Aunque
tengas las raíces familiares, aunque tengas el documento de identidad del país,
aunque hables el mismo idioma y entiendas los modismos y las formas del
lenguaje, y más allá de las costumbres y las diferencias culturales, es eso.
Convivir con una cultura diferente, donde siempre, a cada paso,
en cada rincón y a cada instante, se te hace notar siempre –despectivamente o
no– que sos otro. El otro: El extranjero, el retornado, el emigrante, el diferente, el desconocido, el
extraño. Entonces no tenés cómo zafarle a esa sensación que adquiere un peso
tremendo y toma formas, por momentos extrañas y, por eso, la vivís como jamás nunca antes.
Se siente e incluso, a veces, pincha. Cada tanto es lo malo de este viaje (si pedís mucha información en un
sitio te pueden llegar a maltratar porque para el del origen ya estás
molestando), otras no tanto (decís “ta”, en vez de “vale” y tomás eso extraño
que nadie entiende qué carajo es ni mucho menos cómo se prepara y para vos, en
cambio, el mate es de lo más tuyo e idiosincrásico, de lo más uruguayo). Decí
que al menos hoy las tecnologías te ayudan a no sentirte tan distante de lo
propio, de lo tuyo y de los tuyos. Pero aunque no la veas, la etiqueta la
llevas impresa. Sos “diferente”, sos “otro”. En el único lugar donde podés zafarle a ella es en los aeropuertos. Es que allí el paisaje más común es de miles de pies que van y
vienen, rostros de todos colores y cuerpos de todos los tamaños que caminan desperdigados (muchas veces, ni si siquiera sin saber a dónde seguir viaje) y de
todas las lenguas. Eso sí, trata de hablar inglés porque si no podés quedar
afuera. Por esos las diversidades, a veces, son puro cuento.
Aeropuerto de Barajas, Madrid. España. Setiembre, 2018.
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