La
computadora marcaba 19.33. De fondo sonaba Andrés Calamaro. Yo estaba en un
boliche céntrico acompañada por una rubia porque ya era noviembre y había más de veinticinco grados que se prestaban, esa vez, para una Schneider. Tampoco podía perder la
costumbre y era la excusa para entrar en ese viaje. Faltaban apenas diez
días para juntarnos (¡por fin!) como tantas veces. Abrazarnos, ponernos al día
con los cuentos, sonreír primero, reírnos después, hasta que esa risa se
transformara en carcajadas y nos hacía soltar los lagrimones y temblar el
cuerpo por tanta pelotudes junta para
después, ahí, agarrarnos las tres la panza y hacer sonar los vasos con un chin chin –una,
dos, tres veces– cuando, a esa altura, nos sentimos siempre “piripipi”, por no
decir en pedo, nos abrazamos de nuevo, volvemos a reír y reír. Y
lloramos de la risa.
En
aquel boliche con la Schneider y Calamaro de fondo, mi deber era encender la
computadora, abrir decenas de carpetas y archivos, y viajar por los trece
años de amistad (¡qué viaje!) para armar el álbum que la Yessi ideó como reglo perfecto. El de los cuarenta. Faltaban poco más de una semana para que ella
cumpliera cuando yo estaba sola en el boliche entre fotografías y miles de recuerdos
y el porteño solista (que me trae otros
recuerdos) que seguía cantando justo esa canción que brinda “por las mujeres que derrochan simpatía” y
brinda “por los que vuelven con las luces
de otro día…” como para hacerme ir entrando en calor y en el festejo, y como
si él también fuera parte del mismo. Ése que ahora también celebro a miles de kilómetros
porque ya pasó un año y ella cumple de nuevo. Y que lo parió el tiempo, pienso
porque parece que fue ayer que le tuve que explicar (para justificar mi risa solitaria) al flaco rubio de rulos, en una
mesa de al lado, que en menos de diez días, mi amiga estaba por cumplir años de
nuevo. Es que no paraba de la emoción entre tantas fotos, la nostalgia de los
años y la emoción que a esa altura se mezclaba entre la sonrisa y el lagrimón que,
ahora, me asalta de nuevo cuando
abro, desde acá, las mismas carpetas (y otras más) y la recuerdo con la torta de los cuarenta en la cara y en esos días
en que caminábamos juntas por ese pueblo que es ciudad en realidad, pero que
ella llama pueblo (porque las de interior de nuestro país, mueren después de
cierta hora, y culturalmente, dice, no hay nada pa’ hacer), cuando se emperraba
en mostrarme ese bolichito –al que planificábamos ir más adelante por la Rosssana
que canta “un día de colores llegará”– que por donde se lo miraba estaba
cerrado aunque ella se empeñaba en que no podía ser que estuviera cerrado, y
caminábamos por las calles que dormían la siesta de las dos de la tarde de un
lunes.
Ese lunes en que celebramos la luna nueva y la vida que, hoy, celebro
desde acá por tenerla de compañera, de hermana del alma, de cómplice, de AMIGA,
por todos esos momentos en que se nos ponía la piel de gallina y moqueamos
juntas y reímos hasta el cansancio y el hartazgo, y por todos esos que vendrán,
en que primero nos abrazaremos largo y fuerte, después sonreiremos y nos
pondremos otra vez al día con tantos cuentos (porque van a ser muchísimos más
los cuentos, para después sí entrar en ese trance de reiremos y reírnos, hasta
que carcajada plena y abundante y, entonces, sí llegará el momento en que soltaremos
lagrimones y temblarán nuestros cuerpos por tanta pelotudes junta (de las tres
juntas) y nos agarraremos la panza para después hacer sonar los vasos o las
copas con un chin chin (y más rubia ) una, dos, tres veces, cuando, a esa
altura, nos sentiremos siempre “piripipi”, por no decir en pedo, y nos abrazaremos
de nuevo, volvemos a reír y reír. Lloraremos de la risa y seguiremos queriéndonos
como siempre. Sin límites.
Ahora faltan más de diez pero menos, mientras, desde acá con Calamaro otra vez, espero que "ése día de colores llegue" y "brindo por el
momento en que tú y yo nos conocimos…” cuando la computadora me marca las 18.33.
Florida, Uruguay. Abril, 2018.
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