Plaza Independencia, Montevideo. Enero, 2018.
Uno de esos días en que varias
vallas cortan la avenida principal a ambos lados, y todo va tomando un color
distinto desde temprano en la tarde, antes que el sol se esconda detrás de los
edificios. La alegría va por cuadra, decenas de personas aprovechan a ofrecer a precios razonables (o no tanto, depende el bolsillo) panchos y pororó y refrescos y tortas fritas –aunque la sensación térmica supere los
treinta–, y otras tantas las caretas, los macacos y peluches que
entretienen a los pequeños que se inquietan con un cartel o las burbujas que se
hacen con agua y jabón y forman globos que desaparecen en el aire, y la espuma blanca
que sale del frasco apretando solo de una vez y se acaba con los primeros
murguistas que desfilan por la calle cuando el pavimento ya está minado de
papelitos sueltos, los tambores retumban y cientos de cuerpos se mueven al ritmo
del borocotó, borocotó, borocotó, chas, chas. Y todo es una fiesta.
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