La dama de otoño lleva cuarenta
minutos como un poste, parada en una esquina, sin pestañear ni emitir sonido, sin
mover el vientre por esos leves movimientos que uno hace cuando respira ni por
ir al baño, sin tomar agua. Por Germán Barbato decenas de personas caminan de
sur a norte y viceversa. Pasan a su lado, la rozan, le hacen viento, la enfrentan
y ni siquiera la registran.
La dama de otoño tiene los ojos
bien abiertos y la mirada hacia abajo, hacia un solo punto que la abstiene de
esas piernas que se mueven todo lo que ella no. Tampoco parpadea. Ni dos veces,
ni tres, ni cuatro. Al menos mientras la lata que está a sus pies, no suena.
Esa que ella tapó con un paño de color gris porque hace unos días alguien se
acercó, ojeó lo que había adentro e intentó robársela.
Es miércoles. El otoño, que entró
hace ya unos días y con pereza, deja a las mujeres usar polleras y musculosas,
y a los hombres andar livianos, de manga corta y bermuda. Según los pronósticos
la temperatura alcanza los treinta, pero la sensación térmica los supera por
lejos. La dama de otoño tiene una tela brillosa y gruesa que le cubre la
cabeza, el cuello y parte del pecho. Da calor sólo con verla. Su cuerpo flaco viste
una camiseta de algodón de un verde claro que le da un toque vivo a lo oscuro
de su apariencia, a lo negro que tiene debajo: una remera de manga larga y
cuello ancho que deja entrever apenas, una musculosa y un pedacito de hombro,
lo único que se ve de su piel. Más abajo una pollera negra y amplia de tela
gruesa y brillosa como la del cabello.
Por la vereda de 18 de Julio, cuando
a la avenida la atraviesa esa calle que es peatonal solo por una cuadra, adultos,
jóvenes, estudiantes, obreros, ejecutivos, empleados públicos, van y vienen, hacia
el este y el oeste, como si perdieran el último bondi. Y ella sigue ahí, posando
por algo o para alguien. Para muchos y para nadie.
Un veterano de panza y gorra con
visera sentado en el cruce de las dos veredas ofrece maní a veinte, treinta y
cuarenta pesos, según el tamaño. No son muchos los que se detienen en su puesto,
pero el señor que lleva veinte años mirando el palacio municipal, en el mismo
lugar y con el mismo carro, algo vende. A su derecha, por 18 de Julio y hacia Ejido,
en un puesto armado con una tabla, una señora ofrece figuritas para los fanáticos
del fútbol. Muchos pibes y no tan pibes y hasta mujeres paran, miran y eligen,
preguntan y compran, mientras la dama de otoño lleva, ahora, cincuenta y cinco
minutos en esa esquina, parada, quieta, inmóvil, en la misma pose.
Desde el costado de sus ojos varios
arabescos pintados en negro resaltan la pintura blanca y espesa del rostro que
ahora, como por arte de magia, muestra los dientes porque una rubia la miró con
sorpresa, quizás por tanta inmovilidad junta, y le sonrió. Entonces la lata
sonó y la estatua, por fin, desplazó su cuerpo muy suavemente como pidiéndole
permiso. Movió sus labios, sus brazos, sus manos cubiertas con guantes de seda,
blancos como la cara, le devolvió la sonrisa y le dio un papel a la mujer que le
agradeció llevándolo hacia su pecho y en un gesto de reverencia.
Ése es el único instante, en las cuatro
horas de exhibición que Andrea hace frente a miles de montevideanos para
ganarse la vida, que le permite a su cuerpo un delicado respiro. Y pareciera
que así es ella siempre. Uno lo nota cuando se sienta a su lado a escucharla, en
el mismo banco de la peatonal donde se viste cuando llega y almuerza. Apenas
una “cosita”, una banana o unos arándanos con chocolate que no baja con agua
porque durante cuatro horas no puede hacer pichi. La voz es suave y delicada
como sus movimientos y sus gestos. Pero es muy inquieta. A través del arte Andrea
expresa lo que siente sin consumir vergüenza, dice en ese tono que no se levanta
nunca y, sin embargo, suena tajante. Aunque no parezca es una “fiera”, asegura
a pura risa.
