domingo, 4 de marzo de 2018

Domingo


Las nubes quieren dibujar el cielo. El viento está rebelde. El mar revienta en las rocas y hace espuma. Las gaviotas revolotean y dicen algo que nadie entiende. En las piedras, que forman figuras para quien las mira detenidamente, dos hombrecitos se besan. Eduardo le canta a la flaca, en lo bajito, “porque eres linda desde el pie hasta el alma, porque eres buena, desde el alma a mí”, cuando ella mueve la cabeza para evitar el zumbido de la brisa que le lleva la contra, y va ligero en esa caminata que no sabe dónde terminará porque verá cuánto le dan las piernas, porque el aire se presta, porque se deja llevar, porque es domingo, “porque te escondes dulce en el orgullo, pequeña y dulce, corazón coraza”, se empecina el Darno.

Dos pibas van de la mano hacia la línea fina del horizonte, donde el sol se esconderá. Se miran de una forma que a la flaca la hacen pensar en el amor. El que fue, el que no es y el que algún día será. Sobre uno de los bancos un morocho de cabellos que pretenden llegar a la cintura, sostiene entre sus piernas la cabeza de su novia derrotada por ese cansancio que aflojan los cuerpos cuando no trabajan y es domingo. Él piensa en algo (o no) y le hace frente al sol con esa barba que quiere ser más larga o está así, quizás, porque es domingo.

Un veinteañero esconde sus ojos del sol, que es tímido de a ratos, con lentes negros, pero le hace frente cuando apoya su columna contra el pavimento de la rambla donde otros se sientan de culo. El que está más abajo, en otro escalón, se acomoda en la misma postura con la que la rubia de rulos, sentada a unos metros, medita. Se ve más gente en esa onda, escucha la flaca que alguien dice, y ella piensa en el trabajo, en el estrés, en las vacaciones que otra vez tendría porque frente al mar, la vida es otra cosa. Y el canto de los pájaros y la brisa y esos aires.

El Darno entona ahora a la mujer flaca, a ella, a otra, que quisiera escribir una canción que la volviera loca “y volarte tres años atrás…” cuando una veterana le comenta a su marido que el día está hermoso, a pesar de las nubes, escasas y rebeldes, mientras desde el piso, el canoso pasa un mate; el segundo, el tercero, el quinto o el décimo, intenta adivinar la flaca de ese matrimonio –de bodas de plata, según las apariencias– sin sillas, con las piernas estiradas en esos rectángulos amplios y perfectos que sólo la rambla tiene.

Cuatro muchachas miran el mar. Y ríen a carcajadas. Son varios los que ríen, y andan en bicicleta. Unos van, otros vienen. El sur, el norte, el este, el oeste. Niñas en patines hacen un recorrido cortísimo y se prenden de la mano de un padre y una madre, para ganarle al equilibrio. Unos trotan, otros corren y entrenan para la próxima maratón o para estar en forma. Aunque le queda poco al verano hay que mantenerse en forma, rondan en las cabezas de muchos. Pero la flaca camina porque sí, porque descarga energía, porque está más cerca del mar, porque deja fluir, porque es domingo.
Y como ella, son varios los que sudan. Los de pasos ligeros, los que trotan, los que sacan músculos en bicicleta, los que son cinchados por sus perros que dirigen el recorrido y van de lengua afuera, los que toman mate con agua hirviendo, los que sacan acordes a un par de guitarras antes de subir a un bondi, las que lagartean en maya para mantener bronceado el cuerpo ya quemado o darle color al blanco teta que aún no vio sol porque no tuvo vacaciones.

