rigidez en
el dedo menique de la mano derecha. Se le
trancaba. No le dio bolilla. Luego,
la mano tembló, y el brazo y la pierna derecha. Todo. Dos años habían pasado de su regreso por la vuelta al
mundo. El parkinson salió a luz. Avanzó de a poco. Y todo comenzó a cambiar. La
cabeza se te destroza, dice con la mirada fija en algún punto. Es que los
pensamientos van y bien. No lo dejan en paz. Porque sabe que el mal se
apoderada de su cuerpo y no hay mucho que hacer. Y él está lúcido, todo lo ve.
Fue el primer paciente en
Uruguay que recibió la estimulación cerebral profunda, en 2007. Un implante. Un
dispositivo en el pecho del que salen cables conectados con electrodos que van
hasta el cerebro. Liberan una corriente eléctrica que modula a las neuronas
para que produzcan dopamina: el
neurotrasmisor que manda los impulsos al cerebro y a la parte muscular del cuerpo,
al sistema nervioso. Sin la dopamina la capacidad de movimientos es inhábil o
casi nula. Y los temblores, insoportables.
La operación costó 27.000 dólares. El Banco de
Previsión Social se la pagó. Si los muchachos del barrio saben eso, le sacan el
aparato con una cuchara, dice riendo.
La operación le devolvió
la vida. Antes estaba “liquidado”. No podía enderezar la
cabeza ni abrir los ojos. Los dolores eran fuertes. Los calambres también.
Ahora, depende del aparato para no quedar inadaptado. La motricidad en
algunos períodos, mejora. En otros, se vuelve perversa. Y la memoria se pierde.
Por eso las pastillas lo acompañan de por vida. Las toma como “garrapiñadas”.
Diego aceptó la enfermedad y optó por seguir viviendo
–“disfrutar lo simple de la vida: un atardecer, pisar el pasto en un día
soleado”–, pero eso nadie lo valora, dice. Y le empezó a tener terror a la soledad. Es
que todo se esfuma. Los amigos, la familia. Todo.
De diez
veces que salía, ocho se caía. Volvía en un patrullero. Los policías ya lo
conocen. Para él es muy importante saber que de diez veces, dos no se cae. Y
sale nuevamente a darse otra oportunidad. Llevar a una de sus hijas a la escuela se convirtió en una aventura como
subir el Himalaya. Eso nadie lo sabe, ni lo entiende.
Diego está sentado en un sillón hace
media hora. O más. Debo afinar el oído para entenderle. La voz se le va. Interrumpe
la charla. Se levanta. El asiento es cómodo pero necesita moverse. Su cuerpo
quedó rígido. Se sostiene de una cuerda que cuelga de un barrote de madera.
Estira las piernas, los brazos, mueve la cabeza en círculos, para un lado, para
otro. “Vos no te asustes que yo estoy temblando”, me dice. Pero para mí no es
nueva esa escena. Por eso no me asusto. De esos temblores sé mucho. Tenía
apenas unos meses cuando el hachazo noqueó al Viejo. Mi viejo. Las
consecuencias de ése parkinson, son profundas huellas en mi vida. Por siempre.
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