sábado, 14 de octubre de 2017

Un viaje por el trompa

A Raúl algo le atravesaba el pecho. Una especie de morral hecho de cartón con una correa que le colgaba del brazo, del hombro o del cuello. Ahí llevaba los diarios. Y El Patriarca, con el ciento treinta estampado como cédula, siempre con esa trompa. Como gurí chico. Una trompa que tiene de ancho lo que no tiene de largo.

– ¡Diarioos, diariooos!– gritaba Raúl.

Cuando El Patriarca salió a recorrer las calles –en ese entonces de adoquines– porque a algún obrero se le ocurrió que podía trasladar a la gente para ganarse el sueldo, Raúl ni siquiera había nacido. Con esa trompa, más ancha que larga, salió en el año treinta y siete a hacerle la competencia al tranvía. Por eso si el tranvía tenía la línea veintidós, él o sus primos hermanos, usaban el mismo número para ir de un lugar a otro. Aunque en aquel momento no había tantos barrios y las distancias entre uno y otro eran más cortas. Así y todo, dicen que los montevieanos caminaban kilómetros para llegar a una parada. Eran pocas las paradas, eran cortos los trayectos, era otra la ciudad. Era otra la gente.
Cuando una embarazada subía al coche, se le daba el asiento. A los ancianos y a los maestros, también. A los niños se los educaba así, desde chiquitos, desde antes de ir a la escuela. “Ahora, sube una embarazada a un ómnibus y, a veces, ni el guarda se inmuta”, dice Raúl en un gesto de indignación o resignación, o las dos cosas juntas, mordiéndose los labios y moviendo la cabeza de un lado a otro.

– ¡La Mañana, El diario, El día, La Tribuna, diario!– repetía estirando la “o”, arriba de El Patriarca.

“Cuando íbamos al estadio, nos colgábamos del ómnibus con medio cuerpo afuera porque era tanta la gente… Y cuando el coche paraba,  algunos se colaban”, revive con los ojos clavados en la ventanilla y el puño izquierdo prendido del barrote del asiento delantero, mientras al entrompado no se le mueve ni un fierro. Pero Raúl siente los saltos de las ruedas por los adoquines, a cuarenta kilómetros por hora –más de eso El Patriarca no daba– en aquel recorrido que arrancaba en 18 de Julio, la avenida principal, seguía por Constituyente, Bvar. España y terminaba en pleno Pocitos, por Benito Blanco.  Entonces Rául se mueve en el asiento como si anduviera en el zamba del Parque Rodó –el mismo barrio que lo vio crecer– y sube los hombros como si el trompa fuera a treinta o cuarenta kilómetros, y largara ese calor insoportable, asfixiante para los pasajeros que iban sentados adelante y para el chofer que viajaba con el motor “pegadito” a su cuerpo. Era como sentarse al lado del horno de una pizzería.

La mayoría de los coches de esos años eran ingleses como tantos inmigrantes que vivían en Montevideo. El Patriarca era inglés. Y es que en Uruguay hasta el año cuarenta y cinco se condujo del lado derecho. El chofer la pasaba pésimo en esa cabina de dos por dos, pegadita a la del motor, bastante hermética. El guarda también la pasaba mal. Es que tuvo que esperar hasta el cincuenta y ocho para tener asiento. ¿Sabes cómo sufría papito?, dice Raúl. A Laurenzo, su padre, le quedaron las piernas a la “miseria” laburando de guarda cuando los boletos eran de siete u ocho colores –dependiendo la zona y los kilómetros era el precio de y el color del boleto– y venían en planchitas como la de los sellos, y  cuando ni quiera Cutcsa era una Compañía de Transportes Colectivos Sociedad Anónima. “Papito tenía una cartera de cuero” que le atravesaba el pecho como a Raúl el morral donde cargaba los diarios. 

– ¡La Mañana, El diario, El día, La Tribuna, diarioo!– anunciaba cuando los periódicos salían cuatro centésimos, en el año cincuenta y dos,  y el andaba con los pantalones por allá abajo. Por eso le decían Cantinflas. Siete años tenía Raúl cuando subió por primera vez a El Patriarca a vender diarios. Después pasaron a costar seis centésimos, después siete, después ocho. Y El Patriarca con esa trompa.

– ‘Tengo ganas de leer, pero no tengo plata– le dijo un día un señor. Entonces, aquel pibe flaquito, bien flaquito con los pantalones por allá abajo –que ahora es un veterano de pelo blanco, bien blanco– sacó uno de los diez diarios que le deban de bonificación.

– Quédese tranquilo señor que alguien lo va a pagar– le palmeó el hombro al tipo sin traje que iba en uno de esos asientos de cuero con polifón, contra una de las cortinas de pantazote que no dejaba pasar el sol por la ventanilla de guillotina. El entrompado, con sus ruedas macizas tambaleaba por las calles empedradas y de adoquines. Y siempre había alguien  que sacaba el codo para afuera de la ventanilla (que se subía y bajaba, ajustándose apenas  en unos calces), sobre todo los hombres. Y ¡plaf!  La ventana caía como una guillotina. Después de varios codos lastimados, y por la propia seguridad de los pasajeros, a las ventanillas se les incorporó varillas y rejas. Pero el entrompado seguía tambaleando como Rául cuando hace la mímica y se mueve como un gurí en el zamba.