Un padre, una madre y  dos hijos caminan sin prisa y sin pausa a la altura que la costanera no se llama Francia ni Gran Bretaña sino República Argentina, entonces mejor decirle rambla y todos entendemos clarito si total, qué importa el nombre, cuando ella pasa por la pista que es un enjambre de niñas y niños y patines y patinetas y triciclos y bicicletas y buggies y garrapiñadas y tortas fritas y pororó y mates y libros y ojos mirando el cielo, que ahora tiene menos nubes y luce bien celeste como los uruguayos mismos cuando la selección disputa la bola en algún césped. Otros pitan y sueltan el humo de un cigarro y los porros que por ley ahora abundan por donde uno vaya. Una pantalla que intercala números gigantes indica una temperatura que a más de uno hace andar de campera liviana, a otros de manga corta o sin mangas, a algunos torsos femeninos de tops y a pechos masculinos como vinieron al mundo pero con más pelos. Son varios los que chorrean la gota gorda aunque el viento está rebelde. El aire es fresco o no tanto, depende el cuerpo, la quietud o la velocidad con que uno ande, la energía, el calor, las hormonas, la adrenalina, mientras ella se empecinada en esa caminata que no sabe dónde terminará porque verá cuánto le dan las piernas, porque el aire se presta, porque se deja llevar, porque es domingo, porque como dice Fernando, necesita “refrescar el renglón, remojarse es vivir, darse fe tener y determinación detenerse es morir”, le canta ahora en un diseño de interiores en que la flaca piensa en el instante que se  cruza con dos mujercitas que se besan.  

El amor insiste, tan diverso como nunca. Y otra vez un par de manos que no se sueltan a pesar del calor. Otras se agarran de una carmañola con el agua fresca que ella quisiera tomar y, sin embargo, no tiene por no cargar. Más de un caniche y salchicha y perros sin raza sacan la lengua deseando, también, un chorro fresco y escapar, seguro, de esas cuerdas que no los ahorcan por esa vida de perros que nos le da libertad y la maldita costumbre que los ata a sus dueños.

Son varios los pibes que patean la pelota. Cinco veteranos le dan con fuerza a la paleta (como el padre de la flaca cuando era niña) y revientan una de tenis en la pared que, de un lado es una cancha improvisada y del otro es el sostén de muchas espaldas. La rambla se presta para lo que venga, sobre todo cuando es domingo. Las gaviotas siguen en ese debate en el que sólo ellas se entienden. Las nubes juegan a aparecer y desaparecer como unos niños a la escondida. Un avión que viene quién sabe de dónde se prepara para aterrizar en  la pista del mismo nombre que ese barrio pituco al que la flaca no llega por la lejanía y porque no le importa. Ese barrio en que los patrones tienen dos coches, dos casas, dos empleadas domésticas, más de un perro y vacaciones aseguradas.

En el pavimento que muchos agarran de pista los autos van y vienen, varias piernas pedalean y pelean contra el viento. Más allá el este donde muchos veranean, más acá el oeste donde la escollera Sarandí le da vida a la pesqueros entre carnada para una roncadera, una lisa, una burriqueta, un bagre, una corvina en el mejor de los casos, un pejerrey o lo que sea, se resignan los que pasan horas con la suerte en contra, pero al fin y al cabo, lo mismo da porque es domingo.

En la Ramírez un par de nenes chapotean en esas aguas que hoy se parecen a un arroyo. Un cuarentón le dice “¡hola!” a un bebé (¿el suyo?) que no tiene idea de nada, pero igual sonríe. Son muchas las sonrisas que se escapan mientras  el de rastas raspa una guitarra (¡otro más que busca acordes!), una combi se vende en el estacionamiento del parque, varias pibas se hacen selfys y otras tanto con los auriculares como tapones se desconectan del mundo. Como la flaca que ahora no mueve la cabeza porque el viento ya no va en su contra y las piernas no le dan, cuando se percata que las nubes tampoco dibujan el cielo porque la luna sale llena, bien llena, y la noche de a poquito cae, en el instante en que Fernando le susurra que sufre “el dominio  de los domingos” porque “son como adelantos de navidad” y teme “al fascinio de la verdad, hubo un comienzo y habrá un final”. Y al domingo le queda menos.


 Rambla, Montevideo. Febrero, 2018. 

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