Mi amiga
gallega dice que para ella es lo más lindo de Galicia, cuando en esas te confundís
y en vez de contarle que conociste Redondela, encajas Rosadela. Entonces te
contesta por el celular con el emoticón que tiene la mirada pensante y la
manito debajo de la pera. Y otra vez lo mismo, quisieras porque el diccionario
del teclado te juega una mala pisada, pero no. Lo vas a decir de nuevo y sin saber por qué te
sale “Rosa” en vez de “Redo”. Es que no
te acostumbras a esos nombres raros de estas tierras que encima le meten un “picota”,
pero que al final te salva la pisada porque cuando escribís ese segundo nombre,
enseguida la gallega entiende, y ahora te contesta con el emoticón que parece
descostillarse de la risa para quedar vos como la gallega pelotuda que da
vuelta los nombres, te pones colorada y terminás riéndote como el macaco de la
pantalla cuando te percatás que, en definitiva, vos también sos media gallega por
esas raíces que el anciano más anciano de la familia (si viviera) te heredó.
Y ella
insiste en que ese lugar es de lo más lindo de Galicia, pero no mucho más, porque
los gallegos escriben lo justo y necesario y a secas. Clarito y al pie, aunque
a veces enredado porque no les nace la expresión a flor de piel. Lo mismo
cuando en “Rosa…” (¡Redondela!), preguntas cómo haces para llegar a ese
bolichito que te recomendaron tus amigas que andan por Santiago. “Allá mija,
allá” y tus ojos rebolean para todos lados porque las manos del gallego que
apenas puede con su bastón se dirige a todas partes y a ninguna cuando va
llegando a la única farmacia abierta de ese lugar que te enamoró, y que no
sabes cómo llamar porque te la sensación que no es una ciudad grande –apenas con
unos pocos mil habitantes y un puentecito cada dos cuadras de esa rambla que no
es rambla en realidad– ni una aldea o pueblo, aunque duerme la siesta durante
las cinco horas que la visitas, no sabes si porque es sábado o porque ahí los
gallegos duermen a pata suelta, hasta las dos, las tres o las cuatro de la
tarde.
Esa
hora en que aparece otro abuelo en uno de los puentecitos de madera con una
bolsa llena de migas y te arma una foto perfecta con las palomas revoloteando,
algunas sobre el pedacito de pasto que está al costado de la ría, otras sacando
pecho en la baranda de madera donde empieza ese caminito que a vos te hace estirar
las piernas como por diez kilómetros o doce –entre ida y vuelta– porque el
paisaje y el silencio son tan fascinantes como nunca nada hayas visto, pensás.
Y sentís que no podés con tanta belleza junta, cuando te percatas, después de
andar dos kilómetros (o tres, qué importa) que delante tuyo, allá a lo lejos, hay
una chimenea, un faro, algo que no alcanzas a ver por la niebla que con el
resplandor del sol en el reflejo del mar (que no es mar sino ría) te hacen otra
foto perfecta, y dos y tres y cuatro, o más bien trescientas, te señala la
memoria de la cámara (y es que no das a basto con tanta belleza, sentís de
nuevo), en ese camino que no sabés a dónde te llevará y que por momentos
te introduce en un bosque de árboles que
se parecen a eucaliptus y esa aventura en que seguís para sacarte la duda de
aquello que está a lo lejos y de a ratos parece, también, una torre y está
cerca, cerquita, pero no, te aclara el cincuentón que sale no sabes de dónde y se
te cruza en el mismo caminito que a vos te lleva a la punta del este de tus
pagos, o a la colorada que está pegado a San Francisco y a Piriápolis y esas
ramblas uruguayas que extrañas, pero ahora no tanto porque mirá dondé estás,
pensás cuando el laburante te muestra, allá a lo lejos, otra vez a lo lejos,
pero más arriba y en ese punto cardinal que no sabés si es el sur o el norte,
el este o el oeste, porque ubicarte ahí es imposible (¡pero, otra vez, qué
importa!), y te muestra aquella fábrica de automóviles que es parte de la industria
que le da vida al pueblo, y de comer, porque los peces ya no andan ni coleando,
te cuenta el veterano que no para de caminar y ahora te lleva a los trotes cuando
te dice que la pesca ahí ya murió y por eso los barquitos, esas decenas de
barquitos que te imaginas que andaban todos los días, pero en cambio se hacen
las tales siestas como sus mismos dueños, te dice el gallego que se mete en una
flor de camioneta cuando a la calle –una especie de pasaje– ya no le queda
calle y a vos se te terminó el viaje.