Andrea nunca se había propuesto
ser una estatua, pero hace más de dos meses que lleva allí porque un día, ése en
que miles de mujeres marchan por la ciudad para reclamar sus derechos, se le
despertó algo adentro, y decidió probar. Sintió que eso era lo que tenía que
hacer, aunque en ese entonces no tenía pintura para su cara ni guantes para sus
manos. Se vistió de dama antigua, con otra pollera y otra camiseta. Y le gustó.
Ahora es una dama de otoño que trata de captar la atención de los que pasan por
allí, sobre todo de los niños y viejos que van en un ritmo más lento.
Andrea es artesana desde hace tantos
años que intenta recordarlos y no hay caso. En el mismo bondi que la traslada
de su casa de El Pinar hasta el centro de Montevideo para hacer de estatua, vende
caravanas, gomitas para el pelo, vinchas y collares que hace y diseña ella
misma, para pagar el terreno de su casa y la comida; la de ella, su hijo
adolescente y sus mascotas que también son sus hijos: trece gatos y dos perros.
En invierno recorre algunas ferias de Montevideo con las artesanías y prendas
que hace con telas que tiene porque algo siempre inventa, dice con la voz que se
escucha poco, también, por el barullo de los autos y las motos y los bondi y la
gente.
– Esta parte del arte es
diferente a la artesanía porque es un diseño tuyo que sale de adentro, es otra
onda y va por otro carril. Te mostrás más vos. En las artesanías uno se exhibe
a través del material, del diseño de los productos que vendes. Acá es uno mismo,
su cuerpo, su forma, su cara. Y la interacción con la gente es otra, dice
cuando se desprende algunas prendas que le delatan un cuerpo flaquísimo y las
rastas que por poco le rozan las caderas.
Una veterana que viste como pantera
rosa se detiene delante de la mesa de figuritas. Le conversa algo a la doña que
las vende y sigue unos pasos mirando hacia atrás, acomodándose el sombrero, también
rosa. Entonces la dama de otoño la detiene sin querer queriendo porque la
sexagenaria se lleva puesta a la estatua que, parada a su costado derecho, ahora
lleva una hora quince respirando sin que nadie lo note. La señora de rosa la
mira de arriba abajo, larga una carcajada y sigue, pero ella como buena artista
ni se inmuta. Está acostumbrada a que se
le rían en la cara o se le burlen, le hagan muecas o le tiren con algo, a que
le hagan fotos y la filmen o que ni siquiera la registren. “Hay de todo”, se
ríe, “pero cuantos menos problemas te haces más te fluyen las cosas”, suelta
como si no le importara.
– Mucha gente me pregunta cómo
hago para hacer esto. Que es difícil y hasta tirante, sí claro. ¿O te pensás
que no me preocupo todos los días por llegar a fin de mes?– sigue antes que yo vuelva
a preguntar. En realidad no me preocupo, se corrige. Porque preocuparse sería ocuparse de algo antes
de tiempo, entonces me ocupo. Es la
fe y la confianza que uno tiene en sí mismo –llamale como quieras– y es lo que
a cada uno le toca hacer para aprender. Porque cuando uno está muy tranquilo y
tiene todo muy acomodado en la vida, ¿qué vas a movilizar? Ahí no aprendes
nada. Y aprender también es caminar, es rascarte la cabeza cuando no llegas a
fin de mes, es elegir, es ir al almacén y pedirle al almacenero un huevo, dos
tomates y una par de papas porque no te queda otra que vivir con lo que tenés. Pero
está demás igual, garantiza con la sabiduría que le ha dado la vida y la
sonrisa que ahora le resalta esa pintura blanca del rostro que no se saca así
nomás.