– ¡Diario, diario!– gritaba Raúl después que comía los buñuelos que le hacía su “mamita” y le dejaba unos cuantos a su “papito” para que comiera, al menos de parado.

De a ratos Laurenzo cinchaba la cuerdita. Si lo hacía dos veces, el chofer sabía que tenía que aminorar la marcha. Si lo hacía una, el chofer sabía que tenía que detenerse y abrir la puerta para que el pasajero descendiera.  Y cada tanto el trompa se entrompaba más de la cuenta. Dejaba a todos en el medio de la calle. El chofer sabía, en esos casos, que El Patriarca pedía agua para el radiador. Entonces metía un bocinazo para que alguna vecina apareciera con un balde y una jarra. El motor recalentaba y seguía su marcha. Todos los coches eran cortados con la misma tijera: ingleses de alma pero con las mañas uruguayas, dice Raúl rememorando un viaje en un 127 con destino a la Barra de Santa Lucía.  “El coche  se quedó en un repechito. Tuvimos que bajar todos para empujarlo. En eso pasaron unos vecinos y nos dieron una mano”. Raúl mueve la cabeza de nuevo y otra vez aprieta los labios con una una risotada inocente, de esas que un niño suelta cuando se manda una macana. “Tengo anécdotas maravillosas”, larga al aire a la altura que ya le brillan los ojos. Y sigue mordiéndose los labios.

A los once años abandonó a El Patriarca para levantar los cajones de leche de Conaprole. Cuando aquellos cajones era de fierro. “Había que tener fuerza para levantarlos”, insiste Raúl y se mira las manos. “Sabes cómo me quedaban las manos”, levanta el tono. Y uno no sabe si pregunta o exclama, o las dos cosas juntas. Es que la memoria le trae tantas imágenes que por más que el veterano de pelo blanco, bien blanco, prefiera evitar que los ojos le queden vidriosos, no puede con esa emoción que hasta Ana Laura, que viste de azul de pies a cabeza y en su pecho, del lado izquierdo lleva un 80 (también azul) en un pins metálico (esos prendedores con un alfiler detrás) por los ochenta años que Cutcsa lleva trasportando gente, se le pone la piel de gallina. Y son varias los veteranos y veteranas, que no tienen el cabello blanco como Raúl, pero sentados detrás de él, escuchan atentos, mientras los niños no dejan de mirar por la ventana y saludar hacia afuera.

Al trompa el motor le sigue andando, pero no se le mueve ni un fierro. Desde el setenta y siete no se le mueve nada. En ese año dejó de funcionar y quedó guardado en el museo, en la planta de la calle Veracierto y Camino Carrasco. Otros coches, en cambio, los que eran renovados, iban a parar al interior. Y anduvieron el ochenta y cinco y noventa. El Patriarca es el único modelo de la época. A partir del noventa y nueve se expone, como un señorito, como patrimonio nacional. Con la misma trompa que hace ochenta años.
Laurenzo  se jubiló de guarda de Cutsa, después de veintinueve años de cinchar la cuerdita, luchar con los que se colaban y los calores del motor y las lluvias y los fríos del invierno  a la intemperie porque no había cabina que lo cubriera, y las piernas a la miseria. Murió cuando apenas había pasado los cincuenta. Raúl no siguió los mismos pasos que su “papito”. Sencillamente porque le correspondía al hermano mayor. Raúl era el segundo de cuatro hermanos. Y las pasó.

–  “Pase frío, pase hambre”– cuenta sin vergüenza, moviendo la mano derecha y haciendo trompa (como El Patriarca) con sus labios chiquitos. Raúl es un veterano chiquito de cejas gruesas, bien gruesas y blancas como el pelo. Ríe todo el tiempo, incluso cuando recuerda, muy al pasar, y ahora sin tanta chispa, los treinta años de trabajo como empleado público en la Intendencia de Montevideo. Quizás porque los recuerdos son otros, porque ahora que lo nombró, se acuerda más de los fríos y del hambre, o por todo junto.  Y porque si “me tocan a Cutcsa, es como si tocaran a mi madre”.

– Pero el pasado quedó atrás, porque el pasado nunca va a poder pasar al frente– le dice a la piba que está de azul de pies a cabeza y ha aprendido tanto como ella fue a trasmitir a la gente.

Raúl no se casó. Pero a falta de hijos tuvo treinta y cuatro sobrinos. “Sí señorita, treinta y cuatro”. Entonces mueve de nuevo la cabeza y aprieta los labios con los ojos otra vez vidriosos. Y se baja. Se baja de este coche número ciento treinta, que seguirá entrompado de por vida, porque si no “me pongo a llorar”.


 Raúl en El Patriarca, coche de Cutcsa restaurado para el Día del Patrimonio.
 Montevideo. Octubre, 2017. 

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