"...Algunos
músicos como yo, cuando tocamos
le bajamos la persiana al mundo.
Y entramos
en otra galaxia..."
Rolo
Rolo
“¿Qué carajo quería Michael Jackson? ¿Quería ser blanco, como tantas veces se ha dicho? ¿Quería ser mujer? ¿Ser Peter Pan? ¿Quería ser un niño?”. Lo de este tipo es bestial, comenta Rolo en referencia al libro Prohíbo pensar de Sandino Núñez que tiene en una mano, después de leer el fragmento. Se ríe con ganas pero sin fuerza.
Rodolfo “Rolo” Suzacq (1949) apareció
detrás del 602 después de que el timbre sonó cuatro veces, así, con por las cuerdas
vocales a la miseria. Por el frío de la noche anterior, se justifica tocándose el cuello. Es que nos juntamos con los chicos,
¿viste? Una barra de amigos que no llega a diez veteranos, de los cuales no hay
uno que no toque un instrumento. En la cara le quedan huellas de la almohada. La
voz le sale como el motor de un auto cuando quiere arrancar después de estar
parado varios días. Le ofrecí cambiar la cita. Inclinó la cabeza apenas hacia
abajo. Me miró sobre los lentes apoyados
en la punta de la nariz, levantó el índice izquierdo, lo movió de un lado a
otro, señaló el juego de comedor y aunque la voz le salía pésima, sonó tajante:
“Sentáte”. Me temblaron las piernas, calculo, como quedan las teclas del piano
después que Rolo se ensaña con ellas.
Debajo del vidrio de la mesa
cuadrada, decenas de fotografías de los tres hijos en una banda de blues que él
mismo les armó para iniciarse en la música. Damián (36) le dio al piano y a la
armónica, Betina (34) optó por cantar pero también toca de piano. Y Víctor
(25), el guitarrista, fue “un caso especial”. A los 14 años formó su grupo de
rock que sonaba “impresionante”. Así se hicieron llamar los pibes. “Si te pongo
esto te vuela la tapa de los sesos”, me quiere convencer con el CD en la mano
de Angelitos. El único de la banda. Antes de ella, Víctor
iba todos los sábados a clases. Con la guitarra y con Rolo.
Aunque las cuerdas vocales no
le funcionan como él quisiera, Rolo tiene cuerda para rato. Puede estar horas
hablando de jazz, de su relación con él, del ciclo de charlas que da, los
tercer miércoles de cada mes, en Kalima,
sobre la historia de este género musical que nació por la confrontación de los
negros que hacían música en los barrios perdidos en la zona alta de Nueva
Orleans y los criollos (creoles en inglés), descendientes de europeos con
cierta cultura occidental; de Montevideo
swing, la banda de jazz más vieja de Montevideo que formó en julio de hace
treinta y cinco años, y por la que han pasado una “troja” de músicos. Por eso se
convirtió en una escuela, de gran orgullo para su fundador. “El pibe que está
tocando el bajo, hace un año que está”. Es que cuando Rolo ve jóvenes que
tienen ganas y condiciones, los invita.
Y les abre la puerta.
Y al portero del edificio de
Bvar. Artigas a la altura del 1671, le alcanza con saber que uno va al sexto
piso para adivinar que el pianista espera a alguien. Son muchas las personas
que lo visitan. El noventa y cinco por ciento toca música, calcula el hombre de
traje sin corbata. El otro cinco no, pero quiere aprender.
***
Rolo tenía apenas ocho años y
ya tocaba el piano cuando Louis Amstrong vino al Cine Plaza de Montevideo. Fue
la única vez que lo vio. Pero no se acuerda. Rolo no tuvo forma de escaparle a
la música. Su madre, Luisa Carmen Bó, tocaba el piano y la guitarra. Y cantaba.
No había momento en el hogar de los Suzacq-Bó en que no sonara una melodía
clásica, una ópera o una zarzuela. Luisa se había emperrado en que su hijo
fuera músico y si era pianista, mejor.
Es que el piano es una
orquesta, dice Rolo. “Con la mano derecha haces la melodía y con la izquierda
los bajos, ya sea de maneras distintas o rítmicamente como un bajista hace un walking bass [técnica de acompañamiento]
e incluso agregas algún firulete, entonces haces hasta cuatro cosas con dos
manos. Es maravilloso. La guitarra es más limitada, por eso la mayoría de los
arregladores son pianistas”.
Además, sigue, cuando sos
pequeño no tenés opinión. Si no te impulsan no encarás a estudiar un
instrumento. Y no hay nada como lo que se aprende de niño, asegura. Por eso él
también se encaprichó con sus tres hijos.