Ese en
que cuando miras hacia adelante te das cuenta que lo que veías de lejos (un
faro que no es faro), quedó atrás tuyo, a unos kilómetros antes, y ahora,
enfrente, a los pies de la ría, que a esa altura es amplia (tan amplia que te
hace viajar mentalmente por tu mar, el de tus tierras), ves el puente Rande,
tan monstruoso de ahí, que hace tiene treinta y siete años unen Vigo Pontevedra, y un montón de techos de ladrillo
o teja (o ambas cosas) y paredes de todos colores como una postal de esas que
te mostraba tu vieja cuando en los sesenta –mucho antes que fueras un proyecto–
estuvo, no acá, pero cerca, cerquita. Entonces ahí mismito no más, cuando te quedaste
sin agua en la botella de metal que trajiste de Uruguay y te acompaña a donde
vayas, largas el lagrimón porque no podes con tanta belleza junta y el silencio
y la inmensidad y la emoción, que te suelta en ese instante, en un cosquilleo
que te corre por todo el cuerpo porque hace apenas unos meses aquello, eso que
tenés enfrente y estás viviendo, era impensable e inimaginable y, sin embargo,
estás pisando en el mismísimo plan A. Encima, respiras, te sentás para
descansar y retomar los diez o doce kilómetros de distancia que te devolverán a
Redondela, ahora la Picota, y pasar por uno de esos puentecitos y caminar entre
las callecitas de piedra y tomarte una caña si hay algo abierto, o de una el
mismo tren que te trajo por menos de dos euros, pero para el otro lado, no sea
cosa que otra vez te equivoques de tren, aunque viajar en ( y en esos trenes) es
todo un aventura.
Pero
al final, arrancas caminando de nuevo porque después de una hora, clavadita por
reloj, en la estación, el tren nunca pasó y quedan veinte minutos, según te
dijeron, para el autobús con destino a Vigo que no sabes bien dónde tomar, por
eso le preguntas así a la gallega de la farmacia que sigue abierta –porque si
decís “bondi” seguro te mira raro– y ella muy amable pero sin sonrisa, te
acompaña hasta la vereda para señalarte la parada que está enfrente, cruzando
el puente más grande, por donde pasan las autopistas por un lado y las vías por
el otro (no sea cosa que también te tomes un bondi que no es). Y llegas, a esa
altura de lengua afuera, sin agua y sin caña porque no había nada abierto,
cuando al pueblo le queda poca luz, y decidís al final que la Picota es un
pueblo cuando ni bien terminaste de llegar y te sentaste, en esa parada del
Primer Mundo, pasa por arriba tuyo –bien por arribita– el tren que esperaste
una hora, y encima te toca bocina como sobrándote, mientras otra vez, te comes
otra hora esperando el bondi porque el que pasaba a las seis y veinte –según tus
amigas que lo tomaron el día antes–te dejó tirada, no sabes si porque le pifiaron
al reloj de agujas chiquitas que tiene una de ellas o porque es sábado y como
todo pueblo recién se despierta de la siesta, o sigue durmiendo. Pero qué
importa si entre las Rosadelas, la Redondela y la Picota (que no sabes, a fin
de cuentas, si la Redondela es todo el pueblo y Redondela Picota sólo la
estación del tren, o son dos pueblos diferentes), te hiciste terrible tarde y
casi quinientas fotos, animalito de Dios.
Redondela, Galicia. España. Noviembre, 2018.
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