***
La lata suena de nuevo porque la
dama de otoño conquistó a un rubiecito de cuatro o cinco años que mira a su
madre como pidiéndole permiso para acercarse a ella. “Andá”, lo deja, y se ríe por
el asombro del pequeño que mueve la cabeza y los ojos en una línea imaginaria
entre su madre y esa estatua de carne y hueso que no pestañea, pero respira,
oye y siente, y está petrificada en esa esquina. El niño no entiende, pero
estira una mano al ver que su madre mete la suya adentro de la cartera para
darle unas monedas. “Andá, anda”, le dice de nuevo sin dejar de reír porque
sabe que cuando caigan en la lata, la estatua se va a mover y su hijo, que también
robó la atención del manicero y la doña de las figuritas, se va a asustar. Piensa,
se lleva un dedo a la boca y abre bien grande los ojos. Mira a la estatua,
después a su madre. “Dale, andá”, insiste la joven. Entonces él se acerca,
estira el brazo y deja caer las monedas adentro del tarro que antes tenía
duraznos en almíbar. La estatua pestañea, lleva las manos a su boca bien roja,
le tira un beso a su espectador que ahora corre lo más rápido que puede. Y llora.
La dama de otoño une las palmas de sus manos, las apoya sobre su mejilla
izquierda y encoje los hombros, suavemente. La pollera se menea apenas como por
una brisa, pero es ella que mueve el vientre y la palvis. Respira. Se afloja un
poco y se permite un delicado respiro hasta que, otra vez, queda petrificada en
ese punto en el aire en que no ve nada y ve todo, por donde la multitud camina ligero,
de un lado a otro, una bocina suena, los semáforos habilitan el cruce y en la
parada varios hacen seña y más de un bondi clava el freno, y la lata tiene poca
cosa. Es ahí que ella se enreda con miles de pensamientos aunque uno crea que
de tanta inmovilidad ni siquiera piensa. Entonces se concentra, con los ojos siempre abiertos y hacia abajo, y
medita. Le pide al universo paz y abundancia, pide ser luz para que la gente se
sienta atraída. A veces lo logra y la lata vuelve a sonar, y ella sonríe de
nuevo como cuando era niña, aunque de niña nunca soñó ser estatua, ni
inventarse personajes como la dama de otoño, ni tener esas rastas que le
trajeron muchos cambios.
– “Ahí empezó a nacer mi yo de
hoy, pero me descubrí de otra forma, más de acá adentro”– dice llevándose la
mano al pecho cuando ya no es dama de otoño. De gurisa y no tanto, Andrea hizo varias
cosas. Fue empleada en esos lugares donde marcas tarjeta, cumplís un horario y muchas
normas, y te sentís como pájaro enjaulado. Trabajó en una fábrica de pastas, de
cajera en un supermercado. Con las artesanías y la estatua “me encontré”. “Hace
unos diez años la vida me hizo un click, empecé a tener necesidades de sentir
cosas más verdaderas”. Y a partir de ahí
nació la Andrea que hace lo que sea pero siendo su “autogeneradora”.
Es que “venimos al mundo a ser
felices y tenemos diez mil oportunidades
de serlo. Entonces, ante todo y primero disfruto, sin dejar la responsabilidad
porque de esto me mantengo. Pero las ideas viajan por su cabeza de un lado a
otro antes que las desembarque en una “libretita de bruja” que siempre lleva
consigo. “Tengo conjuros de acá y de
allá”, se sonríe aunque siempre esté en
la cuerda floja. Cuando va llegando a fin de mes y las monedas no salen, le
pica acá y allá, le ofrece a los vecinos limpiar algo o cuidar a alguien. De a
ratos, arriba de los bondi, donde (ahí sí) todas las miradas se dirigen a ella,
busca que salga la venta, pero en esa esquina en la que pasa sin comer ni tomar
agua ni ir al baño y respirando despacito, “es otra cosa”. “La gente pasa fugazmente
como dejando una estela de luz, mientras yo estoy en mi propio tubo de luz, inmóvil.