“Yo quiero hacer eso”, dijo Rolo un día que
estaba en la casa de una amiga, en Atlántida, cuando escuchó a Ray Charles
(1930-2004). Por eso toca el piano como un “animal” desde los 19 años. Se acuerda
“clarito” de eso. Es que le “partió la cabeza”. Y de ahí no paró. Hasta tiene
el piano debajo de la ventana del cuarto, al lado de la cama, como gurí chico
rodeado de chiches. A esa edad Rolo formó Sunian,
su primera banda, con Beatriz Nicolini en la batería y Gustavo Antúnez en la
guitarra. De la conjunción de las primeras letras de los tres apellidos surgió
el nombre. Lo anormal por esos años era ver a una mujer en una banda y, encima,
batera. En ese entonces Rolo tocaba el
acordeón piano. “Me había aburrido de los estudios clásicos, y hábilmente mis
padres me trajeron un acordeón de Italia de ciento veinte bajos. Lo normal era
de ochenta”. Con ese instrumento
descubrió que tenía oído musical, cuando escuchaba a Los Beatles y el Club del
Clan con Palito Ortega, Violetas Rivas, Johny Tedesco y Chico Novarro eran el boom. Aquellos temas sencillos como Despeinada y Camelia él los sacaba en ocho minutos. Ahora los canta con la
afonía encima, zarandeando el cuerpo desde la silla y con los dedos sobre la
mesa del living como si tocara el piano de verdad. Y se ríe. Ahí fue cuando
arrancó. Después no paró de tocar nunca, salvo durante un cortísimo tiempo, por
sus actividades como empresario y por la
situación de la música que lo desanimó, cuando en el 69’ no había pianos eléctricos. “Dejaba el
teclado con gotas de sangre de darle duro, porque en los ensayos, con la
batería y el bajo, el piano no estaba amplificado, simplemente le sacaba la
tapa de adelante”. Después se aburrió y le dio al bajo eléctrico y al saxofón
que le dieron una formación orquestal para ser, más adelante, arreglador.
A Rolo le fue imposible
abandonar la música. “Vos ves que vivo rodeado de música”, repite dibujando con
el índice un círculo en el aire y ojeando el apartamento desde donde no se ve ni
un gota de mar, sólo la inmensidad del Parque Batlle. “Yo a la música la vivo”,
dice mirando el tríptico en blanco y negro que adorna el living. Art Tatum,
B.B. King y Miles Davis. Cada uno en un cuadro y en ese orden. En un mueble
antiguo de madera guarda como una reliquia 1400 vinilos y más de 100 cd’s de
música clásica, blues y rock and roll. Pero Rolo no pasa el día escuchando
música. Ni tocando el piano. “Escucho el último disco que sale de lo que sea, y
ese asunto de los tipos que ni almuerzan porque pasan por ejemplo con el violín
en la falda es un mito. Habrán uno, dos, pero mentira que tocás las
veinticuatro horas”. Para arrancar el día y “funcionar” se toma un tazón de
café con la radio de jazz del cable de fondo. Después empieza con ensayos, las
clases, los alumnos y el almuerzo y una siestita de por medio. Manso.
Echarse
a volar
Los primeros afiches con las
imágenes de John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr que
salieron en el Río de la Plata los tiene Rolo en una de las paredes del
dormitorio, frente a la cama. En un cuadro, arriba y al centro, Ray Charles simula
la vista que perdió de niño con lentes oscuros y ríe a más no poder. “Los
Beatles nos llevaron de la mano. Con cada long play que salía nos iban
mostrando por donde había que ir. Ahora no tenés un líder. Hay una falta de liderazgo
en todas las disciplinas y por eso en el jazz se está dando lo que se llama
fusión de fusión, porque no aparecen tipos con una propuesta nueva estéticamente
agradable, o desagradable como pasó con el free jazz en la década del 60 con
John Coltrane.
–
¿Por eso te desanimaste musicalmente hablando?
–
Claro,
porque además esto de hacer jazz es una pasión. Si mirás lo económico te
retirás porque no compensa lo que ganas con el tiempo que tenés que invertir para
tocar bien. Yo hace 40 años que estoy en esto y sigo aprendiendo. Nunca
terminás de dominar el instrumento. Imagínate que un maestro como Dizzy Gillespie diga que
la
trompeta es infinita, ¡a la pipeta! Cuando leí eso quede de una pieza.
–
Y durante años fuiste empresario.
– Sí. Pero como pasa en
general, en el jazz el círculo es muy pequeño. Es intrincado. Y para lograr una
buena capacidad de improvisación tenés
que hacer una iniciación que lleva años, eso no es para novatos. Además hay una
cosa que me gusta explicar y es que el jazz hace rato que dejó de ser música
popular. En la década de 40 con el bebop, con Charlie Parker, Kenny Clarke y otros. El
bebop es complejo y difícil de penetrar. Los músicos lo hicieron difícil porque
no querían que fueran temas silbables con líneas melódicas claras, agradables.
Fue otra cabeza que produjo un cambio muy grande en el jazz.
-
Lo decís con enojo.
