Las nubes quieren dibujar el
cielo. El viento está rebelde. El mar revienta en las rocas y hace espuma. Las
gaviotas revolotean y dicen algo que nadie entiende. En las piedras, que forman
figuras para quien las mira detenidamente, dos hombrecitos se besan. Eduardo le
canta a la flaca, en lo bajito, “porque eres linda desde el pie hasta el alma, porque
eres buena, desde el alma a mí”, cuando ella mueve la cabeza para evitar el
zumbido de la brisa que le lleva la contra, y va ligero en esa caminata que no
sabe dónde terminará porque verá cuánto le dan las piernas, porque el aire se
presta, porque se deja llevar, porque es domingo, “porque te escondes dulce en
el orgullo, pequeña y dulce, corazón coraza”, se empecina el Darno.
Dos pibas van de la mano hacia la
línea fina del horizonte, donde el sol se esconderá. Se miran de una forma que
a la flaca la hacen pensar en el amor. El que fue, el que no es y el que algún
día será. Sobre uno de los bancos un morocho de cabellos que pretenden llegar a
la cintura, sostiene entre sus piernas la cabeza de su novia derrotada por ese
cansancio que aflojan los cuerpos cuando no trabajan y es domingo. Él piensa en
algo (o no) y le hace frente al sol con esa barba que quiere ser más larga o
está así, quizás, porque es domingo.
Un veinteañero esconde sus ojos del
sol, que es tímido de a ratos, con lentes negros, pero le hace frente cuando
apoya su columna contra el pavimento de la rambla donde otros se sientan de
culo. El que está más abajo, en otro escalón, se acomoda en la misma postura con
la que la rubia de rulos, sentada a unos metros, medita. Se ve más gente en esa
onda, escucha la flaca que alguien dice, y ella piensa en el trabajo, en el
estrés, en las vacaciones que otra vez tendría porque frente al mar, la vida es
otra cosa. Y el canto de los pájaros y la brisa y esos aires.
El Darno entona ahora a la mujer flaca, a ella, a otra,
que quisiera escribir una canción que la volviera loca “y volarte tres años
atrás…” cuando una veterana le comenta a su marido que el día está hermoso, a
pesar de las nubes, escasas y rebeldes, mientras desde el piso, el canoso pasa un
mate; el segundo, el tercero, el quinto o el décimo, intenta adivinar la flaca de
ese matrimonio –de bodas de plata, según las apariencias– sin sillas, con las
piernas estiradas en esos rectángulos amplios y perfectos que sólo la rambla
tiene.
Cuatro muchachas miran el mar. Y
ríen a carcajadas. Son varios los que ríen, y andan en bicicleta. Unos van,
otros vienen. El sur, el norte, el este, el oeste. Niñas en patines hacen un
recorrido cortísimo y se prenden de la mano de un padre y una madre, para
ganarle al equilibrio. Unos trotan, otros corren y entrenan para la próxima
maratón o para estar en forma. Aunque le queda poco al verano hay que
mantenerse en forma, rondan en las cabezas de muchos. Pero la flaca camina
porque sí, porque descarga energía, porque está más cerca del mar, porque deja
fluir, porque es domingo.
Y como ella, son varios los que
sudan. Los de pasos ligeros, los que trotan, los que sacan músculos en bicicleta,
los que son cinchados por sus perros que dirigen el recorrido y van de lengua
afuera, los que toman mate con agua hirviendo, los que sacan acordes a un par
de guitarras antes de subir a un bondi, las que lagartean en maya para mantener bronceado
el cuerpo ya quemado o darle color al blanco teta que aún no vio sol porque no tuvo vacaciones.
Un padre, una madre y dos hijos caminan sin prisa y sin pausa a la
altura que la costanera no se llama Francia ni Gran Bretaña sino República
Argentina, entonces mejor decirle rambla y todos entendemos clarito si total,
qué importa el nombre, cuando ella pasa por la pista que es un enjambre de
niñas y niños y patines y patinetas y triciclos y bicicletas y buggies y
garrapiñadas y tortas fritas y pororó y mates y libros y ojos mirando el cielo,
que ahora tiene menos nubes y luce bien celeste como los uruguayos mismos
cuando la selección disputa la bola en algún césped. Otros pitan y sueltan el
humo de un cigarro y los porros que por ley ahora abundan por donde uno vaya.
