en el Día Internacional de la Mujer
La vi. Nos mirábamos una a la
otra a través del visor. Y fue como verme. Retroceder en el tiempo. Aunque
nunca tuve una cámara de esas, a su edad. No existían. Esos chiches no
existían.
Barrio Sur, Montevideo. Enero,
2016.
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En mi niñez jugaba a las muñecas, a las maestras, a desfilar por una
pasarela imaginaria, a maquillarme. Casi siempre de color rosa. Y debía usar
polleras, caminar de tacos, usar cartera y, a lo sumo andar en monopatín y,
años después, en bicicleta. A los 7 me di el primer porrazo en una graciela verde,
verde cotorra, contra pedal. Por eso me costó tanto.
Y en realidad, todos esos
juegos, que compartía con mis amigas, no me gustaban. El secador de pelo rosado
de juguete no lo usaba para secarle el cabello a las barbies. Es que no tenía muchas. Casi ninguna. Odiaba las muñecas.
El secador de pelo rosado era mi arma cuando imitaba a Diana, la morocha de V Invasión Extraterrestre, aunque me
daba asquito imaginarme que, al igual que ella, debía comer ratones. Pero era
fascinante sentirme una super estrella, aquellas tardecitas de verano, en esa ficción
que nos hacían, a mis hermanos y los
vecinitos de enfrente, perdernos en un mundo mágico. El futbolito, el metegol, patear la pelota y
ser arquero o en el campito, eran mis juegos preferidos. Pero no, eso es cosa
de machos, me decía el viejo. Cada tanto me comía un rezongo porque si seguía
así no iba conseguir novio cuando fuera grande, me metía en la cabeza. Debía
lavar platos y aprender a cocinar y planchar y hacer mandados y regar las
plantas y lavar la ropa. Como mamá. Siempre como mamá. Porque después sería una
mujer –una mujer hecha y derecha decían– y de esa forma me enfrentaría al
mundo, me defendería, y así podría casarme, tener uno, dos, tres hijos, una
hermosa familia. Pero nunca nadie se
preguntó, y me preguntó, si en verdad yo quería eso. Nunca. Y después, la clásica, pero cómo, tenés
30 (o más) y no tenés hijos. Cómo. Pero estás loca, qué esperas.
Y un día decidí ser fotógrafa. La
desilusión. Eso es cosa de machos, sentí otra vez del viejo. Él soñaba con verme
en una pista, descalza, de puntas de pie, dominando las cintas, rodando por el
aire, con un cuerpo casi perfecto, bien femenino –a su entender– entre tribunas
repletas de gente admirándome y aplaudiéndome. Vos tenés que ser como Nadia Comăneci,
me decía el viejo. Y a mí la gimnasia me gustaba, de verdad me gustaba, pero no
para tanto. Y siempre el mismo cantar: Rosadito para ellas, celestito para ellos.
Y no había tu tía. Si te torcías, cómo evitar las miradas juzgadoras. Imposible.
Quién no miró de reojo alguna vez. Y juzgó.
Romper con los estereotipos
construidos por la sociedad es la consiga, este año, en el Mes de la Mujer, para
que la sociedad siga cambiando, sin dedos índices que señalen. Para que haya muchas
más fotógrafas, conductoras de ómnibus, guardas, mujeres en el parlamento, hasta
presidentas de la nación como en países vecinos, periodistas de deporte y árbitras
de fútbol, mujeres que se dedican a la
construcción… Y hombres maestros, peluqueros, cocineros, enfermeros y papás que
crían a sus hijos mientras las mamás trabajan para traer los mangos al hogar. Un
clic social. Como el que hace la cámara
de color celeste, de esa mujercita, cuando le pide a sus retratados que sonrían
al grito de whisky.
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