- Sí, sabes lo que pasa, que
con el swing de la década del 30 el jazz era masivo. En New York había bailes
de 200 personas en locales grandísimos. Hasta que Estados Unidos entró en la guerra y el asunto
se desinfló bastante. No se conseguían saxofones ni trompetas porque todo el
metal se destinaba para hacer tanques de guerra y armas, y los discos hicieron
así [da vueltas los pulgares y chifla]. Por supuesto que más trascendente fue
que las mujeres salieran a trabajar, a producir y armar municiones. Pero desde
el punto de vista musical fue un cambio muy grande.
-
¿Cómo aterriza el jazz en Uruguay?
- El jazz acá llegó antes que
yo [se ríe]. Fíjate que el Hot Club se fundó en 1950, cuando tenía un año. El
local histórico era en un sótano del bar de un gallego en Guayabo y Jackson, un
período que fue aún bastante flaco para el Hot Cub, en los 60 y 70.
-
¿Cómo llega Rodolfo “Rolo” Suzacq al Hot Club?
- [Se ríe]. Esa una historia de
varios intentos fallidos. Siempre ha sido una especie de cofradía. No era nada
fácil entrar. Primero porque hay que tocar bastante, sea el instrumento que
sea. No vas a escuchar un principiante en el Hot Club. Además yo traía fama de
blusero y en aquellos años los que tocaban jazz en el Hot Club miraban por
arriba del hombro. Como que vos fueras un músico inferior. Finalmente uno me abrió
la puerta.
-
Siempre hubo rivalidades entre el jazz y el blus.
- Sí, siempre. Se alimenta de
que el músico de jazz se siente más capaz porque toca una música más compleja.
-
¿Y es así realmente?
- No, no es real. Desde el
sentido armónico es más complejo. Un blus son tres tonos: tónica, subdominante
y dominante mientras que un tema de jazz cualquiera, tiene por lo menos siete
acordes de armonía o más. Pero el problema no está en la cantidad de acordes,
sino cuando improvisas. Improvisar arriba de un blues es más fácil.
-
En una de las charlas en Kalima [la próxima es el 16 de agosto] decías que
primero tenés que aprender la partitura del tema y después lo “coloreas”.
- Ahí está el tema. El jazz
tiene una libertad que no la ofrece ninguna otra música, porque cuando aprendes
el tema podes arreglarlo como quieras. Después tenés la improvisación, donde continuamente
disfrutas de esa libertad para hacer lo que quieras. Y es totalmente válido, pero
hay que hacerlo con buen gusto.
-
¿Estás de acuerdo en que improvisar es componer?
- Sí, pero lo estuve meditando
bastante tiempo. Pero cuando improvisas haces frases y esas frases las
compusiste vos. Ahora, te salen una vez y después no te salen más. Siempre
queremos que la improvisación sea diferente y se llega a un punto cuando tenés
muchos años tocando jazz. En el propio ensayo cuando cada músico se destaca
solo, hace solos distintos, porque es parte del desafío. Entonces tiene que ser
capaz de variar lo que tocó, lo que improvisó.
-
Imagino que en ese solo influye el estado anímico, las emociones, el momento de
vida que está transitando.
- Totalmente. Además, algunos músicos
como yo, cuando tocamos le bajamos la persiana al mundo real. Entramos en otra
galaxia. Yo me siento en el piano y ya salí de acá [la casa], del sótano, el
restaurant o donde esté tocando. Estoy adentro del piano. Porque tenes que
pensar mucho lo qué haces. Cuando estoy en el Hot Club no veo el público.
-
¿Que sentís cuando tocas?
- Es interesante y es un tema
que se trabaja. No podes dejarte llevar por el entusiasmo. Tenés que mantener
cierta calma para tocar. Eso yo lo sufría. Improvisaba por la destreza pero
tocaba sin decir nada, lo que llamo un escaleo. Es mentira que el músico al
hacer el solo saca la creación en el momento. Los solos se estructuran, se
preparan en el cuartito, atrás de la pared, donde sea, si querés hacer algo con
contenido. Ahí está la diferencia. Y ahí está la libertad. Ahí.
***
12.31. Ni más ni menos. Sonó el
timbre. Daniel Rodons viene con su guitarra colgada de un brazo. Se escapa por
media hora (o una, a lo sumo) de sus alumnos. Los que aprenden inglés con él. Hace
doce años que Daniel toca con Rolo e integra Montevideo swing, pero hace más tiempo que hace vibrar las cuerdas
de cualquier guitarra que agarra. Desde 2014 lo hace con Álvaro Ganduglia, y Carlos Laicovsky en Tríptico, la banda que él mismo formó, y se puede ver, los tercer
jueves de cada mes, en Kalima. Pero
el trío es otro capítulo.
Esta noche, desde las 21.oo, Rolo
vuelve a la esquina de Durazno y Jackson, al boliche que huele jazz por donde se lo
mire, con más historias de jazz y de negros norteamericanos de los años
setenta, con el swing que contagia cuando hace sonar los acordes en su teclado
Yamaha y entra en su galaxia. La de la libertad.
Rodolfo “Rolo” Suzacq, en su
apartamento de
Parque Batlle. En el cuadro, Ray Charles.
Montevideo, 2017.
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