Una pantalla que intercala números gigantes indica una temperatura que a más de
uno hace andar de campera liviana, a otros de manga corta o sin mangas, a algunos
torsos femeninos de tops y a pechos masculinos como vinieron al mundo pero con
más pelos. Son varios los que chorrean la gota gorda aunque el viento está rebelde.
El aire es fresco o no tanto, depende el cuerpo, la quietud o la velocidad con
que uno ande, la energía, el calor, las hormonas, la adrenalina, mientras ella se
empecinada en esa caminata que no sabe dónde terminará porque verá cuánto le
dan las piernas, porque el aire se presta, porque se deja llevar, porque es
domingo, porque como dice Fernando, necesita “refrescar el renglón, remojarse
es vivir, darse fe tener y determinación detenerse es morir”, le canta ahora en
un diseño de interiores en que la flaca piensa en el instante que se cruza con dos mujercitas que se besan.
El amor insiste, tan diverso como nunca. Y otra vez un
par de manos que no se sueltan a pesar del calor. Otras se agarran de una carmañola
con el agua fresca que ella quisiera tomar y, sin embargo, no tiene por no
cargar. Más de un caniche y salchicha y perros sin raza sacan la lengua
deseando, también, un chorro fresco y escapar, seguro, de esas cuerdas que no los ahorcan por esa
vida de perros que nos le da libertad y la maldita costumbre que los ata a sus
dueños.
Son varios los pibes que patean la
pelota. Cinco veteranos le dan con fuerza a la paleta (como el padre de la
flaca cuando era niña) y revientan una de tenis en la pared que, de un lado es una
cancha improvisada y del otro es el sostén de muchas espaldas. La rambla se
presta para lo que venga, sobre todo cuando es domingo. Las gaviotas siguen en
ese debate en el que sólo ellas se entienden. Las nubes juegan a aparecer y
desaparecer como unos niños a la escondida. Un avión que viene quién sabe de
dónde se prepara para aterrizar en la
pista del mismo nombre que ese barrio pituco al que la flaca no llega por la
lejanía y porque no le importa. Ese barrio en que los patrones tienen dos
coches, dos casas, dos empleadas domésticas, más de un perro y vacaciones
aseguradas.
En el pavimento que muchos agarran de pista los autos van y
vienen, varias piernas pedalean y pelean contra el viento. Más allá el este
donde muchos veranean, más acá el oeste donde la escollera Sarandí le da vida a
la pesqueros entre carnada para una roncadera, una lisa, una burriqueta, un bagre,
una corvina en el mejor de los casos, un pejerrey o lo que sea, se resignan los
que pasan horas con la suerte en contra, pero al fin y al cabo, lo mismo da
porque es domingo.
En la Ramírez un par de nenes
chapotean en esas aguas que hoy se parecen a un arroyo. Un cuarentón le dice “¡hola!”
a un bebé (¿el suyo?) que no tiene idea de nada, pero igual sonríe. Son muchas
las sonrisas que se escapan mientras el
de rastas raspa una guitarra (¡otro más que busca acordes!), una combi se vende
en el estacionamiento del parque, varias pibas se hacen selfys y otras tanto con
los auriculares como tapones se desconectan del mundo. Como la flaca que ahora
no mueve la cabeza porque el viento ya no va en su contra y las piernas no le
dan, cuando se percata que las nubes tampoco dibujan el cielo porque la luna
sale llena, bien llena, y la noche de a poquito cae, en el instante en que
Fernando le susurra que sufre “el dominio
de los domingos” porque “son como adelantos de navidad” y teme “al
fascinio de la verdad, hubo un comienzo y habrá un final”. Y al domingo le
queda menos.
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