Y cuando alguien se detiene, son como gotitas de agua”.
– ¿Cómo son esas gotitas?
Andrea
mira hacia el cielo sin nubes como si allí encontrara las palabras.
– En esta interacción entre yo
estatua y la gente hay una especie de magia porque para las personas, las estatuas
somos como seres mágicos. Y eso es lo que más me gusta.
Andrea está convencida que el
mundo está lleno de magia. Pero la magia está sólo para quien quiera verla.
Ella cree en la magia y agradece que haya llegado a su vida, más o menos cuando
pisaba los cuarenta. Ahí fue el click.
– Me sentía…
Otra
vez Andrea busca las palabras, esta vez en las baldosas de la peatonal.
– Me empezó a hacer ruido algo.
Sentía que salía, miraba el cielo y tenía siempre la luna cerca. Eso hizo que
viera que hay otro mundo, no solamente todo lo que tocan nuestros sentidos,
sino como mundos paralelos porque el tiempo en realidad es una línea.
–
¿Una línea?
– Sí porque el presente de hoy,
estos minutos, ya son el pasado y, sin embargo, antes fueron futuro. Entonces
es todo lo mismo. Somos personas que estamos en un planeta redondo, divino, rodeado
de algodones que nos protegen. ¡Eso ya es magia!– abre grande los ojos. Las
nubes, la atmósfera, ahí vivimos, y hay gente que ni siquiera se acuerda de
mirar las estrellas, y es tan hermoso. Es un regalo que tenemos a diario. Yo me
hice un techito en la escalera de la entrada de mi casa, y me siento ahí con
mis gatos y mis perros y veo todo: las estrellas, la salida y la puesta del sol, la noche, la niebla, la
lluvia, las tormentas.
Y en esta interacción –vuelve
acomodándose las rastas– hay un otro que se te para frente y te queda mirando mientras
vos sos un ser abstraído en el tiempo que de pronto se despierta cuando ellos
ponen la monedita. Y eso a la gente le gusta.
–
¿Y vos que sentís en ese momento?
– Me fascina eso que va más allá
del personaje, que me di cuenta que tiene que trasmitir cierta luz porque atrae
a mucha gente, a los niños sobre todo, aunque viste que algunos lloran– se ríe.
Pero al fin y al cabo a ellos les gusta, por eso también no doy frases, porque
los nenes no leen frases.
–Ese
papelito que les das a los que te dejan monedas.
–
Claro.
La mayoría de las estatuas dan frases, pero yo no me sentía identificada con
eso, entonces doy dibujos que son como símbolos. Tréboles, flores, corazones.
Andrea
mete la mano en su mochila. Saca un de esos papelitos para mí y agarra,
al azar, el que tiene un corazón que dibujaron sus propias manos.
– Es una
simple forma de dar amor a través de los símbolos que son entendibles por todas
las personas. Porque hay quienes no saben leer pero saben lo que significa un
corazón, y un niño también.
– La
frase además puede tener varias interpretaciones dependiendo incluso en el
momento en el que uno esté.
– Exacto,
pero además si no es mía no está bueno– aprieta los labios y menea la cabeza
apenas con la mirada hacia abajo. Busco todo lo que pueda hacer yo para el
otro, para esa persona que me está dando y poniendo frente a mí la energía del
dinero que no es menos importante. De esto vivo.
–
¿Y
qué sentís cuando la gente pasa y ni te
registra?
– Bueno eso es lo mejor– abre de
nuevo sus ojos color café.
–
¿Mejor?
– Mirá, hoy un señor me dijo: “Te
estamos dando monedas por estar muerta ahí”. ‘No estoy muerta, estoy
suspendida’, le contesté. Él cambio la mirada, la postura y me preguntó cómo
podía hacerlo. Es sencillo: Empezá a meterte para adentro, contigo mismo y te
vas a dar cuenta.
Montevideo. Abril, 2018.
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