viernes, 12 de junio de 2015

Despojados

Día Mundial contra el Trabajo Infantil

No hace frío. Ni viento. Pero aún falta un mes para el invierno. De a ratos se toma un descanso. Se sienta donde venga y conversa con algún cuida coches. Faltan cuatro horas para las 00.00. A esa hora, David, termina el trabajo. A veces, más tarde. La caja le pesa. Su gesto lo delata. Lleva lapiceras, calculadoras, alargues y cuchillas, pero vende de todo, me cuenta. Y anda por todos lados. Pocitos es el único nombre de barrio que recuerda en ese momento, una tardecita-noche de 2012. Meses atrás, trabajó en Argentina donde más hermanos lo esperan cada tanto. Vende en la calle desde los seis años para ayudar a sus padres, pero sueña con ser doctor. Dos por tres lo hace también en los mediodías, al salir de la escuela. Sus amigos no lo saben. Es que le da vergüenza contárselos, sobre todo al que tiene un papá que “vende autos caros”.  

158. Destino: Gruta de Lourdes. Apenas entra un alfiler. Laburantes, punks, desdentadas, planchas, cuarentones fashion de gafas oscuras, universitarios, palomitas blancas recién salidas de las aulas, máscaras de maquillaje que simulan rostros arrugados. Y entre medio de tantas piernas, en el instante en que la “Milonga del Ángel” revienta mis tímpanos para zafar de los chusmeríos amorosos convertidos en show por Orlando Petinatti (de 10 ómnibus que tomo en la semana, 9 lo escuchan), veo un morenito que pasa como puede evitando cuánta mirada se le cruce. Edad: intento descifrarla. No más de 8 a simple vista. Sin mediar palabra alguna y más rápido que una liebre, coloca estampitas de santos (como Lourdes, la del destino) sobre las piernas de los pasajeros. En ese recorrido son varios los que buscan ganarse la vida sobre ruedas. Atrás de él un flaco rasca la guitarra y canta que “Santa Marta juega al primer mundo gracias a los shoppings y a las hamburguesas, la comida rápida, la moda inglesa...” Pura utopía para ese niño, pienso, cuando ya es tarde para regalarle una moneda. Tendrá cédula, irá a la escuela, comerá, me taladran los pensamientos cuando veo que cuenta y re-cuenta unos vintenes mientras espera la próxima línea y se hace cada vez más chiquito. Y en esas, al voltear la cabeza, el de traje oscuro y la de cartera cara y tacos altos se interponen ante mí cuando el bandoneón de Piazzolla suena más fuerte y más y más como un niño rebelde que grita y putea y se descontrola, y me aguanta la cabeza ante mis (internas) interpelaciones que de algún modo expreso a esos veteranos por tanta arrogancia hacia el niño. Quizás o seguramente (¡seguro!) no tienen ni idea de la pobre vida (literalmente pobre) del morenito sin nombre -aunque no importa- obligado a mendigar para llevarle el pan y la leche a su madre y sus cuatro, cinco, seis hermanos (vaya a saber cuántos. Cuesta imaginarlo. 

Hombres de oficina detrás de un ventanal leen los titulares de un diario entre el humo del café del restaurante que conquista a los niños con su "M" amarilla y gigantesca y la comida rápida. Como la cajita feliz de hamburguesa y papas fritas que lleva en la mano una rubiecita de capelina, sostenida por su madre treintañera, frente a las narices de Carolina. Ella no conoce ese sabor; tal vez lo imagina. Sólo sabe del cartón del que está hecha la caja . A los pies de la Catedral  y frente a la gran multinacional, que promete chatarra a buen precio, Carolina busca desechos dentro del contenedor. Con una mano sostiene la tapa, con la otra busca, revuelve, separa, elige, abre bolsas y come. Come lo que encuentra, también chatarra. Negro, el caballo, hace lo mismo. 
Juan, su primo, separa la basura en grandes arpilleras: plástico para un lado, papel y cartón para el otro.Guardamos todo en casa, armamos lienzos y bolsones y los sábados llevamos todo para el depósito, soltó ella sin timidez, otra tardecita de 2012. Desde que a los recicladores les prohibieron andar por Ciudad Vieja no la vi más. Seguro andará por otros barrios como muchos otros niños. De sus papás no quiere saber nada, me había dicho.

Lourdes tampoco quiere saber nada con mandar a sus hijos a trabajar. Pero no tiene otra opción. La vida la abofeteó de mil maneras: un padre alcohólico, un marido golpeador. Cansada de tanta tiranía, optó por enfrentar sola la vida y hacer de padre y madre. Pero encontrar trabajo no es nada fácil para ella. Apenas sabe leer y escribir. “Divisiones no sé y restar menos”, me confiesa. Hace un tiempo vivía en un “rancho” que se incendió; Vivió varios meses como “gitana” con sus cinco hijos. Después unos amigos la alojaron en un asentamiento. “Éramos 13”, sonríe sin ganas, pero al menos “amortiguábamos el frío”. Lourdes es consciente que algunos de sus hijos salen a “salvar” en lo inmediato a la familia. Entran a los bares, venden almanaques a voluntad. Lo hacen por “necesidad”, me asegura una noche en uno de esos boliches en que consiguen las sobras de las pizzas. Pero un plato de comida “no le cambia la vida al niño que siempre vivió bajo chapas”. “No tengo otra opción”, repite. Tampoco tiene con quién dejarlos si trabajara. A veces zafa de la calle. Vender en la feria  le da para el pan y la leche. Lo único que quiere es que sus hijos estudien y salgan adelante, suelta dando el puño contra la mesa.  “Que tengan lo que yo no pude tener”, añora justo cuando un rubiecito de unos 7 años se acerca a pedirnos unas monedas a cambio de una flor.

–¿Querés comer? – le pregunta dejando de lado la bronca.
Él afirma con un movimiento de cabeza. Entonces ella le entrega una porción. El pequeño sale corriendo con el fainá sin un gracias.
–¿Sabes lo que va a hacer? –me cuestiona sin sacarle los ojos de encima.
– Se lo va a llevar a su madre y a sus hermanos que están en aquella esquina– se adelantó apuntando hacia el sur con el índice y, esta vez, clavándome los ojos a mí. 



Intersección de Ángel Salvo y Av. Agraciada, Paso Molino. Montevideo, 2012.

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